En tierra firme
Vacaciones en el mar ·
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Tras siete días de cócteles a media tarde, puestas de sol y ciudades mediterráneas, llega la hora del adiósNos levantamos temprano. Hemos de abandonar el camarote antes de las ocho de la mañana, y aún tenemos que guardar en la maleta los neceseres, los trípticos con las actividades del crucero, algo de ropa y un par de libros. Aparto la toalla doblada en ... forma de cisne que ayer nos dejaron sobre la cama por ser la última noche. Al verla, respiré: menos mal, al fin algo hortera. Porque este crucero, lejos de ser el disparate chabacano que yo le había vendido a mi señorito con un «Ya verás, jefe, qué horror, qué macarreo», ha resultado mucho mejor de lo que esperaba. De esta, me echa.
Repasamos los armarios para asegurarnos de que no dejamos ningún rastro en un camarote que será ocupado por otros pasajeros en pocas horas. A lo mejor le corresponde a alguna empalagosa pareja que está de luna de miel, o a un matrimonio joven con niños pequeños que se pasan el día en el club infantil mientras sus padres se ponen finos a cócteles, o a un par de amigos cincuentones recién divorciados que se han embarcado con el firme convencimiento de que se van a enrollar con dos gemelas contorsionistas, o a unos abuelos que cumplen sus bodas de oro y celebran sus años de amor con un crucero. Sean quienes sean los que duerman hoy aquí, leerán la nota que les hemos dejado en el cuarto de baño: «Cuidado con el consumo excesivo de fruta. Feliz travesía».
A pesar de la aparente alegría sandunguera de la fiesta ibicenca, anoche flotaba en el aire una tristeza rara que ni el sonido atronador de la música ratonera conseguía disimular. La gente se agrupaba para hacerse fotos de despedida, y las nuevas amistades surgidas a bordo se decían adiós con frases como «Cuando pases por Talavera de la Reina, llámame y nos tomamos algo», «Sí, te estoy siguiendo en Facebook» o «Te hago una perdida y te quedas con mi número». Pero detrás de tantas palabras amables, de tanta cortesía, de tantos abrazos, ya se puede intuir que lo que el crucero ha unido lo separarán los mil líos cotidianos. Y, sobre todo, las pocas ganas de volver a ver a Juan Francisco, aquel tipo de Benalmádena que te pareció tan majo durante la cena y que ahora te inunda el móvil con memes idiotas, vídeos de gaticos y comentarios supuestamente divertidos que ya has visto en Twitter. Y una mañana de septiembre, Juan Francisco te mandará un mensaje diciéndote que mira qué casualidad, que él y Herminia van a llevar al chiquillo a la facultad y pasan cerca de tu pueblo, y que os podríais ver. Y tú te arrepentirás de haberle dado tu teléfono a Juan Francisco.
En la fiesta busco con la mirada al filipino animador. Ahí está, desatado, moviéndose como una palmera cimbreante. Me acerco, bailamos, nos reímos, nos hacemos un selfi. Mientras intento encuadrar la imagen, veo a la italiana de labios morcillones besándose salvajemente con el guapetón de la barra. Posiblemente esté probando la resistencia del relleno de los morros. Y, también posiblemente, este amor loco acabe en cuanto abandonen el barco. Entretanto, que le quiten lo bailao. Y lo besao.
Vacaciones en el mar
Rosa Palo
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Paco, con el último Aperol Spritz en la mano, se lamenta porque termina el viaje. Carlos me dice que nunca había desconectado tanto. El hecho de tener cobertura solo cuando tocas puerto tiene bastante que ver: reducir al mínimo la interacción con tierra firme ha sido el secreto de su tranquilidad. Aun así, sabe que los problemas le están esperando, agazapados detrás del sofá, para asaltarle en cuanto llegue a casa. Le esperan a él y a mí; nos esperan a todos. En ese momento habrá que consolarse con los recuerdos del crucero: el sol poniéndose sobre el mar, los cócteles a media tarde, la vista del Vesubio desde el barco, el bullicio y la belleza de Nápoles y sus cafés cortos y negros, los paseos por las calles empinadas de Marsella y las fachadas albero, rosa tiza y siena de Savona. Incluso me acordaré con cariño de la visita a Roma, aunque me tratara malamente, aunque estuviera más despechá que Rosalía.
Cargados con el equipaje, vamos hasta la cubierta desde la cual tenemos que dejar el barco. Si anoche la tristeza flotaba en el ambiente, hoy se ha adueñado de los pasajeros, que caminan cabizbajos y se hacen las últimas fotos con una sonrisa lánguida en la cara. Al igual que Ben Gunn fue abandonado por sus compañeros de tripulación en la isla del tesoro, nosotros también estamos dejados a nuestra suerte. Lo sé porque he intentado buscar información para un artículo en la intranet del barco, a la que te conectas poniendo tu número de reserva, y ya no puedo entrar: en cuanto estás fuera de los ordenadores, se acabó la gran familia crucerista. El amor marítimo es efímero; dura menos que un daiquiri de fresa en la cubierta de popa.
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Rosa Palo
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Arrastrando los pies y las maletas, nos subimos a un autobús que nos lleva hasta la terminal de cruceros. Allí está el filipino animador recibiendo a los nuevos pasajeros. Este muchacho es un prodigio de la naturaleza: anoche estaba entregado a la noble causa del baile, y hoy aparece uniformado, planchado y fresco como una rosa. Me hace un gesto con la cabeza para despedirse.
Nos quedan casi tres horas hasta llegar a Cartagena. Tengo ganas de ver al heredero. Desde el coche, le envío un wasap a él y otro a mi señorito: «Ya hemos desembarcado, jefe. Misión cumplida. Yo creo que el año que viene toca una ruta de balnearios por España. Abrazos». Todavía no me ha contestado. Nerviosita me tiene.
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Rosa Palo
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Espero que no haya leído el comentario que un amable lector ha dejado en la versión digital del periódico en el que le sugiere que me mande de safari el próximo verano. Estimado desconocido, desde aquí te lo digo: te agradezco la desinteresada aportación, pero no le des ideas a mi señorito, que él ya es suficientemente creativo diseñando mis torturas estivales. Además, aunque disfraces el safari de planazo, tú lo que quieres es que me coma el tigre mis carnes morenas, que me someta a los peligros de una tierra ignota, que me encuentre una víbora cornuda dentro del zapato cuando vaya a calzarme, que me inviten a una ceremonia masai donde tenga que beber sangre de un ñu recién sacrificado a machetazo limpio, que me piquen los mosquitos más que a Kiko Matamoros en 'Supervivientes'. Y no, no tengo ningún espíritu de aventura. Solo soy una señora mayor que quiere ir a tomar las aguas, que es lo que me corresponde por edad y condición. Y por los dolores de espalda, que a ver cómo corro delante de un león si me da el ataque de lumbago.
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Al coger las llaves para abrir la puerta de casa, he encontrado los cuernecitos napolitanos en el fondo del bolso. Se los entrego a mi santo y le digo que me regale uno para que me dé buena suerte. Lo aprieto fuerte entre las manos y recito «Que me mande de balnearios, que me mande de balnearios» durante quince minutos. Ojalá Nuestra Señora de la Columna obre el milagro.
Anda, mi señorito me ha contestado. Como me pregunte si he visto 'Memorias de África', me da el telele.
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