Crucerista a la fuerza
vacaciones en el mar ·
O algo supuestamente divertido que no tendré más remedio que volver a hacerSecciones
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O algo supuestamente divertido que no tendré más remedio que volver a hacerLo vi venir. En el momento en el que mi querido señorito me llamó para preguntarme si conservaba el zurrón y el chaleco de cuando el heredero salió de pastor en la función navideña del colegio, me olí la tostada: si nadie lo remediaba, en ... agosto iban a mandarme a recorrer las cañadas reales conduciendo un rebaño de cabras. Acabáramos.
La culpa de todo la tiene una amiga. Examiga, mejor dicho: tras finalizar el pasado verano la aventura en La Temblorosa, la autocaravana con la que recorrimos buena parte de España y Portugal sin tener la más mínima noción de la vida nómada, la susodicha escribió en Twitter: «El año que viene podíais enviar a la Palo a hacer crónicas de pastora trashumante por la meseta». Y mi señorito leyó el tuit. Y le dio al 'me gusta'. Y lo guardó en su memoria esperando a que llegara el momento. Y el momento había llegado. Manda zurrones la cosa.
Desesperada, y al ver que iba a pasar una semana persiguiendo a Blanquita, Diana y Copo de Nieve cayado en mano, me adelanté a mi jefe con una maniobra arriesgada. «Oye, he pensado que este año estaría bien irme de crucero». Mi señorito torció el morro; no lo vi, pero lo intuí. «¿De crucero?», respondió. «Sí. Los odio con toda mi alma», me apresuré a decir. Y eso fue definitivo. Porque nunca van a mandarme a hacer algo que me guste. Y porque si Dios me ha puesto en este mundo para sufrir, mi señorito es su profeta.
Es cierto que no me gustan los cruceros. No llego al extremo de David Foster Wallace en 'Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer', que estuvo a punto de tirarse por la borda cuando le tocó cubrir uno por el Caribe, pero casi. No me gusta meterme en un sitio lleno de gente del que solo puedo salir nadando, no me gustan los espectáculos de variedades, no me gustan ni los bufés libres ni las cenas del capitán, no me gusta visitar las ciudades con el tiempo justo, no me gustan los bailes en grupo ni la animación sociocultural, no me gustan ni el aeróbic ni el aquagym. Y sé que no me gusta nada de eso porque ya he hecho dos rutas cruceriles, una por el Mediterráneo y otra por el Báltico. Que dirán ustedes que por qué hago cosas que aborrezco. Yo también querría saberlo. Y mi psicóloga.
Hicimos nuestro primer crucero hace veintidós años. Sin niños y con mucha ilusión, nos embarcamos tres parejas dispuestas a disfrutar de unas vacaciones en el mar en un ambiente elegante, sofisticado y cosmopolita. Pero ese barco no estaba cargado de sueños, sino de pesadillas: nos topamos con un plató de Telecinco de principios de los noventa, con espectáculos tan casposos que hubieran hecho palidecer a 'Noche de Fiesta', con un presentador que gritaba más que José Luis Moreno, con un camarote claustrofóbico y con un tío que por las mañanas daba clases de zumba a señoras con la cadera de titanio y que por la noche cantaba 'La mayonesa'. 'La mayonesa', repito. El protoreguetón.
Por eso, cuando tuve que hacer el segundo crucero me aseguré de que las bebidas fueran incluidas en el precio. El alcohol nunca es buena solución pero, a veces, es la única. Nada más poner un pie en el barco, cogí la carta de cócteles y me la bebí de la A a la Z, desde el Aperol Spritz hasta el Zama. El barman filipino se convirtió en mi nuevo mejor amigo. «¿Qué letras tocan hoy, señora?», me preguntaba. «La R, la S y la T, Jason, querido», y Jason me largaba, por riguroso orden alfabético, un Rob Roy, un Sex on the Beach y un Tequila Sunrise. Y en ese estado de embriaguez pude sobrevivir a tanta dicha marina.
El problema es que esta vez no puedo pasarme todo el crucero chispi. Tengo que escribir y, desafortunadamente, no me parezco a Hemingway, que me hinco dos cervezas y ya no sé dónde tengo las teclas. Pero, en tal de no ir arrastrándome por las cañadas reales, soy capaz de cualquier cosa: prefiero morir por sobredosis de ritmos latinos mezclados con daiquiris que ordeñar cabras y dormir en refugios de pastor. Al fin y al cabo, es un mal menor. Por otro lado,un crucero es la única forma de que mi santo, víctima inocente de mi señorito, deje de padecer: si en 2020 condujo por toda la costa del país para que servidora pudiera comprobar cómo se vivía la pandemia en los grandes núcleos turísticos, en 2021 tuvo que manejar La Temblorosa por el sur y el oeste de la Península Ibérica para saber qué era aquello de pasar las vacaciones en una autocaravana. Definitivamente, el pobre necesita un respiro. Y como no tiene el título de patrón de yate, es bastante improbable que acabe pilotando el barco. Está entusiasmado, el hombre. Al heredero, en cambio, le da igual: él ya ha decidido que no nos acompaña. Que ya está bien. Que eso de querer ser cronista a la tierna edad de cincuenta y dos años es mi problema. Que se queda en casa cuidando las plantas. Y que se acaba de meter el tío un interrail entre pecho y mochila y no puede con su alma, que también.
Al margen de mis gustos y mis disgustos, mi señorito, que es más listo que el hambre y que siempre tiene la antena puesta en cuanto a turismo nacional se refiere, ha aprobado la idea porque sabe que los cruceros se han convertido en una de las formas favoritas del respetable de pasar las vacaciones. A poco que busques en internet, además de encontrar miles de páginas donde te dan consejos, te informan sobre las últimas novedades y te dicen cuáles son los mejores destinos y los buques más modernos, también puedes leer las experiencias de cruceristas satisfechos, que repiten año tras año. Porque los aficionados a esta manera de viajar son muchos, muchísimos. Pueden visitar varias ciudades en poco tiempo, olvidarse de acarrear maletas de un lugar a otro y disfrutar de las múltiples opciones que encuentran a bordo, desde el spa hasta las piscinas con toboganes. Y hay un crucero para cada uno: para familias, para adultos, para el colectivo LGTBI o para singles; ya puestos, tiene que haber hasta para monjas. También los hay temáticos: a la hora del desayuno lo mismo te puedes encontrar con los pelos de Chewbacca en la tostada que con un apocalipsis zombi que con un grupo ochentero cantando por los A-ha mientras te acabas el zumo de naranja. Y, desde hace unos cuantos años, hay tanta variedad de ofertas que los cruceros son asequibles para casi todos los bolsillos. La democratización de la felicidad al cuadrado.
Así que decidido: nos vamos de crucero. Uno tranquilito por el Mediterráneo, nada de atravesar Alaska ni cosas por el estilo, que una no está ni para correr aventuras ni para chocarse contra un iceberg; prefiero una cosa sosegada, de señora mayor que lee novelas en una tumbona de popa y se toma un cóctel viendo atardecer. Esa sería mi felicidad, pero no al cuadrado, sino elevada a la enésima potencia. A ver si, entre tantas escalas, lo consigo: saldremos desde Valencia y visitaremos Marsella, Savona, Roma, Nápoles e Ibiza. Y yo, como socióloga de campo (o de barco, en este caso) les iré contando nuestras aventuras por tierra y mar. Que los vientos y los dioses nos sean propicios.
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