La vía Francigena en bici | Gambassi Terme–Siena (71 km / 1 día)
Llega la hora de las 'strade bianche' por donde los Medici alzaron sus villasSecciones
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La vía Francigena en bici | Gambassi Terme–Siena (71 km / 1 día)
Llega la hora de las 'strade bianche' por donde los Medici alzaron sus villasLa ruta entra de lleno en el prototípico paisaje toscano: caminos de polvo blanco escoltados por cipreses que la mitología ciclista llama 'strade bianche'. Un sube y baja constante con la visión de pueblos encantados, como San Gimignano, hasta llegar a las alturas de Siena y contemplar el mundo de oro creado en sus plazas.
Gambassi Terme se ha adherido al recuerdo para muchas décadas. Los diez kilómetros de subida continuada me han dejado sin aliento, como el paisaje que circunda cada camino, poblado de cipreses como si fueran luciérnagas de un tiempo sin luz. La etapa de hoy promete mucho desnivel, pero a cambio ofrece pueblos medievales en los que el cielo se ha convertido en piedra. Lo veo a lo lejos. Se acerca. Acelero dentro de los límites del cansancio hasta pasar por la Porta San Matteo. Ahora sé que es tiempo de contemplar la belleza, de recoger el alma y las piernas y descansar. He llegado a la ciudad de las torres erguidas.
Me detengo en Piazza del Duomo a tomar un 'cappuccino' y un 'cornetto alla crema'. Es mi ritual de desayuno, cuando la mañana se despierta tímida y ya llevo unos veinte kilómetros en las piernas. Apoyo la bicicleta en la pared de un palacio, como siglos antes hicieron con sus caballos embajadores de tierras extrañas. Ellos se quedarían sorprendidos al ver el espacio de un risco convertido en catedral. Yo saboreo el café a la vez que intento descubrir cómo fue posible toda esta belleza detenida, esta calma antes de que los turistas la ensucien, en el fragmento exacto de un desayuno, una mañana rota por el repicar de las campanas, sin caballos pero con Bucéfalo expectante porque lo suyo es pedalear y no pensar en lo divino.
Pero sé que en el peregrinaje los placeres son efímeros, mucho más que la estética de la piedra. San Gimignano es un punto más en este mapa que se extiende por el territorio italiano. La prueba de que Roma está más cerca que antes de este 'cappuccino'. También me despido de sus torres, al igual que los pueblos sin alma por los que he pasado. Los kilómetros son justicieros. No distinguen la belleza de la normalidad en el momento de los adioses.
Alguien decidió que estos caminos blancos tenían que dirigir directamente al Olimpo del deporte. Me lo avisaron al salir de Lucca, que al acercarme a Siena las 'strade bianche' se apoderan de la voluntad del ciclista. Uno entra en ellas acongojado por un paisaje que ha leído tantas veces en libros, pero no sabe cuándo podrá salir.
Las 'strade bianche' se han convertido en mitología de una región que fundó su estatus en dioses antiguos. Por aquí alzaron los Medici sus villas y sus ejércitos iban a la guerra, pero antes que ellos los caminos blancos de gravilla ya comunicaban la región como las venas conducen la sangre y el oxígeno por un cuerpo sano. Aquí el polvo mancha las piernas y abre heridas en la piel, pero también dota de prestigio a todo aquel que es capaz de recorrerlas.
Desde hace años, una carrera reúne a lo más granado del circuito ciclista internacional para recorrer estos mismos caminos por los que estoy pasando. Pero mi ritmo es diferente. Yo soy un peregrino que no mira el reloj, al que no le pesa el tiempo. Lucho contra el calor, contra el polvo que se aloja en los pulmones y me hace toser. Descubro, entre la niebla blanca, una fortaleza apostada en un risco. Sé que hay una 'strada bianca' que se dirige a ella, y lo que las piernas padecen lo agradece el corazón por unas vistas tan hermosas.
Los italianos llaman 'sterrato' a esta combinación de tierra, grava y polvo que adopta el color de la grisalla. Si los artistas del Renacimiento utilizaron esta técnica para imitar la escultura en la pintura, estos caminos parecen, en la lejanía, pistas de agua clara, un río de plata que se enrosca entre un bosque de cipreses y una villa en la que alguien ha descifrado la fórmula de la felicidad. Bucéfalo sufre. Lo sé porque el polvo afecta al cambio de piñones. Algo gime en la mecánica de esta bicicleta que ya ha recorrido más kilómetros de los soñados. Al fondo, Siena. Sus torres. Su oro inscrito en la piel de los edificios. Y el blanco se vuelve luz.
Sor Anna me escucha y atiende mis lamentos. Estoy cansado. No tengo ningún dolor específico, pero la fatiga se esconde siempre detrás de cualquier movimiento insospechado. Me ofrece una botella de agua fresca y me da una silla para fingir reposo. Hace muchos años que se dedica a esto. Entre la sumisión a la soledad y los nuevos tiempos eligió adaptarse. Para evitar que cerrasen el convento de las Hijas de la Caridad, dispuso una planta entera para peregrinos. Ella se encarga de recibirlos, de cuidarlos, de apuntar la burocracia de sus credenciales y de darles compañía.
Lleva unas gruesas gafas de culo de botella. A través de ellas ha visto el mundo entero. Lo sé, aunque sus caminos nunca han salido de la Diócesis de Siena. Me lo confiesa, pero también afirma que no hace falta viajar tanto para saber dónde se encuentra cada uno. Cree en una fe interior, llevada con orgullo pero sin asaltar a los demás. Me dice que el peregrino sabe los motivos por los que camina o pedalea hasta Roma, pero que a ella no le interesan, porque lo suyo es provocar amor, dar hospitalidad. Me habla una monja inteligente, que supera los 80 años pero cuya agilidad avergüenza mis dolores. Me enseña mi habitación, que compartiré con un joven francés. Abre la ventana y me muestra su mundo. Piazza del Campo al fondo. La intimidad de una buena acción. Marcharse sin esperar las gracias a cambio. La belleza, pienso, se esconde también detrás de estos pequeños gestos.
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