Casino Royale
VACACIONES EN EL MAR ·
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De ruletas, chinos millonarios, heteropatriarcados opresores y señoras que apuestan al 13De acuerdo. Renegué lo que no estaba escrito (hasta que yo lo escribí, vale) de la autocaravana. Pero, al menos, era dueña de mis actos, de mi destino y de mi vida. Aquí no. Aquí te dejas llevar por una sucesión de catastróficas desdichas disfrazadas ... de buenos ratos y momentos inolvidables hasta que, al final, la palmas. Porque voy a morir en un crucero. Pero, antes, voy a contarlo.
No iba a salir y me lie. Es el nombre de la autobiografía de Chimo Bayo, y también será mi epitafio. Lo que más ilusión me hacía de esta travesía era regresar a Roma. Mi santo siempre quiere volver a Mugardos y no es gallego, así que yo tengo el mismo derecho a volver a Roma sin ser italiana. Por eso me preparé a conciencia. He repasado 'Historias de Roma', el libro de Enric González que me sirvió para orientarme en uno de mis primeros viajes; he leído y señalado el delicioso 'Roma desordenada: la ciudad y lo demás' de Juan Claudio de Ramón; he buscado información en internet, he desempolvado una vieja guía en papel de la ciudad y he tenido la osadía de llamar a Pedro Cano, pintor de Blanca para el mundo y para la historia que conoce la ciudad como nadie y que ha sido tan generoso de darme una lista de lugares fabulosos que visitar. Y son las tres de la mañana, y solo quedan unas pocas horas para llegar a Roma, y yo estoy yéndome a pique. La resaca de mañana será terrible.
Todo empezó cuando Marga me contó que la noche anterior había estado jugando en el casino y había ganado. Porque hay un casino a bordo, claro. Yo no fui porque estaba de servicio: como cronista de raza que soy, me había quedado en mi camarote escribiendo mis impresiones sobre Marsella. Pero Marga, a la que le gusta más el repiqueteo de la bola girando en la ruleta que a mí el del vodka cayendo en un vaso, me dijo que tenía que acompañarla. Que si me iba a venir fenomenal para los artículos. Que si el periodismo de investigación. Que si la flora y la fauna. Y que si ya me había olvidado de Bárbara Rey jugando en el Doblemar Casino de La Manga. Vaya, qué lista es la tía: Marga me conoce desde los diecisiete años, y siempre sabe qué tecla tocar para que yo reaccione. Nombrarme a una de mis ídolas fue definitivo para convencerme.
Llegamos al casino. Desolada, compruebo que las tragaperras ya no son lo que eran: ahora todo es digital, todo se juega con la tarjeta del crucero. Ya no te dan esos cacharros enormes en los que recoger los 'token' que, al salir, hacen ese sonido delicioso que indica que has vencido a la máquina. El dinero es invisible, no se ve ni el que pierdes ni el que ganas.
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Rosa Palo
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Por eso jugamos a la ruleta: ahí, los euros de la tarjeta se convierten en fichas. Son algo tangible, sólido, aunque se volatilicen en muy poco tiempo una vez puestos sobre el tapete. Intentamos ir a la mesa en la que Marga había ganado la noche anterior. Imposible: dos pavos españoles están jugándose la extra de verano, perdiendo como si no hubiera un mañana, poniendo unas montañas de fichas que no las hubiera escalado ni Edurne Pasaban. Las pocas señoras de la mesa, sometidas bajo el poderío económico heteropatriarcal, apenas se atreven a apostar una ficha. Irene Montero, haz algo ya. La opresión ruletera también existe.
Encontramos una mesa donde no juega nadie. Nuestros santos permanecen en la retaguardia; Ana, Marga y yo tomamos asiento, nos repartimos veinte euros que nos quedan de un fondo común y los apostamos. La cara del croupier es un poema ante tamaño derroche. A pesar de que nuestro juego es ciertamente conservador y poco arriesgado, la pasta nos dura un caramelo. Ludópata sin remedio, cambio treinta euros mientras pienso en cuánto me estoy jugando por cada ficha: unas cien palabras, dos signos de interrogación y unas comillas españolas, que la ortotipografía cotiza al alza.
Y estaba yo tan tranquila perdiendo cuando llegó un chino. Y el chino comenzó a apostar a lo loco y a lo grande, y a chulearse, y a ganar. Él con sus fichas grandes y brillantes, yo con mis fichas descoloridas de dos euros. Ministra, no te lo digo más: el casino también tiene techo de cristal. Al menos, para las mujeres españolas: tuvo que entrar a jugar una israelí joven, con pinta de haber acabado recientemente el servicio militar obligatorio en su país, para cepillarse al chino cudeiro. Llegó, apostó y venció. El chino, humillado, abandonó la mesa, y Marga, animada por la derrota del machismo gracias a la sororidad internacional, me susurró: «Apuesta al trece, tía, que tengo una corazonada». Y con un «¡Por Bárbara!» me lo jugué todo al trece. Y gané.
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Cambié las fichas, metí mis euros contantes y sonantes en mi diminuto bolso de noche (pocos eran, pero había conseguido recuperar lo invertido y ganar algo más) y me dirigí hacia mi camarote. Pero un barco es una trampa mortal: para llegar a cualquier sitio, necesariamente tienes que atravesar un lugar donde hay música y alcohol. Y pasé por una sala donde la gente bailaba metida en un foso. Y la gente parecía feliz, y mis amigos estaban felices, y yo estaba feliz porque había ganado. Y sonaba música disco de los 70. Y me tiré al foso. Y me acerqué a la barra para pedir una ración de fruta, cuando ya llevaba en el cuerpo las cinco diarias de rigor. Y ahí supe que aquello no tenía marcha atrás, que tendría que cruzar el Rubicón. Y entonces vi al filipino animador. Y el filipino animador me agarró por la cintura y me dio vueltas como una peonza. Y volví a la barra y me pedí otra ración de fruta. Y seguí bailando, intentando imitar el movimiento hipnótico del filipino animador. Y me lie. Y el DJ dijo en cuatro idiomas que iba a pinchar la última canción. Y yo protesté por el fin de la fiesta y le pedí a gritos que pusiera 'Música para cerrar las discotecas', de Doble Pletina. Y el DJ no me hizo ni caso. Y, mientras se encendían las luces, mi santo me cogió del brazo con suavidad y me condujo hasta el camarote. Y llegué a la cama tambaleándome, convencida de que mi pérdida de equilibrio era debida a una hipervitaminosis producida por el exceso de ingesta de fresas en los daiquiris. Y me acosté pensando en que no solo tenía un problema con el juego, sino también con la fruta.
Pero aquí sigo, sin poder conciliar el sueño, así que me he puesto a escribir. Mañana llegamos a Civitavecchia, el puerto cercano a Roma donde atracan los cruceros. Está a unos ochenta y tantos kilómetros de la ciudad, por lo que he de levantarme a las siete para coger un primer autobús que nos lleve a una terminal, y allí tomar un segundo autobús que nos dejará junto al Coliseo; un par de horas de trayecto, entre unas cosas y otras. Me esperan una ciudad soñada siempre y vivida a ratos, cuarenta grados a la sombra y una resaca tan imperial como el Arco de Constantino. Mientras golpeo las teclas, calculo cuántas fichas pueden darme por esta columna.
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