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Marsella, el luminoso balcón abierto al Mediterráneo que huele a jabón y a hierbas provenzalesPor la noche el mar es negro. Absolutamente negro, terriblemente negro. No se ve luz alguna. Es entonces cuando sabes que solo el día te dará alguna esperanza; vana y tonta, de acuerdo, porque si el barco naufraga no tardarás mucho en ahogarte, pero esperanza ... a fin de cuentas. La oscuridad, en cambio, te engullirá sin remedio.
Contemplo el mar tras la cena. Han asignado la mesa contigua a la nuestra a un grupo formado por cuatro hombres y tres mujeres. Ellos, macarras y muy morenos; ellas, macarras y muy siliconadas, con unos labios morcilleros que parecen un homenaje póstumo a Carmen de Mairena. Hablan en italiano. Una de las mujeres se pone a llorar. La amiga sentada a su lado intenta consolarla, pero ella sigue llorando. Y llora mucho, tanto que empiezo a temer por sus pestañas postizas. Los tipos la ignoran y charlan entre sí, todos menos uno, que permanece con la cabeza apoyada sobre el puño cerrado y la mirada perdida. De vez en cuando se toca el anillo de casado; parece el causante de las lágrimas. Terminan de cenar, se levantan y se van. Ella, que apenas ha probado bocado, sigue llorando mientras abandona el restaurante; hay veces en las que la infelicidad te persigue hasta alta mar. No puedo esperar a mañana para saber qué ha pasado. Sobre todo con las pestañas.
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Rosa Palo
Rosa Palo
Al volver al camarote nos hemos encontrado un tríptico en la puerta con las actividades del día siguiente. Solo leerlas ya cansa. A las 8 de la mañana, seminario sobre estiramientos y relajación. A las 9, oferta en cartones de bingo. A las 9:15, paseo conjunto por el barco. A las 10, activación muscular. A las 10:30, juegos y desafíos. A las 10:45, bingo. A las 11, seminario sobre tobillos hinchados. Y así hasta bien entrada la noche. Ni un minuto para aburrirse, a no ser que consideres que hacer cualquiera de esas cosas es un aburrimiento. Y ese es mi caso.
Los que no se cansan son los chiquillos: a primera hora ya están pegándose un baño. Según he leído, porque no me ha dado tiempo a recorrer todas las cubiertas, entre piscinas y jacuzzis hay trece lugares donde ponerse a remojo. Lo que sí he podido ver son los jacuzzis transparentes que flanquean una de las piscinas principales. Sentados entre las burbujas, los mondongos fofos y blancos del respetable se desparraman componiendo una visión tal que te entra angustia en los ojos. Parecen langostas en la pecera de una marisquería, pero resultan tan poco apetecibles que nunca escogerías una para comértela a la plancha.
En cualquier caso, no me baño. No puedo; espero con ansiedad la llegada a Marsella. La veo aparecer desde el balcón del camarote y, de repente, todo tiene sentido: soy Jim Hawkins a bordo de la Hispaniola avistando tierra.Y soy feliz.
Marsella no es una localidad cualquiera, sino un mirador de 2.500 años sobre el Mediterráneo. Tampoco es un puerto cualquiera, sino el más grande e importante de toda Francia. Y con razón: no sé cuánto tiempo tardamos en atravesarlo y alcanzar el centro de la ciudad, la segunda más poblada del país. Aunque a mí, de entre todos los marselleses, solo me interesa uno: Zinedine Zidane.
Podría dedicarle un artículo completo a Zizou. Qué digo un artículo completo: una crónica por capítulos, un libro, mi vida entera. Quiero ir a rendirle pleitesía a La Corniche, el paseo que serpentea la costa marsellesa y lugar donde se encuentra un enorme mural de su rostro, que esa cara no la pintan los pintores ni ese cuerpo lo esculpen los escultores. Pero antes, damos un paseo por Marsella. Y nos encontramos con dos ciudades en una: la nueva y la vieja.
Frente a la decimonónica catedral de Santa María La Mayor contrasta la modernidad del Mucem, el Museo de las Civilizaciones de Europa y el Mediterráneo, una caja de cristal construida con motivo de la capitalidad cultural europea de 2013 y que conecta, a través de una pasarela, con el casco antiguo. Y esa conexión entre distintas épocas está presente por toda la ciudad: las construcciones en cristal y acero de la fachada marítima dan paso a desconchadas viviendas en siena, albero y terracota, las amplias avenidas se transforman en un laberinto de callejuelas y los centros comerciales conviven con los pequeños comercios tradicionales.
La luz es cegadora; el calor, inclemente. Buscando las sombras bajo los soportales llegamos al barrio más antiguo de Marsella, Le Panier, repleto de cafés y tiendas artesanas que se dispersan por calles estrechas y empinadas. Todo destila encanto provenzal, todo es altamente instagrameable: la ropa tendida, las contraventanas de madera pintadas en azul celeste, las macetas junto a los portales, las plazuelas coquetas. También es muy fotogénico el restaurante en el que nos sentamos a comer, un lugar regentado por Verónica, marsellesa pequeña, rizada y compacta que habla español y que quiere irse a vivir a Málaga cuando se retire. «La gente es más alegre y gespetuosa que aquí. ¿No habéis visto cómo está todo lleno de basuga?», dice con el acento caricaturesco de Pierre Nodoyuna. Y es cierto: modernidades aparte, Marsella sigue luchando contra la decadencia, contra su imagen de ciudad destartalada y sucia y contra su propia leyenda criminal.
El Vieux Port, el viejo puerto, se adentra en el centro de Marsella. Revoloteamos por los puestos callejeros de jabón y aromas provenzales, pasamos por restaurantes y hoteles. Vaya: ya es hora de volver al barco. No me ha dado tiempo a ver la solución habitacional de Le Corbusier, ni tampoco el mural de Zidane. Eso es exactamente lo que me molesta de las escalas de los cruceros: son un coitus interruptus.
Me despido entonando el himno de Francia. Sí, siempre lloro en esa escena de 'Casablanca'. Y sí, se llama 'La Marsellesa' porque en 1792, año en el que fue compuesto, los voluntarios marselleses que iban a defender París entraron a la ciudad cantándolo. «Nena, cállate un poco», me dice Marga: me he emocionado al llegar al «Aux armes, citoyens! / Formez vos bataillons!» y he subido el volumen. Pero una es muy de mimetizarse con el entorno.
Desparramados y sudorosos, regresamos al barco. Junto con el folleto informativo de rigor, encontramos un sobre negro que contiene una carta impresa en papel verjurado; en ella me recuerdan que esa noche tenemos reserva en el restaurante más postinero del barco, y me invitan a «vivir la experiencia con un código de vestimenta tan sobrio y refinado como usted». Mire, yo soy sobria de serie, que el fondo de armario de Sor Citroën al lado del mío parece diseñado por Ágatha Ruiz de la Prada; lo de refinada ya es otro tema. La verdad es que no me apetece emperifollarme, ni tampoco cambiar el lugar de la cena: quiero saber cómo sigue la historia de la llorona italiana de labios morcillones. Qué sinvivir.
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