La vía Francigena en bici | Siena–San Quirico d'Orcia (57 km / 1 día)
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La vía Francigena en bici | Siena–San Quirico d'Orcia (57 km / 1 día)
Bucéfalo me deja tirado al pie de una subida bíblicaSalgo de Siena temprano, a pesar de los negronis de la noche anterior con Antoine. Las 'strade bianche' se acentúan y hacen de la etapa un infierno luminoso. Conforme me acerco a Roma la sombra escasea. También las ganas de pedalear. Llego a San Quirico d'Orcia con la intención de continuar hasta Radicofani, pero Bucéfalo tiene otros planes.
A Siena le sienta bien el atardecer. Piensa lo mismo Antoine, mi compañero de habitación en las Hijas de la Caridad. La conversación ha salido sola. Tiene 23 años y recién ha acabado Ingeniería Aeroespacial en Toulouse. Antes de introducirse para siempre en un mundo de números, nóminas e hipotecas, decidió recorrer parte de Europa en bicicleta. Partió de Nancy hasta Santiago. Una vez saludado el apóstol, continuó a Lisboa. De ahí a Barcelona. La península como si fuese la orilla izquierda del Sena. Pedaleó hasta Roma y ahora quiere volver a casa. Está cansado de la bicicleta. Carga con 40 kilos de equipaje. Echa de menos la vida normal, la tiranía de los horarios.
Me lo cuenta bebiendo un negroni que no ha probado nunca. Le hablé del cóctel como primer paso y definitivo a la vida madura. Él aceptó el ofrecimiento y me habló de sus inquietudes, de las puertas que están por abrirse en el futuro, como cajas fuertes, de cómo su pensamiento está variando desde la extrema izquierda hasta posiciones más conservadoras. Cita a Camus con devoción. Yo recuerdo mi mañana en Lourmarin, junto a su tumba, y él se lamenta porque pasó por esa misma localidad ignorando la melancolía mediterránea del cementerio.
Antoine es un chaval alegre que me gustaría tener como amigo. Pero el camino marca estos encuentros efímeros. Gusta de la soledad, de los silencios en albergues decrépitos, y no de furtivas salidas nocturnas para celebrar la vida. Me pregunta sobre el oficio de escribir, sobre los artículos donde cuento lo que me ha sucedido en este viaje. Quiere aparecer en este artículo. Quiere convertirse en escritura, me dice, en una lengua, la española, que domina con soltura y que quisiera leer a todas horas. Yo le prometo ser este Antoine que se pide otro negroni a cambio de algo fundacional en su vida. Debe acabar su viaje en bicicleta frente a la tumba de Camus en Lourmarin. Él le da un trago y agita los hielos. Hecho, me dice.
Las 'strade bianche' se han tomado su venganza. Faltaban diez kilómetros para llegar a San Quirico d'Orcia, un pueblo arrojado a un precipicio de piedra, cuando empecé a notar un ligero rumor en el cambio de cadena de Bucéfalo. Son casi mil los kilómetros que llevo pedaleando desde Suiza. Muchos los sonidos con los que he debido convivir a lo largo del recorrido, así que no le di mayor importancia. El perfil de la etapa marcaba una subida bíblica en los últimos kilómetros antes de parar a refrescarme en San Quirico. Cambié marchas. Busqué un desarrollo sereno y tranquilo mientras ascendía. Y llegué.
El pueblo me recibió aletargado. Lo sé, horas después, mientras me miro las manos manchadas de grasa y con el alma herida por este contratiempo que me ha hecho poner el pie en la tierra. El tiempo de las cavilaciones llegó a su fin y me dispuse a encarar la última parte de la etapa, los casi mil metros de desnivel hasta llegar a Radicofani. Treinta kilómetros de ascensión a la una de la tarde, bajo el sol de la Toscana, casi un castigo del Gólgota.
Y apenas dos kilómetros de subida bastaron para detenerme. Me posicioné con la mirada al suelo, para no sufrir por lo que estaba por venir y solo sentir dolor por el presente. Miré la cadena y ese momento se rompió. La bicicleta quedó suspendida y mis piernas se agitaron tan rápido que estuve a punto de caer. En mitad de las 'strade bianche', con los remos de esta barca griega hundidos en el mar, tuve ganas de llorar. También lloran los ciclistas, pensé, por eso decidí escribirlo todo al volver del infierno.
Lo veo manejar la llave inglesa con una maestría de escultor renacentista. John lleva viviendo en San Quirico d'Orcia ocho años pero no ha podido desprenderse de su acento 'british'. Es un tipo feliz que se dedica a rescatar a ciclistas varados en mitad de las 'strade bianche'. Cuando volví al pueblo, derrotado, ni sobre el escudo ni con él, Fiamma, la recepcionista de la oficina de turismo que hace las veces de albergue para peregrinos, me dio su número. Yo ya me había convertido en ese español desafortunado que se había quedado tirado en mitad de los caminos. Y así me conocerán para la eternidad los lugareños que toman el fresco cada tarde.
John se mancha las manos como los niños cogen arena de la playa. La grasa no es para él un elemento espurio, sino la satisfacción de un trabajo bien realizado. Desenrosca y aprieta. Limpia y ajusta. Parte con unos alicates un fragmento de cadena e intenta unirlos con una especie de conjuro que solo conocen sus manos y que yo no soy capaz de entender. Mientras realiza estos movimientos, los explica con su lenguaje de embajador del 'cinquecento'. Me cuenta su pasión por la bicicleta, las veces que ha recorrido las 'strade bianche' en auxilio de otros ciclistas. No tiene coche. Va en bicicleta, con una caja de herramientas atada al cintura. Lo suyo es la urgencia servida con la mejor de las sonrisas. John es un ángel y yo un pobre hombre que se moría de sed en el desierto.
John me muestra a Bucéfalo recién salido del hospital. Brilla de grasa ajena, pero ya no se queja de esos rumores tan fatigosos que le producía el cambio de marcha. El inglés se sube a la bicicleta y la prueba. Derrapa en una plaza medieval, a la vista de los turistas. Hace un caballito y me la entrega prometiendo que llegar a Roma dependerá de mis piernas, pero no de la cadena. Como los santos y apóstoles de las historias bíblicas, su despedida es críptica. No me dice adiós. Solamente sonríe mientras lo veo alejarse con su bicicleta. Lo esperan en Samaria para otro milagro. El mío ya ha sido resuelto.
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