La vía Francigena en bici | Châtillon-Mortara (148 km / 2 días)
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La vía Francigena en bici | Châtillon-Mortara (148 km / 2 días)
La parte de Italia que no soporta a FranciaLa ruta se desliza por las últimas estribaciones alpinas entre pueblos fortificados hasta llegar a Ivrea. Alcanza la llanura en el lago Viverone, donde hago noche en Cavaglià. De madrugada, pedaleo en plena Padania a través de los campos de Vercelli, hasta llegar a Mortara, donde me espera una batalla perdida.
Me cuesta abandonar las montañas, el perfil estridente de un horizonte que se alza como olas detenidas. La bicicleta siempre encuentra un hueco donde pasar, una curva que vence a la geografía, un pueblo que aparece de la nada, entre el Dora y la sombra del Cervino, por caminos poco transitados donde crecen las hierbas alpinas.
Amanece el segundo día con una despedida. Es la hora de decir adiós no a un tipo de paisaje, sino a una forma de entender la vida. Las alturas se van desprendiendo de su peso y las fortalezas ganan en magnificencia, porque tienen más tierra que perder. La de Bard parece el casco de un barco mitológico. La miro sin dejar de pedalear. No me detengo porque tengo miedo a no encontrar el ritmo para salir de las montañas.
Llego a Pont Saint-Martin, un lugar en el que Sigerico hizo noche hace demasiados siglos. Mi peregrinaje es a Roma, pienso, pero dudo del tiempo romano al que quiero llegar. Todo el pueblo es en sí su nombre. Un puente romano construido en piedra de un solo vano. Estilizado y rústico a la vez, un salto que el hombre hizo contra el río y las alturas. Otra vez Roma dejando su huella, impacientándose en la lejanía, queriendo dejar su huella en el territorio de lo que antes era Barbaria.
Pont Saint-Martin es mi primera parada del día. Las piernas pesan porque no están acostumbradas a pedalear tanto. Se acabó el descenso absoluto. Ahora cada pueblo, cada meta, debe ser ganada con esfuerzo. En eso consiste la peregrinación. Atrás dejé Verres creyendo encontrar el alma de los etruscos, pero todavía hace demasiado frío en esta zona para aquella civilización exuberante de espaldas expuestas al sol. Pido un café mientras contemplo a la gente pasar el puente romano. Está suspendido en el aire. En la historia. Otra grandeza de Roma, me digo. Dejar huella. Hacer lo posible para que otras pisadas se sigan posando sobre la tierra.
La llanura Padana anuncia los lugares desde la distancia, con un horizonte limpio que el cereal sin recoger no difumina. Son cientos de kilómetros de carreteras agrícolas, de canales de agua que confunden al peregrino con caminos, atajos para acortar los pedaleos a Roma. El lago Viverone fue un espejismo de las dos de la tarde. Un oasis dulce donde los italianos se bañan y practican el esquí acuático antes de que la moda convierta la plaza en un sitio irrespirable. Pero los descansos duran poco para el peregrino. Me agarro al manillar y me alejo de esa promesa de mar en miniatura. Me esperan ciudades cuyos nombres he oído tantas veces en boca de soldados medievales que creo poder reconocer su perfil desde la distancia.
Pero antes que un duomo o un palacio está Penélope. Es inglesa y camina con alegría. Salió hace una semana de Suiza. Quiere llegar a Roma, aunque no tiene prisa. Sus pasos son cortos pero constantes. Tiene paciencia por la belleza. Sabe que las ciudades hermosas llegarán. Vercelli, por ejemplo, se anuncia a unos siete kilómetros, con su cúpula destiñendo un horizonte naranja.
Penélope hace que me baje de la bicicleta unos cientos de metros. Es el primer peregrino que me encuentro en más de cien kilómetros de ruta. Le hago saber la incongruencia de esta historia. Penélope, la mujer de Ulises, es el ejemplo clásico de espera y perseverancia. La no aceptación de la viudez. El rechazo a una realidad solitaria. Penélope no viaja porque espera que el viaje vuelva a casa. Por eso sonrío, con el Monte Rosa de fondo, ganando campos cultivados a cada instante, y converso con esta Penélope que ha iniciado mi Odisea. Nos despedimos con la promesa, algún día, de vernos en Roma. Pero no será en este camino. En la Francigena la mitología cambia de forma y sentido a sus personajes. Vercelli, la Ítaca de mi desayuno, ya abre sus puertas.
La 'signora' Franca está indignada. Es la encargada de abrir la Abadía de Sant'Albino. Sus piedras, me dice, alcanzan el siglo V, pero los monjes se marcharon de allí cuando Napoleón incendió todos estos campos con ideas liberales. La historia se disputa, pienso yo, con espadas y libros. Me enseña mis aposentos. Ella es la encargada de la abadía, un lugar demasiado grande para ser regentado por una sola persona. Pero así lo quiso su marido, que aceptó el oficio de guardián de esta historia a cambio de vivir como lo habían hecho los monjes durante más de mil años. El marido murió y la 'signora' Franca se lamenta, día a día, del maldito nombre de Carlomagno. Otro francés más que apunta en su lista de reproches.
Lo explica como si ella misma hubiera presenciado la batalla. Mortara, dice, antes tenía el nombre más hermoso del mundo. Silva Bella, bosque bello, aunque mis ojos se esfuerzan por intuir, al menos, un resquicio de frondosidad alpina. Pero llegó Carlomagno con su ejército, en el siglo VIII. Aquí, y señala el jardín en el que me siento a respirar, después de dos días de pedaleo intenso por la llanura Padana, los francos enfrentaron a los longobardos. Una batalla cruel. Murieron todos, grita gesticulante, como una actriz griega. Y ganó Carlomagno. Después le cambiaron el nombre al pueblo, y De Silva Bella pasó a ser Mortis Ara, el altar de los muertos. Quedó Mortara como una herida constante que los peregrinos hacen más grande. El lugar de la muerte. Pero a mí los arcos góticos que ya no sirven para recoger plegarias me sirven como descanso. Y doy las gracias a Carlomagno por no derribar esta abadía que hoy no tiene más Dios que el humor de la 'signora' Franca.
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