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Las actuaciones de los cruceros se deshacen de su sabor rancio y sus presentadores caspososLos ricos eligen el aire que respiran y la luz que les alumbra. Gracias a sus jets privados, se levantan en Londres envueltos por la bruma, comen en París bajo un cielo aborregado y cenan en Milán contemplando la noche estrellada. Un crucero es lo ... más parecido a esa vida inalcanzable: hemos respirado el aire caliente de Roma hasta media tarde, ahora nos llega la ligerísima brisa salada de alta mar y mañana nos llenaremos los pulmones de aromas napolitanos. A falta de jet, bueno es un barco.
En el interior, en cambio, el aire es siempre el mismo: helado. Aquí se pasan las medidas de ahorro energético por la popa. Y se nota: las señoras se quitan el pareo de la cintura y se lo echan por los hombros para ir de un sitio a otro, excepto cuando acuden al Colosseo, que se emperifollan como si fueran a ver una representación de 'Tosca' en el Teatro Real.
Buscando mi dosis diaria de fruta y verdura, allí es donde acabo. En el Colosseo, digo. Al margen de las emperifolladas que confunden la ópera con la magnesia, los estilismos del público son variados: la cosa oscila entre lo que te pones para ir a comprar el pan, lo que te colocas para visitar a tus suegros y lo que te gustaría llevar si te invitaran a los Goya. Paco, con la autoridad que le confiere llevar un Aperol Spritz en el cuerpo y otro en la mano, dice que habría que llamar a la policía de la moda. No me siento capaz de hacerlo: mi prenda estrella del verano son unos vaqueros cortos y anchos y, por lo visto, no me sientan muy bien. Hay varias peticiones en change.org para que me los quite y los queme en una plaza pública.
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Rosa Palo
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Buscando sitio en el Colosseo nos cruzamos con dos parejas malagueñas que creen estar navegando en el 'Pacha III' con Carolina de Mónaco: ellos, tan de mocasines destalonados y pelos engominados en una reinterpretación de Mario Conde; ellas, tan clónicas en sus melenas lisas, tan 'navy chic', tan de bikini de Eres y alpargatas de Castañer, tan de seguir a las hermanas Finat y a María Pombo en Instagram, tan de colgar fotos con sus niños con comentarios tipo «Haciendo mi mejor trabajo: ser madre» y tan de creerse influencers porque una compañera de Bikram Yoga les ha regalado una camiseta pintada a mano a cambio de que la mencionen en sus 'stories'. Marga y yo discutimos acerca de si el Vuitton que cuelga del hombro de una de las clónicas es original o copia. Debatimos tamaño asunto por el mero placer de hacerlo: ninguna de las dos hemos visto un Vuitton de cerca.
Vuelve a actuar la banda del crucero: guitarra, bajo, batería, teclado y dos cantantes, hombre y mujer. Trabajan desde las melódicas italianas hasta los grandes clásicos del pop rock, esos que hacen que los de vista cansada nos meneemos en nuestro asiento y tarareemos las canciones en un intento vano de reverdecer laureles, de sentirnos (un poco, todavía) jóvenes, a pesar de que sabemos que nuestro tiempo ya ha pasado. Encuentro las palabras justas en un poema de Karmelo C. Iribarren que leo en el muro de Facebook de un amigo: «Se han llevado / la música a otra calle, / pero sigues escuchándola. // Y eso es casi lo peor».
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Rosa Palo
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De joven, cuando la música aún sonaba en mi calle y la estupidez era tan atrevida que no dudaba en ponerla de manifiesto a la menor oportunidad, pensaba que los que se dedicaban a estos menesteres de alegrar a los demás en verbenas y cruceros vivían en el fracaso porque no salían en la televisión ni pinchaban sus temas en la radio. Ahora, igual de estúpida pero más placeada, los envidio: qué mayor éxito que dedicarte a hacer lo que te gusta. Será por eso por lo que la banda actúa con la misma entrega que si estuviera en el Madison Square Garden: el cantante, con unas mechas puestas en un vano empeño de revivir una niñez de rubio natural, se entrega hasta la última nota; el teclista se nachocaniza exagerando los movimientos hasta el paroxismo. Es difícil disfrutar por contrato. Pero, si no lo hacen, al menos lo parece. Por eso lo canto todo y lo aplaudo más. Y prometo que, en esta ocasión, la culpa de mi entusiasmo no la tiene el negroni: lo han puesto tan cargado de ginebra que lo abandono al tercer trago. Es la primera vez en mi vida que dejo una copa.
Terminada la actuación del grupo, comienza otro espectáculo. Magnánima, permanezco en el Colosseo para darle una segundad oportunidad al camarero que me ha preparado el negroni, pero podría ir a cualquier otro lugar del barco a disfrutar de un homenaje a Michael Jackson, pararme a escuchar a una violinista, a un saxofonista o a un dúo country o ponerme a bailar con un grupo de DJ que anima al personal. Las posibilidades son infinitas: incluso puedes tirarte por la borda.
El montaje del segundo espectáculo en el Colosseo es extraordinario: una enorme pantalla de leds con imágenes burbujeantes sirve de decorado a acróbatas y bailarines que, enfundados en un vestuario que pretende ser apocalíptico pero que se parece más al de Lara Álvarez en 'Supervivientes', nos transmiten la importancia del cuidado del medio ambiente. En un crucero. Manda huevos. Como los tipos del jet. Pero la corrección política he llegado para quedarse, y uno sale de aquí sintiéndose mejor, más ecológico, en plena armonía con la Madre Tierra y el Padre Mar.
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Estas actuaciones no tienen nada que ver con las de la última travesía. La del Báltico, sí. Una animadora pizpireta ha borrado de la carta náutica a aquel presentador rancio que, teñido en un tono Violín Stradivarius, invitaba a las parejas del público a salir al escenario. A él lo colocaba en una silla y le ponía un globo hinchado sobre las rodillas, a ella le pedía que se sentara sobre el globo hasta explotarlo. Mientras, el presentador rancio hacía chistes verdes en cuatro idiomas, algo bastante meritorio, y el respetable se retorcía de la risa.
En aquel viaje también hubo un concurso de misses: en la más pura tradición de las 'velinas' (no es casual que Berlusconi comenzara como cantante de cruceros), las chicas guapas de la tripulación y alguna que otra incauta que había sido captada entre el pasaje desfilaban en traje de noche y en bañador mientras el presentador rancio decía cosas como «Sei bellissima» o «Hai un fisico stupendo». Yo miraba horrorizada, dudando entre montar un motín feminista o emborracharme para poder soportar aquello. Huelga decir que me dirigí a Jason y solo tuve que susurrarle «D, E, F» por encima de la barra para que me diera mi ración diaria de cócteles por orden alfabético.
Hoy, la cosa ha cambiado. Afortunadamente. Pero, a veces, echo de menos a Lussón y Codeso, a Tania Doris y Luis Cuenca, a Juanito Navarro y Doña Croqueta, a La Maña y a toda la tradición del cabaret, la revista y el teatro de variedades. En un modesto pero sentido homenaje, me he calado el gorro hasta las orejas y me he puesto a imitar a Lina Morgan. «¡Ay, cómo se estropean los cuerpos!», le he soltado a la señora que estaba sentada a mi lado. Por la mirada que me ha echado, deduzco que no le ha hecho gracia. Será sosa, la tía.
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