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El itinerario comienza en la frontera suizo-italiana, a los pies de la cima del Gran San Bernardo, a un costado del Mont Blanc, y desciende por un desfiladero alpino hasta la capital de la región, Aosta, siguiendo el curso del río Dora por fortalezas hasta el pueblo de Châtillon, a la sombra del monte Cervino.
Las alturas no conocen el verano. Son las nueve de la mañana y las cimas borran las fronteras. Son en sí un reino de fantasía al que aspirar. Mi hermano me ha dejado a un costado del lago Júpiter, en la parte suiza. El Gran San Bernardo es una mole imponente que me recuerda la dificultad de los próximos 1.200 kilómetros hasta llegar a Roma. Un pariente menor del Mont Blanc, tan esbelto y orgulloso que su rigidez se convierte en cascada de luz cuando se mira directamente.
Dejo atrás el refugio de montaña. El termómetro apenas supera los cuatro grados y una fina lluvia quiere ser aguanieve. El hielo cubre buena parte de la carretera. Mi bicicleta, a la que llamo cariñosamente Bucéfalo, soporta el peso de las dos alforjas, con su ropa, sus medicamentos, sus cámaras de repuesto, sus libros y estas notas que van tomando forma a medida que avanzan los kilómetros. Veo la bandera italiana en la otra orilla del lago. Inicio el viaje. Las ruedas empiezan a girar. El paisaje, a partir de ahora, es el viaje mismo.
Llevo poco tiempo en la bicicleta. En febrero surgió la idea de recorrer la Via Francigena, de los Alpes a Roma. Quise ser un hombre medieval, que deja casa y familia para alcanzar un bien supremo. Estudié el trazado y acoté el tiempo a las vacaciones de verano. Apareció entonces Bucéfalo, sin pretender ser Alejandro, aunque los Alpes bien parecen el Hindú Kush. Por aquí cruzó César para acabar con la República, los bárbaros se afeitaron las barbas para ser romanos y Napoleón, con su ejército de franceses hambrientos, descubrió una nueva forma de ganar la guerra. Yo solo voy en bicicleta. Escucho el eco de los perros. Defienden su territorio de los hombres que pasan y se van para nunca más volver.
La distancia no empequeñece las montañas. Al contrario, las hace más imponentes. Llevo cuarenta kilómetros de bajada y el Gran San Bernardo no ha parado de crecer. Ahora adquiere un perfil más elegante. A su lado, el Mont Blanc reina sobre el cielo, rasgando una borrasca que no tardará en caer sobre el valle.
El descenso favorece el ánimo de los ciclistas. La bicicleta se convierte en una máquina poderosa que no necesita las piernas para avanzar. Sigo el trazado de carreteras efímeras, que dentro de unos meses serán sepultadas por la nieve. Soy un peregrino que ha encontrado la fortuna de los días. Atravieso pueblos de apenas unos cientos de habitantes. Refugios contra el frío en otras estaciones. Habitantes que saben escuchar el idioma de la montaña. Hasta que llego a Aosta.
La capital es mi primera parada. Aosta asume un aspecto provinciano, demasiado cerca de las alturas para no desprender cierto salvajismo. No estoy cansado, pero tengo ganas de estirar las piernas y la espalda. Para llegar a la catedral debo cruzar el arco de Augusto, el teatro romano y la Porta Pretoria. Roma se multiplica también en el frío. Se hace presentimiento. Se disemina en la distancia porque el peregrino siente la nostalgia de las etapas venideras. Aosta es una ciudad milenaria que ha estado siempre junto al ser humano cuando este ha necesitado bajar de las alturas. Recorro el tímpano de la fachada de su catedral con la mirada. Hay escenas pintadas de la Virgen con el niño y un relieve coloreado de la Última Cena. Suenan las campanas. Se celebra una boda. En el mundo de los hombres, la vida sigue sus ritos de espaldas a la montaña.
Cuando llego a Châtillon la borrasca ya me ha alcanzado. Primero han sido unas gotas minúsculas. Luego, un ligero frescor en la cara. Los últimos kilómetros he pedaleado contra el barro del camino. También contra el cansancio, una vez que la carretera ha dejado las pendientes. El itinerario sigue el curso del Río Dora, la ribera derecha tras las montañas. Siento que salgo de un abrazo mineral, de un encanto de altura y que ahora estoy obligado a errar por la tierra con Bucéfalo hasta llegar a Roma.
Cruzo decenas de pueblos que apenas forman un conjunto de casas. Nacen atrapados entre las orillas del río de aguas turbias y los riscos que desprenden los Alpes hacia la llanura. Los nombro en voz alta. Les Îles, Villefranche, Saint-Marcel, Rovarey y Chambave. Todos tienen nombres franco-provenzales. En esta tierra el italiano es una conquista y una imposición. El castillo de Fénis da buena prueba de ello, sin almas que defender ya.
Hasta Châtillon hay una cuesta empinada. La borrasca hace que parezca de noche y mis piernas se resienten. Llego hasta un convento de frailes franciscanos. Les hablo del camino, de mi identidad de peregrino. Fray Alberto me escucha. Fue profesor de literatura y de latín en un tiempo en el que los alumnos atendían y el mundo leía libros, me dice. Me muestra una cama humilde, una celda que sirvió, durante cuatro siglos, para albergar giróvagos y religiosos. Pero ya nadie quiere vivir enclaustrado en unos muros. No le digo que viajo a Roma precisamente para salir de los míos.
Me invita a la misa de las siete. Acepto sin muchas más opciones. El camino hasta la iglesia lo recorro junto a él. No evangeliza. Simplemente conversa. Antes de entrar en el templo observo el perfil de la montaña. Fray Alberto se lamenta. Tras la oscuridad de la borrasca se encuentra el monte Cervino. Así sé que avanzo. El Gran San Bernardo no es conocido en este lado del Val d'Aosta. Ya ni siquiera se ve.
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