Cuando zarpa el amor
vacaciones en el mar ·
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vacaciones en el mar ·
Antes de comenzar la travesía, dar una vuelta de reconocimiento por el barco requiere Google MapsNo es tan diferente esto de subir a un barco de lo de pastorear borregos. Solo que, en este caso, los borregos somos nosotros. Porque eso es lo que parecemos, un rebaño de ovejas vestidas del Decathlon. Ni un poco de glamour, empezando por servidora, ... que está en pie desde la seis de la mañana para llegar a tiempo a Valencia y lleva la misma cara que si la condujeran al matadero. Despistados como vamos, nos dejamos manejar por unos pastores jóvenes y uniformados que nos guían en la terminal de cruceros: que si por aquí las maletas, que si por allá los pasajeros, que si ahora suban las escaleras y vayan a la derecha, que si una foto, que si otra foto. Y todos obedecemos, mansos, dejando nuestros destinos en sus manos.
Hay muchas familias. Y cuando digo muchas, es que son muchas. Esto es una Nochebuena en bañador: el matrimonio, los niños, los abuelos. Nosotros también viajamos en familia. De acogida, vale, pero familia al fin y al cabo. Porque hemos venido acompañados por las dos parejas con las que hicimos nuestro primer crucero: Marga y Paco, que vienen desde Elche, y Ana y Carlos, que nos acompañan desde Cartagena. Marga es como la hermana que nunca tuve; Ana es como la madre que sí tuve pero que, desafortunadamente, nos dejó demasiado pronto. Con ellos hemos viajado siempre hasta que mis señoritos empezaron a mandarme de enviada especial por esos mundos. Y, en cuanto se enteraron de que este año tocaba crucero por el Mediterráneo, se apuntaron. «Hija, así recordamos el que hicimos hace veintidós años», me dijeron entusiasmados. Porque ellos sí bailaron 'La mayonesa'.
Yo no las tengo todas conmigo: si de normal soy un tanto insoportable, trabajando no hay quien me hable. Que se lo digan a mi santo, que tras dos periplos veraniegos ya ha entrado en la categoría de mártir. Pero me dicen que no me preocupe. Que ya me conocen. Que están acostumbrados a mi mal humor, a mis silencios y a mi morro hasta el suelo, con o sin curro de por medio. Que me encierre en el camarote a escribir, que ellos se llevan a mi santo a tomárselas y a patear ciudades. Y que ya me lo contarán a la vuelta.
Mientras yo maldigo mi suerte porque cronista nací, un tipo controla las maletas que pasan por el escáner. Está tirado en la silla, aburrido, deseando encontrar entre la ropa interior una pistola, o un hacha, o un Satisfyer, qué sé yo, algo que contar al llegar a casa. Aparece un grupo de cincuentones vestidos con la misma camisa hawaiana abierta hasta la barriga, un par de niños pequeños berrean y un tipo da las últimas instrucciones a sus subordinados a grito pelado por el móvil. Empiezo a fibrilar.
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Llegamos al barco. Es enorme. Grandísimo. Una mole de 17 cubiertas y 2.663 camarotes. En plena ocupación viajan a bordo 5.322 pasajeros y 1.678 miembros de la tripulación; 7.000 almas, si no me fallan las cuentas y si internet no me miente. Es como si toda la población de Blanca (Murcia) viviera allí dentro. Alucinados ante las proporciones, cruzamos la pasarela para penetrar en las entrañas de la bestia. Otra foto, y yo sin maquillar. Espero que, en caso de naufragar, nunca encuentren la caja negra del barco y me vean con esta pinta.
Al pie de los ascensores, una chica nos informa de lo que hemos de hacer. Con un tono de profesora de preescolar donde se mezclan la paciencia y el hartazgo, nos dice que subamos al camarote, que comamos rápido y que antes de las dos estemos en el Colosseo (como si alguien supiera qué es eso) con los chalecos salvavidas para hacer los ejercicios de salvamento. Oiga, perdone, pero no entiendo tanta prisa. ¿No hemos venido aquí a relajarnos?
Y, entonces, buscando nuestros camarotes, me da el primer parraque: el barco es bonito. Un bonito popular, no exquisito, de acuerdo, pero bonito. Me entra el canguelo: yo le había vendido a mis señoritos la horterada, los decorados desechados de Cinecittà, la escalera central con cristales de strass desde las que parecía que iban a bajar las Mama Chicho en cualquier momento, las lámparas estilo remordimiento, los dorados cegadores, las reproducciones en cartón piedra de esculturas de Miguel Ángel. Pero el Costa Toscana no es así: hasta Foster Wallace aprobaría este barco. Encima, es gigantesco. Es una ciudad. Un centro comercial con tiendas a troche y moche, pero no de Pepi Modas, sino de Gucci, Louis Vuitton y Chanel. En un primer vistazo me encuentro con un bar de Aperol, otro de Campari y hasta una cafetería con muebles de Kartell. El diseño italiano le ha ganado al mamachichismo.
El segundo parraque llega cuando entramos en el camarote. Moderno y cómodo, tiene hasta un balconcito que está destinado a ser mi oficina. ¿De qué me voy a quejar ahora? Vale, del aire acondicionado, que no hay forma de apagarlo. Pero no creo que sea protesta suficiente. Espero con todas mis fuerzas que la tripulación sea insoportable, que la comida resulte espantosa y que los espectáculos estén a cargo de un grupo de jubilados napolitanos aficionados a la comedia del arte. Lo que sea en tal de no darle el gusto a mi señorito.
Claro, que siempre podré refunfuñar por las veces que me voy a perder: tras colocar la ropa en el armario, nos disponemos a buscar una cubierta donde fumarnos un cigarrillo y tomarnos la primera cerveza. Paseo para arriba, paseo para abajo. Pues no hay manera: ya llevamos los 10.000 pasos de rigor y seguimos perdidos. Y no somos los únicos: los pasajeros deambulan por el barco con cara de asombro, sin saber adónde ir. También aquí necesitamos un pastor que nos guíe. O Google Maps.
No sé ni como, aparecemos en el salón donde se sirve el bufé. Huele a comedor escolar, pero nos da igual. Somos hienas: todos nos hemos levantado temprano, todos tenemos hambre. Pido la comida en italiano inventado; parezco Joaquín el del Betis cuando jugaba en la Fiorentina. Hecho el ridículo, me doy cuenta de que la tripulación chapurrea español, además de italiano, inglés, francés y alemán. Un panaché de idiomas, como los ciclistas. El esperanto se inventó en un crucero.
Vamos al Colosseo. Es el corazón del barco, una plaza central abierta a tres cubiertas. Allí es donde nos reúnen a todos para explicarnos la vida a bordo y las medidas de seguridad. Escuchamos con toda la atención que nos permite el daiquiri de fresa que nos estamos tomando, volvemos al camarote, nos tumbamos un rato y mi santo se duerme con el chaleco salvavidas puesto, que hombre prevenido vale por dos y que él todavía no ha superado lo del Titanic. Mientras, yo veo la televisión. Hay un canal italiano de teletienda. La drogaína. Entre el sueño y el cansancio, creo que me he comprado un colchón. En mi defensa diré que estaba al setenta y cinco por ciento de descuento.
Al fin, zarpamos. ¿Se mueve el barco o me muevo yo por culpa del daiquiri? ¿Y de verdad he comprado un colchón? Pues empezamos bien: medio piripi y gastando dinero. Y aún estamos saliendo de Valencia.
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