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La etapa sirve de transición entre la Toscana y el Lazio. Avanzo con el miedo en el cuerpo y un ojo puesto en la cadena, como si fuera la columna vertebral de mi vida. Me detengo en Radicofani, tras ascender su elevado puerto de montaña. Tras varias pendientes, descanso en Acquapendente hasta llegar a Bolsena con su imponente lago.
Tengo la voz de John, el inglés, aún retumbando en mi cabeza, en este casi amanecer por las calles empedradas de San Quirico d'Orcia. Me insufla ánimos. Sus palabras son como una protección sagrada que espanta los demonios. Vuelvo a las 'strade bianche'. La grasa de la cadena se mezclará con el polvo blanco, con los fragmentos de gravilla mineral que durante milenios se han posado, con las lluvias y las carreras ciclistas. Los ejes de la cadena sufrirán. Habrá sonidos del inframundo y yo, que pedaleo arriba, temeré partir alguno de los engranajes que me permitirán encarar las puertas de Roma.
Pero pasan los kilómetros y la voz de John cada vez suena más fuerte. He avanzado hasta la base del puerto de montaña. En lo alto se ve Radicofani, una fortaleza de otro tiempo. Desde abajo, todos los pueblos de esta parte de la Toscana parecen iguales. Murallas dentadas de un color terroso, espolones que sobresalen con pendones. Alturas que huelen a guerra, que avisaban de la invasión del enemigo y que ahora ofrecen unas vistas aterciopeladas de las colinas a todo viajero que se atreva a subir por la carretera. Yo estoy en ello, acompasando mi respiración al ritmo que me marcan mis piernas. Cuestas del 15%. Alguna del 18%. Pero esta mañana no hay dolor porque he descubierto un extraño placer en el ejercicio espartano de subir.
Hechizo o resignación. Asciendo los diez kilómetros con alegría, apartando los malos pensamientos de mi cabeza. Las cuestas son efímeras estaciones de placer. Siento que no me puede detener nada. Ni la cadena rota. En lo alto del pueblo, una mujer está preparando con esmero un 'cappuccino' y metiendo en el horno un 'cornetto' para el primer peregrino que cruce las murallas de Radicofani. Ella no sabe que soy yo, pero estoy al llegar. Veo la piedra ajustarse a mis pedaladas. Ya soy parte de este paisaje de una grandeza en ruinas.
Poco antes de llegar a Acquapendente he visto el cartel. Dejo la Toscana para nunca más volver en bicicleta, pienso. Que me perdone Bucéfalo pero a esta región mediterránea hay que venir dispuesto a solear las plazas y apurar los vermús. El sufrimiento no conjuga bien con la calidad de su lenguaje. La Toscana recibe al viajero siempre con una mezcla entre paz y paraíso cumplido, y no con la carga de las alforjas y el ruido de la cadena amenazante. Sin embargo, desde Sarzana hasta Acquapendente, he atravesado esta tierra en la que, siglos atrás, familias nobiliarias se jugaban el tipo con la espada y el veneno, donde se disputaba el arte de una época con colores pasteles y el azul de Giotto. Todo eso hizo Toscana por la humanidad. Al menos yo la recorro despacio, sufriendo cada cuesta, quedándome a vivir un poco en cada requiebro del camino.
Dejar la Toscana no es fácil, pero representa un triunfo de la voluntad de ciclista. Me quedan dos días para entrar en Roma y el paisaje ha cambiado definitivamente. Las cuestas llegaron para quedarse desde que atravesé la Cisa, sí, pero las 'strade bianche' ocupan ya su lugar en la historia, junto al laberinto de Lucca y los señores que construyeron San Gimignano. No queda nada de gravilla blanca en los caminos aún por recorrer. Ahora el paisaje promete más bosque, lagos desbordados por barcos fantasmas y barrancos próximos al derrumbe, donde los hombres construyeron castillos para aristócratas que no conocían las vacaciones.
Ese es el Lazio, la promesa de llegar a Roma en las próximas horas. La impaciencia de pedalear todavía más de cien kilómetros hacia un destino fijo, sin olvidar que las ciudades y pueblos que cruzaré bien merecen su propia historia que contar. Despido la Toscana con melancolía, como si algo de mí hubiera siempre pedaleado en estas colinas, pero antes de cruzar el límite político, de atravesar el Tíber de todos los mapas, la cadena vuelve a sonar y me recuerda que soy humano, aunque aspire a contemplar la belleza. Un traqueteo de conciencia. Un desequilibrio que no emancipa el miedo, sino que lo atrae. La Toscana se va matando, como una diosa bella y vengativa.
He llegado a Bolsena por su lago. Un puerto deportivo guarda barcos poco glamurosos, aún indignos de ser considerados ricos. Se ve la otra orilla con solo un ejercicio contemplativo. Los niños se tiran desde el embarcadero y hacen clavados olímpicos. Los padres beben vino y cerveza mientras pasan las horas despreocupados. Parece una postal impresionista. El fresco, el olor a pescado a la parrilla, la promesa de una buena tarde descansando de todos los males me distraen de mi propósito de peregrino. He necesitado doce días y ocho etapas para hallar este estado de tranquilidad en el alma.
El lago es azul. Leo que hace milenios, los romanos disputaron batallas navales en esta pista de agua y vencieron a sus enemigos. Hoy los barcos reposan en el fondo, refugio de peces que no saben que su mundo es pequeño, mucho más que el mío. Bolsena vive de espaldas al lago, sin embargo. La catedral y el castillo están a un paseo. Las calles históricas abrazan la colina, pero no el lago. Pedaleo a Roma porque quiero ser parte de esta historia, me digo, pero esta tarde me quedo un rato más contemplando el agua dulce resbalar por la espalda de estos niños valientes. Un poco más, hasta casi olvidar que soy un peregrino y que en Roma no hay mares, solo caminos y cruces.
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