La ciudad de los papas
Vacaciones en el mar ·
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Vacaciones en el mar ·
Ir de crucero te permite empezar el día acogiéndote a sagrado en Savona y llegar a la noche escuchando a Tina TurnerEn un crucero, lo primero que haces al pisar tierra firme es mirar el móvil. Sin conexión con el mundo exterior, en alta mar el barco es una burbuja que te aísla de todo lo gris, y lo feo, y lo obligado, y lo aburrido ... por cotidiano. Es una fisura espacio-temporal donde comes y bebes hasta hartarte, donde todo está programado para tu descanso y tu diversión, donde el servilismo disfrazado de amabilidad que muestra la tripulación te hace sentirte como un lord inglés. No es extraño que el respetable se deje absorber, alegremente, por ese agujero negro.
Yo también me abandono a la fantasía de estar en un lugar donde nada malo puede suceder. Será por eso por lo que, cada vez que miro el teléfono al hacer escala, lo hago un tanto temerosa, aguardando una bofetada de realidad. Pero no, no hay guantazo alguno: el heredero está bien, el curro está bien, la familia está bien. Todo está bien. Yo estoy bien.
El único peligro actual es morir atropellada por el barco: el coloso atraca en el mismo corazón de Savona, tanto que la quilla parece que vaya a llevarse por delante a los turistas que contemplan la estatua del pescador instalada en el puerto, o a incrustarse contra uno de los símbolos de la ciudad, la torre León Pancaldo, el marino que acompañó a Magallanes en sus travesías.
Bajamos al centro andando. Al igual que en Marsella, el calor sigue siendo insoportable. De repente, y como un oasis, aparece la iglesia de San Andrés. Ante la constante persecución del sol, nos acogemos a sagrado. O al fresco: si sus pinturas del XVIII son un refugio para el espíritu, sus muros son un refugio para el cuerpo. Allí permanecemos durante un rato, protegiéndonos de las calles ardientes.
Salimos al espacio exterior y volvemos a sudar hasta la deshidratación. Afortunadamente, encontramos otra iglesia en la que pedir asilo climático. Esta vez es la Capilla Sixtina, llamada como la de Roma porque la mandó construir el mismo papa Sixto IV, originario de Savona. El guía, con aspecto de funcionario de correos retirado, nos cuenta en un español correcto pero poco fluido que Savona es conocida como la ciudad de los papas porque aquí también nació Julio II. Es oír su nombre y ver al papa con la cara y la apostura de Rex Harrison en 'El tormento y el éxtasis' preguntándole a Miguel Ángel cuándo va a acabar, y ver a Miguel Ángel, con el cuerpazo de Charlton Heston, contestándole que acabará cuando termine. En la historia del arte, cada una tiene sus fuentes.
Pasamos a la catedral contigua. Veo cómo un hombre se acerca a una de las capillas laterales. Con aspecto desaliñado, los pantalones cortados a la altura de las rodillas dejan al descubierto unas pantorrillas oscuras y llenas de cicatrices. De la riñonera que lleva a la cintura saca un bolígrafo y escribe algo en un libro que hay sobre la balaustrada de mármol. Tarda mucho tiempo, tanto que aprovecho para curiosear a su alrededor. En un pequeño cartel leo que la capilla está dedicada a Nuestra Señora de la Columna. Vaya. Eso debe de ser una señal. Añade el cartel que, en el libro puesto a disposición de los fieles, podemos dejarle mensajes pidiéndole su ayuda y agradeciéndole sus favores. Me pregunto si el hombre de la riñonera, al que parece que no le ha ido demasiado bien en la vida, también fue columnista. Por si mi futuro es como el suyo, le dejo unas palabras a la Virgen encomendándole estos artículos.
A la salida de la catedral, un grupo de murcianos nos pregunta si merece la pena entrar a verla, o es mejor volver al barco. «Con este calor no se puede visitar ná», dicen. Y llevan razón. Pero si te quedas sofocando el calor en una de las piscinas del crucero, te pierdes una ciudad pequeña y coqueta, de callejuelas angostas, ropa tendida y fachadas tan similares a las de Marsella que solo se distinguen por el color de contraventanas: si allí son azul pastel, aquí son verde manzana.
Los bares también son un buen refugio contra el calor. Un refugio pagano, eso sí, pero nuestro cupo de religiosidad diaria ya está cubierto, y el de alcohol no. Pedimos unas cañas y le preguntamos al dueño del local si hay algún lugar cerca donde comer. Alessandro, se llama. Dice que nos va a llevar al restaurante de un amigo suyo, y nos acompaña hasta allí mientras charlamos. «Tu ciudad es encantadora», le digo. «Sí. Pero aquí no hay nada, ni trabajo ni mujeres guapas». El tío, calvo por delante y melenudo por detrás, barrigudo y bajito, piensa que las tías no están a su altura. Siempre me ha fascinado ese pensamiento mágico que lleva a un hombre más feo que el pecado a creer que tendría que ser correspondido por una mujer atractiva.
Comemos un menú del día, económico y correcto. En una de las callejuelas que desembocan en la plaza del restaurante, un tipo sentado a la sombra de un bar cercano pega tragos a un vaso que contiene un líquido blancuzco. Gordo, sesentón y en camiseta interior, reparamos en él porque habla a tal volumen que es imposible no verlo. Manotea mucho y ríe más. Está sobreactuado; interpreta un personaje para un pequeño grupo de espectadores que está en la acera de enfrente y para una pareja de españoles que lo contempla desde la mesa del restaurante al que los ha llevado Alessandro. «¡Basta, basta!», le dice una mujer que cruza la calle estrechísima para echarle agua con un pulverizador. Hay jaleo, y jolgorio, y carcajadas. Todo es tan italiano que parece una representación en nuestro honor. Consuela pensar que las tiendas de Apple, los Starbucks y los centros comerciales están construidos sobre los cimientos de la anarquía, la fiesta y la teatralidad mediterráneas. Y aparecen a poco que excaves.
De vuelta al barco, unos operarios repasan la zona del ancla. A bordo de una lancha diminuta y con un rodillo de mango larguísimo, telescópico, la enlucen hasta dejarla inmaculada. Como el crucero en el que padeció Foster Wallace, nuestro barco también estaba «tan limpio y blanco que parecía que lo hubieran hervido».
Vacaciones en el mar
Rosa Palo
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El barco es un autobús gigante. Atracar a pie de calle permite que unos suban y otros bajen. Nosotros vamos al Colosseo a tomar nuestra ración diaria de fruta en forma de daiquiri de fresa y a ver actuar a la banda del crucero. Buscando sitio, le pregunto a un hombre si están ocupadas las dos butacas que hay junto a él. «Sí, son para mi mujer y mi hija, que les estoy guardando sitio». Es el mismo abuelo al que el heteromatriarcado manda a clavar la sombrilla en primera línea de playa a las siete de la mañana. Las costumbres, salvo ligeras variaciones, son las mismas en el mar que en la tierra.
La cantante interpreta un tema de Tina Turner. Una adolescente saca el móvil y abre Shazam para ver qué canción es. Se trata de 'The Best'. Me dan ganas de pegarle un pescozón al padre por darle una educación musical tan deficiente a su hija. Nos retiramos pronto. Mañana toca Roma, la única ciudad del mundo donde podrían encontrarme si alguna vez desaparezco. Mejor no: no me busquen.
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