Ibiza, la invasión de los ultracuerpos
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De una isla que vuelve a ser la que era, de reencuentros inesperados y de la final de 'The Voice of the Sea'Secciones
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De una isla que vuelve a ser la que era, de reencuentros inesperados y de la final de 'The Voice of the Sea'Anoche me fui a la cama con una jaqueca terrible. Antes de acostarme, y previendo la posibilidad de que el dolor continuara esta mañana, encargué por teléfono el desayuno en el camarote. Incapaz de hacer una frase completa en una lengua que no fuera la ... española, utilicé tres idiomas distintos: «Due orange juices, burro, jam and due caffè, per favore. Merci beaucoup». Políglota que es una. Y burra, como la mantequilla.
Más o menos han acertado con el desayuno. Necesitamos fuerzas para enfrentarnos a lo que nos espera: la visita a Ibiza y la final de 'The Voice of the Sea'. Va a ser un día muy largo.
Estuvimos en la isla no hace tanto tiempo: mi querido señorito ya me mandó de enviada especial en el verano de 2020 para dar debida cuenta de cómo el coronavirus afectaba al turismo. En aquella ocasión nos encontramos con una Ibiza que no era Ibiza: no había desfase, ni fiestas interminables, ni playas atestadas, ni guiris abrevando por las calles, ni famosos de medio pelo. Era una Ibiza payesa, recuperada por sus habitantes. Todo era lento, tranquilo, de pa amb tomàquet, paseos al caer la tarde y calas paradisíacas azules y solitarias. Pero eso no es lo que veremos hoy.
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Rosa Palo
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El autobús que tomamos en el puerto para llegar al centro ya es una advertencia. Abarrotado, acabo aplastada contra la ventanilla. El conductor chiflado permite que sigan subiendo cruceristas. ¿Que no cabe nadie más? Sujétame el cubata: «Si os hacéis un poquito para allá, entra la silla de ruedas», nos dice. Y, efectivamente, sube un señor en silla de ruedas acompañado por tres familiares. Un tren en la India transportaría a menos gente.
El calor no es patrimonio exclusivo de Italia: en Ibiza pega como un sartenazo en la cabeza. Pero lo peor no es eso, sino que los turistas hemos vuelto a tomar la isla sin el más mínimo pudor. Esta Ibiza no es la que yo conocí; aquella era una anormalidad, un paréntesis en un ritmo frenético; la de hoy es la otra, la de siempre, la del latido taquicárdico y la invasión de los ultracuerpos.
Callejeamos por la sombra y buscamos algún sitio en el que comprar banderines españoles para agitarlos durante la actuación de Ana, que la de esta noche es una guerra sin cuartel entre Francia, Italia y España. No encontramos ninguno: hay camisetas sicotrópicas de Pachá, vestidos que no le cabrían ni a Nancy Fiestas y tiendas de bisutería donde venden pendientes de tal calibre que corres el peligro de sufrir un descuelgue orejil. De lo otro, nada de nada.
Sin un banderín que llevarnos a la mano, intentamos llegar en taxi hasta la playa de Talamanca, pero no atienden el teléfono y los taxistas que circulan sin pasajeros te indican que vayas a la parada; allí hay una cola que da la vuelta a la plaza. Finalmente, optamos por tomar un barquito que cruza hasta Talamanca, donde nos bañamos. El agua está más caliente que la del Mar Menor, y eso es mucho decir. Volvemos al barco un tanto decepcionados: Ibiza ya no es la isla mágica y bellísima que conocimos. O sí lo es, pero su belleza ha quedado sepultada por toneladas de turistas.
Hasta llegar a nuestro camarote vamos haciendo campaña por Ana con todo el que nos encontramos, ya que el público votará para elegir al ganador. Conseguimos los votos de una familia extremeña, los de un grupo de amigos de Burgos que siguen con la misma jumera que pillaron el primer día a bordo y los de una pareja italiana majísima con la que hemos charlado algunas veces. Todos van de blanco inmaculado porque es la noche ibicenca. De casualidad, el único vestido que me queda limpio es de ese color. Me lo pongo y nos saltamos la cena para ir al Colosseo y poder disfrutar de la actuación de Ana en todo su esplendor.
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Y, al entrar en la sala, ¡oh, sorpresa!: ahí está la italiana de labios morcillones. Embutida en un palabra de honor blanco y cortísimo, como un morcón vendado, saborea un cóctel sentada en un taburete de la barra junto a un tipo guapetón al que no había visto antes. Ella lo mira con ojos dulces y le ríe las bromas; él la agarra por la cintura y le besa el hombro redondo y moreno entre trago y trago. Tras el segundo cóctel, ella se baja del taburete, él la coge de la mano y se largan hacia el pasillo de los camarotes. Acabáramos.
Definitivamente, el amor entre la italiana y el hombre taciturno del anillo ha naufragado, como el 'Titanic'. Son los nuevos Rose y Jack: la tía no solo no le ha dejado subir a la tabla de salvación sino que, además, ha subido a otro. Le ha corregido la plana al mismísimo James Cameron.
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Llega la hora de la final de 'The Voice of The Sea'. Ana, que ha ensayado esta mañana con la orquesta, desaparece entre bambalinas. Nos sentamos en primera fila nerviosos, expectantes. El montaje es espectacular, ya que la compañía de cruceros tiene la licencia del concurso original y todo resulta exactamente igual que en el programa: la iluminación, los vídeos, la música, los efectos de sonido. Hasta los sillones giratorios del jurado.
La presentadora, una máquina parlante capaz de hacer frases completas en cuatro idiomas (no como otras), da paso a los miembros del jurado: dos cantantes, Patrizio y Roberta, y un alto cargo de la tripulación. Hacen bien su papel: Patrizio enardece al público con gestos exagerados; Roberta esboza algún mohín; el oficial sonríe. Cada uno ha de elegir a tres concursantes para su equipo y, tras esa primera selección, tendrán que determinar cuál de ellos pasa a la final.
Ana sale al escenario. Canta 'Hoy tengo ganas de ti' maravillosamente y, antes de que acabe la canción, el oficial se da la vuelta. Olé, olé y olé, y guapa, y guapa y guapa: no tendremos banderines, pero nos sobran pulmones para dar gritos hipohuracanados. «Tienes mucha fuerza, mucha pasión, mucha presencia y una gran voz. Me has llegado al corazón. Eres muy brava, española», le dice el tipo. Pero con los italianos ya se sabe: mucho te quiero perrito, pero pan poquito. Después de tanto rollo y tanto jabón, el oficial no selecciona a Ana como representante de su equipo. Lo dejó por escrito Íñigo Domínguez en el artículo 'Apuntes del país increíble': el italiano «desemboca en un arte de la adulación en el que son incomparables».
En la final compiten la soprano, la chica de Alicante y la italiana rubia y angelical. Esta última se alza con el triunfo; es una justísima vencedora. Aplaudimos como locos porque nos lo hemos pasado bomba. Y Ana está feliz: se lleva una estupenda experiencia y «este gran aplauso del público».
Después hay fiesta en la piscina. Es la última noche a bordo y el personal se desmelena: los padres cuarentones se entregan al chunda chunda, los críos duermen en los sillones con las piernas encogidas, los adolescentes intentan alargar la fiesta todo lo posible. A la una de la madrugada nos lanzamos como lobos sobre una hamburguesa. Mañana volvemos a casa. No sé si estoy triste o aliviada. Hambrienta sí. Seguro.
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