La ciudad inabarcable
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De cerca, Nápoles es aún más fascinante, compleja y hermosa que lo que parece a primera vistaNápoles es una ciudad infinita. Compleja, densa y más vieja que el propio continente, en ella han dejado su huella griegos, romanos, bizantinos, normandos, franceses, españoles e italianos; ahora la dejan turistas de todo el mundo que pasean por calles tortuosas donde las viviendas se ... amontonan unas sobre otras, peleándose por el espacio.
Después, en el barco, oiré que es cutre, desastrada y sucia. Y llevan razón. Es eso y mucho más: exagerada, contradictoria, salvaje, extraordinariamente hermosa en su decadencia, piadosa y pecadora a partes iguales, Nápoles no es para todo el mundo, solo para los que nos sentimos bien viviendo en el caos. Porque entre el caos, si miras con atención, siempre encuentras detalles singulares y sorprendentes.
Caminamos sin guía alguna, ni física ni digital: Fabiana, la cicerone de la excursión, se fue hace rato, y hemos decidido no consultar Google Maps hasta que no estemos perdidos, que será en breve. Tampoco vamos a hacer la ruta de las novelas de Elena Ferrante, ni la de 'Fue la mano de Dios', la película de Sorrentino, ni la de la Nápoles de Totó, sino que nos vamos a dejar llevar; fluir, que dicen los modernos.
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Rosa Palo
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Con esa fluidez paseamos por Via Toledo, una avenida grande, espaciosa, comercial. De ella parten los Quartieri Spagnoli, el barrio que nació para hospedar a los soldados españoles durante la dominación borbónica. Las calles empinadas están constreñidas por edificios unidos entre sí por cables de electricidad, cuerdas de ropa con sábanas tendidas y guirnaldas que sostienen banderolas y pancartas; parece una caja de costura llena de hilos enredados entre los que se asoman las vecinas que gritan para que les pongan la compra en unas cestas atadas a las barandillas, y los ruidos de las motos y los coches diminutos ahogan los gritos, y hay color, y abigarramiento, y bares, y fruterías con la mercancía en la puerta, y no existen las aceras, y se vive a pie de calle, y todo es un decorado teatral recargado y fascinante.
Aturdidos por tanto bullicio, hacemos un descanso tomándonos una 'sfogliatella', que es una bomba calórica de hojaldre y ricota (ay, el doctor Mengele, que me está esperando apuntándome con la báscula) y un café. El café es negrísimo y corto para beberlo de pie, de un trago y sin azúcar, y lo acompañan de un vaso de agua, que es el mayor gesto de civilización.
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Rosa Palo
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Ya con el Google Maps en la mano, buscamos la Facultad de Bellas Artes. Nuestra ahijada María vendrá a Nápoles a hacer un Erasmus en septiembre y, como padrinos que somos, tenemos la obligación de dar una vuelta de reconocimiento para asegurarnos del bienestar de la chiquilla. De camino a la facultad, en la entrada a un conjunto de viviendas, vemos una hornacina con una imagen de Nostra Signora delle Grazie. Debajo, hay otra imagen más pequeña rodeada de retratos; parecen muertos a los que honran los vecinos. El conjunto, iluminado con bombillas en forma de velas y rematado con dos grandes ramos de rosas de plástico, es la quintaesencia de lo 'kitsch'. Cómo no me va a gustar Nápoles.
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Aún hay más sorpresas: una baldosa de la calzada está sujeta con cinta americana. En la misma calle hay una peluquería, y una de las clientas está sentada en una silla en la calle, con el pelo mojado, fumando y hablando por el móvil. Poco después, una despedida a Maradona, napolitano nacido en Argentina, aparece pintada en la puerta de un comercio cerrado.
Encontramos la facultad a la que irá María. Está cerca de la Piazza Bellini, un lugar que acoge a estudiantes en particular y a 'hipsters' en general. Hay un café con una sala de exposiciones en el bajo de la Biblioteca de Humanidades de la universidad. Lo de la biblioteca no es casual: cerca está Port'Alba, una zona llena de librerías de viejo donde puedes pasar horas curioseando, y eso es lo que hacemos. En una de ellas encontramos un baúl con cientos de fotografías antiguas: una vale cincuenta céntimos; tres, un euro. Son fotos de los años cuarenta, cincuenta, sesenta, setenta; fotos para felicitar las Navidades, para recordar un momento entrañable o para enviárselas a los primos que emigraron. Me invade una sensación de desasosiego: son vidas que se venden a granel. No me gustaría ver la foto de mi boda en ese baúl. Y, menos, a un precio tan bajo.
Pasamos por Via dei Tribunali. Nápoles va a sufrir un infarto, porque Tribunali es una arteria colapsada por un flujo incesante de turistas, puestos de artesanía, locales donde venden pizza en porciones, tiendas de todo pelaje, restaurantes diminutos y capillas que pasan desapercibidas entre tanta confusión. Una vieja desdentada vende rollos de papel higiénico con pegatinas de Trump, de Draghi, de Putin, del escudo del Barça, del Inter de Milán, de la Roma. «Para que te limpies el culo con ellos», me dice riendo. Las risas duran hasta que me dispongo a hacerle una foto, y la vieja se transforma en una bruja loca que manotea para quitarme el móvil. Los napolitanos son tan cambiantes como un día de primavera.
Seguimos andando hasta llegar a una calle llena de tiendas donde venden los famosos belenes napolitanos. Entre el calor, la gente y los precios de los nacimientos, empiezo a perder la poca fe que me quedaba. Afortunadamente, mantengo la suficiente como para rezar en el taxi que nos lleva de vuelta al barco: en una ciudad de tráfico infernal a causa de los conductores suicidas y los motoristas sin casco (los únicos que lo llevan son los sicarios de la mafia para evitar ser reconocidos cuando hacen sus cosas), el taxista va rapidísimo, adelanta por la derecha, se para en los semáforos según su libre albedrío, se acerca a los coches que van delante más que Harvey Weinstein a las actrices y pega unos frenazos de campeonato: estamos a punto de vomitar los platos de pasta que nos hemos metido entre pecho y chepa. Y, encima, el tipo se enfada con el único conductor que lo hace bien. En esta ciudad, las señales de tráfico son una mera sugerencia. Me encomiendo a la Virgen de la Columna y a San Genaro, patrón de Nápoles. Ya nos lo dijo Fabiana, la guía: «Solo los napolitanos pueden conducir en Nápoles». Y solo los palermitanos en Palermo, añado, que también lo hemos sufrido en nuestros estómagos. En algún momento de la historia, el sur de Italia fue invadido por los Autos Locos. Y estos tíos aún llevan sus genes.
Sin saber cómo, conseguimos llegar al barco sanos y salvos. Marga y Paco regresan fascinados de Pompeya; Ana y Carlos ya han vuelto de Capri. «Me han clavado veinte euros por una cerveza, tía», me dice Carlos. A cambio, se han bañado en aguas transparentes, han curioseado los escaparates de las tiendas de lujo y han comprobado que los taxis son enormes descapotables clásicos de color rosa. Afortunadamente, los taxistas de allí no conducen como los de Nápoles: no quiero ni imaginarme a los pobres ricos vomitando el caviar en los asientos de cuero.
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