La vía Francigena en bici | Campagnano di Roma–Roma (46 km / 1 día)
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La vía Francigena en bici | Campagnano di Roma–Roma (46 km / 1 día)
Llego a Roma por fin con una paz encontrada como peregrinoÚltimos kilómetros antes de entrar en Roma, con rampas que recuerdan que soy mortal y paisajes de colinas suaves y niebla hasta convertirse el idilio en una metrópoli hambrienta y ahogada por el tráfico. Aún así, el pedaleo por las calles de Roma bien valen los 1.200 km anteriores.
Los jóvenes alemanes, ingleses y franceses que viajaron a Roma durante los siglos XVIII y XIX se enamoraron del campo romano. Alquilaron villas y pasaron meses antes de decidirse a entrar en la ciudad buscando entre la tierra para encontrar lápidas escritas en latín y esculturas que llevarse al Museo Británico, ese club privado de papá. A mí la campiña romana me recibe con niebla. Los pinos, esbeltos y con forma de champiñón, me saludan como hijos de otro cielo, tal vez azul, porque el que yo pedaleo adquiere tonalidades de un gris húmedo.
Me he levantado más temprano que nunca porque hoy me sobran los kilómetros. Quiero llegar a Roma cuando el sol aún no abrase los adoquines. Antes, incluso, de que César camine hacia el Senado, que Augusto desayune los higos de Livia, que a Giordano Bruno le ardan los pies, antes, incluso, de que Garibaldi abra la brecha en Porta Pía y que Elsa Morante se lamente por su ciudad perdida. Por eso aprieto los dientes y acelero, a pesar del dolor de piernas, que ya es crónico y poético.
Transcurren las últimas cuestas por senderos escoltados por ruinas. El tiempo es indeterminado. Pueden ser de la Antigüedad o del siglo XIX. Roma genera tanta historia que no tiene capacidad para procesar sus excedentes. Dejo atrás las últimas poblaciones. Antes todo esto era campo, me dicen los ojos de los campesinos que, desde la distancia de sus vidas, anuncian los barrios marginales de la ciudad, las fábricas y alguna cúpula escrita en gris en el horizonte. Pero yo no soy un señorito inglés que viene a disfrutar su Grand Tour, les digo casi derrapando a Bucéfalo. Yo soy un peregrino, oiga, y mis privilegios los he ganado a base de pedaleos.
Escribió Sigerico que los romeros entran en Roma siguiendo el curso del río. Y Bucéfalo y yo estamos de acuerdo, pero nos hemos ganado el derecho de disentir un poco sobre el último trazado que nos abra las puertas de San Pedro. Pedaleo pegado al río por la ribera derecha. Cuando veo por primera vez la cúpula de Miguel Ángel, a la peregrinación le quedan unos cuantos kilómetros de barriadas, autovías y centros comerciales anodinos, pero la vía Francigena no entiende de anacronismos. A Roma se llega, independientemente de la época, porque es la ciudad en la que purgar las penas y encontrar la belleza.
Llego al Ponte Milvio, la frontera con la historia. Aquí venció Constantino a Majencio por el trono del Imperio y su madre, Santa Elena, soñó con una religión simbolizada en una cruz verde. Roma pasaría a ser cristiana a partir de esta batalla cuyo escenario yo recorro a dos ruedas. Muertos antiguos y muertos recientes son los que me acompañan por la vía Flaminia, la puerta de acceso a los peregrinos del norte.
Aquí me despego de Sigerico y me rebelo contra la Francigena. Me alejo del río para entrar por la Porta del Popolo. La iglesia de Santa María guarda varios caravaggios y momentos felices de mis veranos romanos. Veo a lo lejos el Corso, la promesa de un Coliseo futuro, y me adentro por vía della Ripetta hasta el Mausoleo de Augusto. Ya siento los adoquines de San Pedro. Me uno de nuevo al Tíber por la orilla izquierda. Avanzo con una luz de ceniza pegada a mi espalda. Cruzo el Puente de los Ángeles. Frente a mí una tumba antigua, la del emperador Adriano, y el último giro por vía de la Conciliazione. Me agarro a Bucéfalo. Faltan doscientos metros. Los que tardó la historia en abrir esta avenida por la que circula el mundo entero. Pero yo solo soy un peregrino que cierra los ojos porque está a punto de llegar.
Frente a la Piazza delle Tartarughe me siento a contemplar cómo el sol cae en este lado del Ghetto. Roma ha cambiado desde la última vez que estuve, el año pasado. Es una ciudad fascinante. Pueden pasar siglos de aparente inmutabilidad, pero bastan unos meses para comprobar cómo varía el sentido de las plazas, las modas de los cócteles o el humor de los romanos. A mi lado está Mercedes. Esta mañana estaba en la entrada de la plaza de San Pedro, con un vestido de flores amarillas y azules, una botella de champán y un beso de bienvenida que no esperaba.
Pienso en los kilómetros vividos, en los paisajes acumulados en los ojos. Le doy un trago al Hugo, el último cóctel anunciado en la pizarra del local, de sabores alpinos, me dice la camarera. De los Alpes vengo yo, susurro para mí, como si el aroma de la bebida me transportara directamente al momento preciso en el que partí del Gran San Bernardo, con aguanieve, en un territorio místico acuciado por las alturas, tan distante a Roma, tan necesitado de ella.
Aún no me creo que haya atravesado las puertas de la basílica, que haya aparcado a Bucéfalo entre las columnas que ideara Bernini y que me situara justo debajo de una cúpula con la que llevo soñando cada kilómetro en la distancia. He llegado a Roma, me digo, ya descansado, con ropa de viajero y sin maillot ni culote.
La piazza delle Tartarughe es testigo de esta paz que he encontrado, de este momento sublime en el que la distancia se acorta hasta caber en mis manos, en el recorrido que va de vía Giulia hasta esta terraza sombreada, donde practico la paz del guerrero, la belleza de las expediciones finalizadas con felicidad. Y Penélope no se quedó tejiendo en casa. Vino a Roma cansada de tanta Ítaca.
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