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Fachada de la catedral de Viterbo, una ciudad venida a menos. P. P.
Pensé que Roma estaba cerca, pero siempre engaña

La vía Francigena en bici | Bolsena–Campagnano di Roma (92 km / 1 día)

Pensé que Roma estaba cerca, pero siempre engaña

Pedaleo hasta la extenuación y me quedo a poco kilómetros de la ciudad, entre agricultores octogenarios y el calor abrasador

Martes, 27 de agosto 2024, 00:03

Salgo de Bolsena con la esperanza de recorrer el máximo número de kilómetros posibles. Tras bordear el lago, llego a Viterbo y contemplo sus majestuosos palacios papales. El resto de la etapa transcurre entre pueblos de aspecto medieval, como Sutri y Monterosi, hasta finalizar en Campagnano, tan lejos de Roma, tan cerca.

Mártir perpetua

Sor Rita me ha enseñado mi cama y mi baño, compartido con un grupo de veinte chicas 'scout' que cantan himnos antes de dormir. Ahora me habla en el fresco del jardín. Pertenece a las hermanas del Santísimo Sacramento y me muestra las virtudes de la clausura y del orgullo de Bolsena, los restos de Santa Cristina.

Tengo una relación con la fe bastante problemática. Por eso, tal vez, recorro este camino hacia Roma intentando hallar respuesta, procurando llenar este silencio. Sor Rita se arroga la tarea de curar enfermos del alma y me explica la vida de Santa Cristina, mártir del siglo III que murió en Bolsena, a los pies del lago. La voz de la monja es firme. No solamente cree en lo que dice, sino que parece revivir, cada día en sus pensamientos, el dolor de la santa.

Me dice que fue hija de un comandante romano, Urbano, que no estuvo muy de acuerdo en la conversión al cristianismo de la hija. La mandó encarcelar, flagelar, atar a una rueda ardiente. Pero los ángeles la sanaron. El padre, empeñado en su tarea, enlazó una rueda de molino a su cuello y la lanzó al lago, pero Santa Cristina resistió. Después, la colgaron con garfios y la sumergieron en un caldero de aceite hirviendo, pero la joven resistió más aún. También a cinco días en un horno, a serpientes venenosas, a la amputación de los senos, de la lengua y de los ojos. Finalmente, murió a golpes, el menos sofisticado de los martirios. Hoy es venerada en Bolsena con pasión.

Sor Rita se siente satisfecha por este relato tan descriptivo, pero a mí me produce una especie de claustrofobia pensar en todo ese tormento, sostenido por Dios, que no la dejó morir para servir de ejemplo a la Humanidad. De todos los caminos que estoy descubriendo en este viaje, el del dolor me parece el más prescindible. Para mí no hay belleza en esa resistencia. No se lo digo a Sor Rita, que me despide a las seis de la mañana esperando un nuevo día con la fuerza del sol reflejado en el lago, pero durante los primeros kilómetros no puedo dejar de pensar en un Dios que permite ese nivel de sufrimiento. Y me compadezco de la joven Cristina por haber sido elegida de entre todos los habitantes de Bolsena.

Un cardenal español

A Gil de Albornoz lo llamaron para poner en orden en una época de caos. El papado estaba en Aviñón, disfrutando de un exilio ahogado en vino y confusión. Llegó el arzobispo de Toledo con un ejército a la ciudad de Viterbo, la misma a la que entro yo pedaleando, sin menos fanfarria y promesas de civilización. Me conformo con un café delante de la catedral que un día vio el cardenal, seguro de su cometido, en un siglo, el XIV, en el que el infierno estaba muy cerca de la tierra.

Arcos del palacio papal de Viterbo. P. P.

La catedral de Viterbo tiene el aspecto de la grandeza de los papas como pocas ciudades ostentan. Los arcos góticos forman en la plaza un recogimiento muy humano. En esta plaza, pienso, la noche anterior se ha cantado y reído, y ahora yo busco mi café matutino para lograr proseguir mi marcha. El palacio está cerrado. La catedral solo acepta visitas de fe, pero yo soy un peregrino y no necesito más excusas para entrar.

De Viterbo intentaron hacer una pequeña Roma cuando los nobles romanos decidieron alzarse contra el papado y Aviñón quedaba tan lejos que no había ejércitos para solventar las revueltas. Fueron años de causas perdidas. Cola di Rienzo quiso despojar a la ciudad eterna de la silla de San Pedro, y casi lo consigue. Pero Gil de Albornoz había jugado demasiado al ajedrez cristiano para permitir revueltas. Su poder hoy se respira en Viterbo, que le debe su espectacularidad a esta etapa de transición en la que Roma dejó de ser Roma. A los años, las aguas del Tíber volvieron a su cauce y Viterbo quedó como un fósil de lo que casi fue. Su catedral es un hallazgo, pero las cafeterías están cerradas.

La Casia elige su camino

La vía Casia comunicaba Roma con Arretium, hoy conocida como Arezzo, el pueblo donde Guido Orefice paseaba en bicicleta con su hijo durante los años del fascismo. Hoy la Casia es una carretera nacional que sigue el trazado de la antigua vía, con un ejercicio de melancolía precioso: pisar los mismos adoquines que un día sirvieron para formar el Imperio. Así pedaleo yo, entre colinas toscanas y castillos laziales.

De todos los caminos que estoy descubriendo en este viaje, el del dolor es el más prescindible

Pero la Casia que he avistado durante doscientos kilómetros ha decidido abandonarme a mi suerte. Durante estos días, ha sido para mí una forma de vivir, una seguridad ante la escasez de señales que indiquen el camino hacia Roma. La Francigena sigue en un estado primigenio, como los días en los que Sigerico se puso a andar. Pasado Sutri, junto al anfiteatro y las murallas romanas que se yerguen con orgullo de superviviente de un naufragio, la vía se convierte en una vulgar autovía que llena de humo lo que antes eran ruinas blancas y tierra agradecida por la decadencia.

Me faltan quince kilómetros para llegar al punto más cercano, Campagnano di Roma, a 50 kilómetros de San Pedro. Me esperan caminos de tierra, atajos que ironizan sobre el tiempo y cuestas del 20% en las que agricultores octogenarios sonríen sabiendo que ellos sí controlan el paso del tiempo. La Casia me abandona en el momento crítico, a las dos de la tarde, cuando el calor se vuelve venganza. Pensé que Roma estaba en la otra esquina, pero Roma siempre engaña, porque los paraísos nunca se encuentran donde uno cree verlos.

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