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La odisea de los cuatro niños perdidos en el Amazonas: «Solo eran huesos. Dos días más y habrían muerto»

El rescate, contado por sus protagonistas

La odisea de los cuatro niños perdidos en el Amazonas: «Solo eran huesos. Dos días más y habrían muerto»

Una avioneta se estrella en mitad de la nada. Cuatro niños deambulan sin rumbo durante 40 días por la selva colombiana. Hablamos con ocho protagonistas del rescate que el 9 de junio de 2023 dio la vuelta al mundo y que, tras su final feliz, ha desatado la codicia y la lucha por la custodia de los pequeños. Un documental que se estrena ahora en Netflix, Los niños perdidos, ahonda en la historia.

Viernes, 04 de Agosto 2023

Tiempo de lectura: 14 min

Aquel 1 de mayo de 2023 iba a ser un nuevo comienzo para Magdalena Mucutuy y sus cuatro hijos, del pueblo de los uitotos. Dejaban su poblado en la selva del Amazonas. Su destino: Bogotá, donde se reunirían con su marido, Manuel Ranoque, que ya llevaba en la capital un par de semanas. La pareja quería cambiar de vida. La mafia local los había obligado a transportar marihuana y la guerrilla les exigía dinero a cambio de protección. Así que habían decidido dejarlo todo atrás: su cabaña y su querida selva.

Es lunes, 6:20 de la mañana. Magdalena Mucutuy, de 34 años, y sus hijos se suben a una avioneta en Araracuara. El aparato pertenece a Avianline, una compañía con un abultado historial de problemas técnicos. Magdalena lleva en su regazo a Cristin, de 11 meses. A su lado se sienta Tien, el único chico, de 4 años. En los asientos de atrás, Soleiny, de 9, y Lesly, de 13. A las 6:42, la avioneta despega rumbo a una nueva vida.

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En el último suspiro. Tien Ranoque, de 4 años, el día de su rescate: fue hallado «en los huesos».

A 750 kilómetros de allí, en un suburbio de Bogotá, Manuel Miller Ranoque, de 32 años, le envía el último mensaje de texto a su mujer: «Que tengáis un buen vuelo, mi amor». Charlamos con él en un hotel del barrio de Santa Fe, fuera del radar de la prensa sensacionalista. «Hablar del tema resulta difícil, pero ayuda a entender las cosas», dice.

A las 6:30, su mujer le escribe desde la avioneta: «Despegamos».

Será su último mensaje.

Media hora después del despegue, el motor hace un ruido extraño. «Mayday, mayday», transmite el experimentado piloto Hernán Murcia. «El motor falla. A mi derecha veo un río», añade. «Intentaré aterrizar en el agua». No lo consigue. A las 7:45, el aparato se estrella de morro contra el suelo sin dejar apenas rastro en la vegetación. El piloto y Magdalena mueren en el acto. El tercer pasajero adulto, Herman Mendoza, también.

El siniestro abre los noticiarios colombianos. Ranoque viaja inmediatamente a San José, donde su familia tendría que haber aterrizado. Allí reúne a un grupo de indígenas con la idea de llegar al lugar del siniestro. «¿Habrán muerto? –se pregunta–. Son todo lo que tengo».

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La más pequeña. Cristin, de 1 año, con Nicolás Ordóñez, el guardia indígena que vio primero a los pequeños.

Los ocho protagonistas de este reportaje forman parte del rescate que se llamó 'Operación Esperanza'. Los ocho comparten con nosotros sus vivencias para elaborar la reconstrucción de una odisea de 40 días cuyo desenlace todos definen con una palabra: milagro.

Al día siguiente, 2 de mayo, la Fuerza Aérea colombiana envía aviones de reconocimiento a la zona. Como no hallan restos de la avioneta ni del impacto, el 6 de mayo le confían el mando al general Pedro Sánchez, el oficial más condecorado del Comando de Operaciones Especiales. Inmediatamente, Sánchez manda a 40 soldados de élite a la zona. «Pensaba que daríamos con ellos rápidamente. Teníamos la mejor tecnología, satélites, cámaras de visión nocturna, óptica térmica... –nos dice el general en el club militar de Bogotá. Es un tipo duro, pero las lágrimas le asoman a los ojos–. Esos días pensaba todo el tiempo en mi propio hijo».

Lesly usa un pañal para taparse la herida de la cabeza. Es valiente, pero no la experta en supervivencia que han descrito los medios

La misión transcurre con dificultades. La visibilidad en la selva apenas alcanza los 20 metros, la luz del sol no llega al suelo, llueve casi 16 horas al día. Sus hombres tienen que estar atentos a jaguares, serpientes, plantas venenosas… y a la guerrilla. Se trata de uno de los rincones más densos y menos explorados de la selva. «Recibíamos imágenes por satélite de Estados Unidos, Israel, Chile, pero no encontrábamos nada».

Por fin, el 15 de mayo, a las dos semanas del accidente, aparece el primer rastro: un biberón. El general Sánchez saca su móvil y nos muestra la foto. Es el primer rayo de esperanza. Ese mismo día llega una segunda noticia: a las ocho de la tarde, los indígenas reclutados por el padre hallan lo que parecen ser restos del accidente, pero apenas hay visibilidad a esas horas para corroborarlo.

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¡Más cerca! Este biberón fue el primer rastro de los niños en la selva.

A la mañana siguiente, el general envía allí a su mejor oficial, el capitán Montiel, acompañado de seis hombres. Comprueban que la parte trasera del aparato está intacta y les llega el penetrante olor de los cadáveres. Montiel graba la escena y durante nuestra conversación nos la muestra en un ordenador. «Los cadáveres están amontonados. Ni rastro de los niños, pero se ve que el asiento trasero no ha sufrido daños».

Montiel examina la zona. La puerta de la cabina está abierta. Muy probablemente los niños tuvieron que pasar por encima del cadáver de su madre para salir. Fuera hay bolsas, pañales. Montiel y su gente hallan un pequeño refugio. Lo debieron de construir los niños con ramas, una toalla y una mosquitera. «Sobrevivieron. Pero ¿siguen vivos?».

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Muerte segura, milagrosa supervivencia. Restos del avión, que al estrellarse se clavó contra el suelo.

El padre insiste en volver al lugar del accidente y verlo con la luz del día. Montiel lo autoriza. «Quería estar seguro», nos dice Manuel Ranoque. Ve el cadáver de su esposa devorado por los animales, una imagen terrible. Ranoque saca el móvil y nos enseña el cuerpo. «La selva lo devora todo –dice–. Fue muy duro. Pero tenía fe en hallar a los niños. Nunca perdí la esperanza».

Tras el impacto, Lesly se desabrocha el cinturón de seguridad, trepa sobre el asiento delantero y coge a su hermana Cristin de entre los brazos de su madre. La saca de la avioneta, igual que a Tien y Soleiny. Así se lo contarán más tarde a los abuelos. Lesly usa un pañal de Cristin para taparse la herida que tiene en la cabeza y que no deja de sangrar.

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Las mayores. Lesly y Soleiny, de 13 y 9 años, recién rescatadas.

Según se puede reconstruir a partir de las entrevistas con el padre, los abuelos y los soldados, al principio los niños se quedaron junto al aparato, intentando proteger de los animales el cuerpo sin vida de su madre. No lo consiguieron y se alejaron de la avioneta.

«¿Qué le pasa a mamá?», le pregunta Tien a su hermana.

«Está dormida», dice Lesly.

«¿Cuándo se va a despertar?».

«No lo sé». Más tarde, Tien, lleno de orgullo, le dirá a su padre: «Fui el único que no lloró, papá».

Manuel Ranoque ve el cadáver de su esposa devorado por los animales, una imagen terrible. «La selva lo devora todo –dice–. Fue muy duro. Pero tenía fe en hallar a los niños»

Lesly y Soleiny cogen lo que les puede ser útil: harina, tijeras, el biberón, y buscan un curso de agua. «Lo aprendieron de bebés», dice su padre. Un arroyo siempre lleva a un río, a un pueblo.

Si hay alguien que tenga voluntad para sobrevivir, esa es Lesly, creen sus abuelos. A sus 13 años, cocina y cuida a sus hermanos mientras sus padres trabajan. «Es muy lista», confirma Manuel. Él es el padrastro de las dos niñas mayores, solo Tien y Cristin son hijos biológicos suyos. De todos modos, Lesly no es la experta en supervivencia que pintan los medios de comunicación.

Los niños se turnan en llevar a la pequeña Cristin en brazos y le preparan una leche con semillas de palma. A mediados de mayo empiezan a faltarles las fuerzas. Las provisiones se acaban. «La más afectada no fue Cristin, sino Tien». Estuvo cerca de morir de hambre, dice Ranoque.

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Liderar un rescate. Eliecer Muñoz, jefe de la partida que halló a los niños.

La noticia da la vuelta al mundo. Es 16 de mayo, 11:05 horas. Los niños del Amazonas sobrevivieron al accidente, un milagro. Pero llevan dos semanas solos en la selva, ¿seguirán vivos? Es la misma pregunta que se hace el general Sánchez. Y echa cuentas: tras llevar 16 días deambulando, los niños podrían estar en algún lugar comprendido en un territorio del tamaño de 60.000 campos de fútbol cubierto de espesa selva. Decide desplegar más unidades, en total hay ya 120 soldados de élite sobre el terreno.

Narciso Mucutuy, el abuelo de los niños, le pide personalmente al presidente del país que envíe más indígenas. Ellos localizaron la avioneta. ¿Quién sino esta etnia podría localizarlos? A 300 kilómetros del lugar del accidente, en Putumayo, en la frontera con Perú, Eliecer Muñoz se plantea esa misma pregunta. Es un campesino de 50 años miembro de la Guardia Indígena.

«No tienes equipo ni botas ni pantalones –le dice su mujer–. No vayas. Eres demasiado viejo». Pero algo se agita en su interior, una especie de presentimiento. El jefe de la Guardia Indígena de Putumayo convoca a 25 de sus hombres. El Ejército ha dispuesto un helicóptero para llevarlos a la zona de búsqueda. En el último momento aparece Eliecer Muñoz gritando: «¡Esperad!». Y sube al aparato. Como es el de más edad, le confían el mando. Él solo pone una condición: «Buscamos solos, sin el Ejército».

Eliecer exige: «Buscamos sin el Ejército». No se fía de los soldados. Los indígenas no usan GPS ni brújula ni mapas. Contactan con los espíritus de la selva, dice. «¿Cómo podríamos dar, si no, con los niños?»

No se fía de los soldados. Los indígenas no usan GPS ni brújula. No estudian mapas ni imágenes por satélite. Antes de iniciar la búsqueda, mastican mambe, una mezcla de hojas de coca y de yarumo, y toman ambil, un estimulante hecho con tabaco. «El mambe nos da inteligencia. El ambil, fuerza –nos explica Muñoz–. Así establecemos contacto con los espíritus de la selva. ¿Cómo, si no, podríamos dar con los niños?».

Los indígenas de Putumayo se adentran solos en la selva. No llaman a los niños a gritos, como los soldados. No usan machetes para abrirse paso para no irritar a la Pachamama, la Madre Tierra. Muñoz está convencido: «Puedes mandar a dos mil hombres y no encontrarás a los niños si están en manos de los espíritus». Por fin, el 16 de mayo, hallan unas tijeras, pisadas y restos de frutas. «Nos estamos acercando –cree Muñoz–. Pero percibo una resistencia muy grande».

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La madre. Magdalena Mucutuy, la madre de los pequeños, que murió en el accidente.

El capitán Montiel comunica los hallazgos al puesto de mando en Bogotá. Allí, el general Sánchez registra los resultados:

«Descubrimiento refugio, tijeras: 16 mayo 23. 10:00».

«Descubrimiento huellas pisadas: 17 mayo 23. 16:45».

«Descubrimiento nuevas huellas pisadas: 18 mayo 23. 11:12».

Hoy nos confiesa que entonces creyó «estar cerca del objetivo. Pero, de pronto, todo cambió». El 18 de mayo empieza a llover de forma tan intensa que se borran todos los rastros y acaban con las esperanzas.

Hoy, Fátima Valencia está desolada. A la madre de Magdalena, de 52 años, le está costando superar la muerte de su hija. Alberga la esperanza de que su espíritu sobreviva en Lesly. Describe a su nieta como una luchadora. «Una guerrera».

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El bebé. El hermano más pequeño, Cristin, antes de la odisea.

Durante la búsqueda en la selva se usa la voz de la abuela para intentar tranquilizar a los niños. Les envía mensajes en el idioma uitoto a través de altavoces montados en los helicópteros, que se oyen a tres kilómetros de distancia: «No os preocupéis, los soldados os están buscando». Se arrojan más de cien paquetes con alimentos. El Ejército usa focos y cinco perros de búsqueda. Uno de ellos es Wilson, un pastor que se separa de su guía y encuentra a los niños. Los acompañará varios días, «pero desapareció de repente», contará Lesly después. Y no volverá a aparecer.

A los niños no les asustan la selva ni los animales. «Vimos un jaguar», le contará Tien a su padre. Lo que los desconcierta es la voz de la abuela resonando en la selva. Tienen miedo de ir hacia ella. Lesly teme que los regañen por haberse alejado del accidente, según le dirá luego a su abuela.

Es 26 de mayo, primer cumpleaños de la pequeña Cristin. Se les acaba la comida. Están en lo que se conoce como 'la selva pobre', donde apenas hay frutos silvestres. Por suerte, los niños encuentran uno de los paquetes con harina, galletas y agua que les han lanzado desde el aire. Empieza a dolerles el estómago de hambre.

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Una operación complicada. Pedro Sánchez, jefe del dispositivo de búsqueda.

Pasan los días, la confianza de los equipos de rescate se desvanece. La tecnología no basta. «Necesitamos a don Rubio», lleva tiempo pidiendo Fátima Valencia. Si alguien puede encontrarlos es el chamán. Su yerno, Manuel Ranoque, se une a su petición: «Necesitamos a don Rubio».

José Rubio tiene 55 años y se le conoce como el Tigre. Llega a la zona el día 23. No es la primera vez que se enfrenta a una situación similar. El chamán uitoto ya encontró a otros desaparecidos en la selva. «Aprendí las habilidades de vidente a los 10 años con mi abuelo. A los 15 empecé como sanador. Los árboles de la selva me hablan», nos cuenta.

Una vez sobre el terreno, don Rubio entra en contacto con los espíritus. Y no tarda en comunicar sus primeros resultados: los niños están vivos, pero en poder de los espíritus.

¿Y de qué se alimentan? «Les estoy mandando alimento espiritual», asegura.

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El abuelo. Narciso Mucutuy, abuelo de los menores.

Los indígenas reciben la explicación con naturalidad, todos creen que la suya es una lucha contra poderes superiores. Los soldados no lo entienden tanto, pero comunican el mensaje al mando central. Para sorpresa de todos, la respuesta del general Sánchez es: «Formad equipos con los indígenas. A partir de ahora hacedlo todo juntos, también con el chamán». «Desde el Ejército se me criticó: usted es un soldado, un hombre de Dios, y ahora cambia de bando –recuerda el general–. Pero yo también soy indígena. El 80 por ciento de nosotros tenemos sangre indígena. Si hemos apurado todos los medios militares, ¿por qué no probar con los espirituales?».

Estamos en junio, más de cuatro semanas desde el accidente. Indígenas y soldados rastrean juntos la selva. Los soldados incluso mastican las hojas de coca de los indígenas. «Nos hicimos amigos», dice don Rubio. Los militares, con toda su preparación, con toda su tecnología, pasan a orientarse por las visiones de los indígenas. Incluso les hacen llegar yagé, una sustancia alucinógena conocida como ayahuasca, para que desplieguen sus habilidades de videncia. Creen que es la última oportunidad de hallar a los niños con vida.

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El padre. Manuel Ranoque, el padre de los niños, con su hermana.

El 8 de junio, día 39 de búsqueda, empieza a extenderse el desaliento. Muchos indígenas tiran la toalla. Buena parte de los soldados, agotados y enfermos, son relevados. Muñoz, líder del grupo de Putumayo, siente una «profunda tristeza. A lo mejor es la venganza de la Madre Tierra –piensa– porque talamos la selva y sacamos el petróleo del suelo». Solo 17 indígenas continúan buscando. Entre ellos, el padre de los niños.

«Las esperanzas estaban en su punto más bajo –dice Manuel Ranoque–. Así que recurrimos a medidas extremas». Don Rubio, el chamán, prepara yagé. Cree que la poción le hará entrar en trance y que los encontrará en sueños. «Pero el yagé es el último recurso, es una experiencia muy dura». El chamán les ofrece a los duendes su propia vida a cambio de la de los niños. «Entré en combate con los espíritus de la selva, luchamos y vencí. Cuando todo terminó, lo supe: mañana los encontramos. Ordené: 'Id en esa dirección, hacia el oeste'».

El día 39 de búsqueda solo 17 indígenas continúan en la brecha. El chamán decide entrar en trance. «Id al oeste», le dice al grupo

El 9 de junio, Eliecer Muñoz y tres indígenas avanzan en la dirección indicada, hacia el oeste. Durante la expedición, Muñoz se topa con una tortuga de gran tamaño que resbala una y otra vez en una pendiente. «Si me muestras dónde están los niños, te dejaré vivir –le dice–. Si no, me comeré tu hígado». Muñoz se ata la tortuga a la espalda y sigue adelante. Al poco, empiezan a oír un llanto, a unos cinco kilómetros del lugar del accidente. En torno a las 14:00 horas descubren en un claro a la famélica Lesly con la pequeña Cristin en brazos. A su lado, una agotada Soleiny y algo más allá, Tien, poco más que piel y huesos.

«Tenemos hambre», dice Lesly.

«Mi madre está muerta», dice Tien.

«No tengáis miedo, nos envía vuestra familia», responde Muñoz, que tal como prometió deja libre a la tortuga.

Poco después de las 16:00 horas llegan al campamento. Manuel abraza a sus hijos. «Eran solo huesos –dirá–. Dos días más y habrían muerto». Se informa a los abuelos, al presidente, a la nación, al mundo entero. «Milagro, milagro, milagro».

El Ejército lleva a los niños a Bogotá, acompañados por médicos y el sargento Rojas, que más tarde dirá: «La lección para el mundo es: no importa tu religión o tu raza, lo que importa es que cuidemos unos de otros y de nuestro planeta».

A finales de junio, el presidente Petro invita a todos los participantes en la operación de rescate a su palacio en Bogotá y reparte condecoraciones al sargento Rojas, al capitán Montiel, al chamán don Rubio, a Eliecer Muñoz, a todos y cada uno de los 86 héroes. Entre el público se encuentran Manuel Ranoque y Fátima Valencia. A su lado, varios agentes de Hollywood.

El padre de los niños rechaza las acusaciones de maltrato a su mujer. «Solamente la empujaba cuando estaba bebido», dice

La lucha por los derechos comerciales de la epopeya en la selva comenzó hace meses. El Gobierno y el Ejército se decantan por el prestigioso cineasta británico Simon Chinn. Otros productores firman contratos exclusivos con don Rubio, Muñoz, Ranoque... Algunos indígenas firman tres contratos en paralelo, luego cogen el dinero –miles de euros–y desaparecen en la selva entre el desconcierto de los representantes de Hollywood. Su mensaje: vuestros contratos no son nada, como vuestros valores.

Al mismo tiempo comienza una pelea por la custodia de los cuatro niños. La familia de Magdalena Mucutuy acusa a Manuel Ranoque de violencia de género, también de haber maltratado a su hijastra Lesly. Ranoque rechaza las acusaciones. Sin embargo, admite haber tenido peleas con su mujer. «Pero solo cuando estaba bebido. Y solo la empujaba. Había muchas discusiones».

El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar se ha hecho cargo de la custodia. Preguntada al respecto, su directora, Astrid Cáceres, dice: «Vamos a tomarnos un tiempo para decidir. Ahora son hijos de Colombia». Los niños se encuentran mucho mejor. En el hospital militar donde han estado ingresados han recibido la visita de su padre, sus abuelos, las tías…, pero no hablan mucho de los 40 días en la selva. «Es el trauma», dice su padre.

Tien siempre le pregunta: «¿Cuándo va a resucitar mamá?».

«Está dormida», le responde su padre.

«Intento cambiar de tema, distraerlo –explica–. Le leo mucho, le gustan los cuentos». Aunque está convencido de que el cuento más grande de todos lo ha vivido su hijo en primera persona.


© Stern


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