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Vacaciones en el mar ·
O cómo el disfrute del barco se convierte en una pesadilla en alta marMe han tomado el pelo. Me siento estafada, engañada, timada: en la web del crucero prometían una semana de descanso y relajación pero, tras seis días a bordo, aún no me he tumbado a tomar el sol en cubierta ni una sola vez. ¡Pero qué ... pasa, pero qué invento es esto!
También es verdad que no he tenido tiempo: entre visitar ciudades y atender a mis deberes como cronista vacacional, se me ha pasado el crucero casi sin disfrutar del barco. En cambio, los pasajeros lo exprimen como un limón: empiezan a torrefactarse en cubierta a las 8 de la mañana y llegan a la noche viviendo entre cócteles de colorines, baños en las piscinas, masajes, música en directo y placeres varios. Pero hoy, día de navegación, voy a poner remedio: ya que no hay escala entre Nápoles e Ibiza, estoy dispuesta a sacarle el jugo a este viaje. Armada con un rotulador fosforito, echo mano del tríptico que enumera las actividades que se ofrecen a bordo y subrayo todo lo que me interesa. El resultado es la agenda de una ministra del ramo. Detallo a continuación:
Una chica argentina simpatiquísima nos hace el recorrido: piscina de agua fría, de agua caliente, ducha, sauna seca, sauna húmeda, tratamientos faciales y corporales, zona de relax y masajes. Todo es sereno, aséptico, blanquísimo, tan blanco como la habitación que nos muestra a continuación: sí, este crucero es una fantasía y hay un cuarto con nieve en el suelo, en el techo y en las paredes. «Podés permanecer como máximo cinco minutos», nos dice la piba, como si alguien en su sano juicio fuera capaz de entrar ahí por propia voluntad. Y pagando, encima. La única utilidad que le encuentro a este congelador gigante es encerrar en él a los cantantes que competirán esta noche contra Ana en la semifinal de 'The Voice of the Sea'. Lo que sea, con tal de ganar.
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Rosa Palo
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La chica nos da una lista con los precios de los tratamientos. Con lo que vale un masaje relajante se podría pagar la deuda externa de Nigeria. Mintiendo descaradamente, le prometo volver por la tarde a hacerme una sesión de radiofrecuencia.
'Adelgazar sin renunciar al placer de comer'. Vaya 'clickbait'. Eso sí que es saber vender el producto, amigos. Y claro, pico: tengo tantas ganas de librarme del doctor Mengele que, aun sabiendo que es imposible adelgazar sin dejar de trasegar cervezas y cacahuetes, me apunto al seminario con mi santo.
Nos recibe un negrazo altísimo, guapísimo y fornidísimo. El tipo es de Isla Mauricio, que no sé ni dónde está, y solo habla inglés. La primera en la frente: a ver cómo le explico yo a este dios de ébano que quiero perder cuatro kilos. Pues, oye, nos entendemos divinamente: se ve que la necesidad de adelgazar es un idioma universal.
Lo peor está por llegar: «Pésate», me dice. Así, a las bravas. Este tío no tiene caridad. «Tú primero, anda», le digo a mi santo. Y se pesa. El muy insolidario no ha engordado ni un gramo. Después, temerosa, me peso yo. Y hasta aquí puedo escribir, porque no voy a confesar la cifra ni aunque me metan cerillas encendidas debajo de las uñas, que eso queda entre el negrazo y mi conciencia. Total, al lío: el secreto del seminario es que nos intenta colocar unas pastillas «a base de hierbas milagrosas y adelgazantes». 105 euros valen las píldoras. Mira, querido: la única hierba milagrosa y adelgazante que conozco es la rúcula sin aliñar.
En uno de los salones nos reunimos un grupo de individuos cuyo único punto en común es tener dos pies izquierdos. Una pareja juncal y vivaracha pretende enseñarnos a bailar chachachá. Mi santo me acompaña pero, al segundo paso, se queja de la pierna: arrastra una lesión durante todo el viaje y dice que le molesta al girar. Sinceramente, creo que exagera el dolor para dejarme sola haciendo el ridículo. La chica nos indica los pasos. Es mucho más difícil de lo que parece: ella lo hace con una elegancia extraordinaria, como si no costara trabajo; yo soy una morsa fuera del agua. Deprimida, decido que lo mío es el baile aleatorio.
Sortean un reloj en una de las tiendas de lujo. Tienes que adivinar el precio, así que Ana, Marga y yo, que no conocemos la marca, tiramos por lo alto. Ni nos acercamos. «¡Ay, mi amor! ¡Pues sí que compra usted barato!», me dice un dependiente clavadito a Boris Izaguirre. La ganadora es una francesa que muestra el mismo entusiasmo que yo frente a un plato de verduras hervidas. Tampoco es extraño: el premio no es ese reloj carísimo, sino un estuche que contiene un bolígrafo, unas gafas de sol y otro reloj con pinta de haberlo comprado al por mayor en un bazar.
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Rosa Palo
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A servidora no le gana nadie a reconocer títulos de canciones. Es la única habilidad que tengo, así que nos vamos a participar en un juego musical para demostrar mis conocimientos y dejar epatado al pasaje. Pero la epatada soy yo: se trata de música clásica. Acabáramos. No acierto ni una. En mi defensa diré que no sé quién es capaz de reconocer una melodía china. Solo los chinos, obviamente, que celebran la victoria como si hubieran conquistado Nepal.
La gente baila en la cubierta de popa con los chicos de animación. Cuando hace calor ya no hay pudor: las señoras se menean en bañador y los tíos van con el mondongo al aire. Todos intentan seguir la intrincadísima coreografía reguetonera marcada por los animadores. La música es tan terrible que empiezo a añorar 'La mayonesa'.
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Un señor blancuzco y poco cocido, sin camiseta y con pinta de contable de vacaciones, se entrega al baile. Hace palmas, gira a la derecha, gira a la izquierda, menea el bullarengue, se levanta, se agacha, mueve la pierna, mueve el pie, mueve la tibia y el peroné. Y todo lo hace a destiempo. Es angustioso verlo, un cruel espectáculo de la naturaleza, una gallina descabezada que agoniza entre estertores. Desde la mesa, sus dos hijos adolescentes lo miran intentando taparse la cara con el flequillo. Reconozco esa mirada: es la de la vergüenza, la misma que me lanza el heredero cuando bailo poseída por el ritmo ragatanga. Pero el contable se siente libre. Lleva un bailarín dentro al que no ha dejado salir en cuarenta y cinco años. Y, al fin, aflora. Y es feliz.
Damos una vuelta por el barco con la intención de bañarnos y tumbarnos al sol con un libro en una mano y un daiquiri en la otra. Imposible: en las piscinas no cabe ni un alfiler, todas las tumbonas están ocupadas y las colas para pedir una copa son interminables. Vencida, me voy al camarote a descansar un poco antes de comer, que aún quedan las actividades de la tarde, la cena de gala y la semifinal del karaoke de 'The Voice of the Sea'. Qué dura es la vida crucerista.
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