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Al papa Francisco alguna vez le falló el ojo clínico. Cuando tomó posesión de la silla de San Pedro, Jorge Mario Bergoglio recibió en herencia el IOR (Instituto para las Obras de Religión), una banca pontificia que había sido fuente continua de escándalos por sus turbios manejos, nunca del todo aclarados, y por sus conexiones con las diferentes mafias que pululan por Italia. Buscó un mirlo blanco, una persona inteligente, capaz y honesta que se calzara las botas para descender al barro y limpiar a fondo las finanzas vaticanas. Creyó haberlo encontrado en un sacerdote riojano, Lucio Ángel Vallejo Balda, natural de Villamediana.
Vallejo Balda, licenciado en Derecho y en Teología, era un cura avispado, con habilidad para cuadrar las cuentas, que había deslumbrado a la curia por una inmaculada gestión financiera en la diócesis de Astorga. Con la recomendación del cardenal Rouco Varela, el papa Benedicto XVI se lo llevó a Roma en septiembre de 2011 para convertirlo en secretario de la Prefectura para los Asuntos Económicos de la Santa Sede, organismo encargado de la vigilancia, control, programación y orientación de las actividades económicas vaticanas.
Aunque las diferencias teológicas y personales entre ambos pontífices eran mayúsculas, Ratzinger y Bergoglio compartían la necesidad urgente de limpiar los sótanos de la Iglesia. Francisco no solo ratificó a Vallejo Balda en su puesto, sino que lo alzó aún más, al nombrarlo secretario de la comisión encargada de reformar la estructura económica y administrativa de la Santa Sede (Cosea).
Sin embargo, dos años después, el 3 de noviembre de 2015, los periódicos de todo el mundo anunciaban con titulares gigantescos la detención de Vallejo Balda por filtrar a periodistas documentos secretos del Vaticano (el llamado 'caso Vatileaks'). Los papeles salieron publicados en dos libros: 'Via crucis', de Gianluigi Nuzzi, y 'Avaricia', de Emiliano Fittipaldi. En ellos se revela, entre otras cosas, las resistencias de la curia a las reformas acometidas por Francisco y los vehículos presuntamente utilizados por dirigentes de la Iglesia para lavar dinero. A medida que se fueron conociendo detalles, el caso adquirió el empaque de un culebrón.
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Vallejo Balda confesó ante los jueces de la Santa Sede que había mantenido una relación sentimental con Francesca Immacolata Chaouqui, también miembro de la Cosea. El sacerdote de Villamediana aseguró que Chaouqui lo había «seducido» en Florencia y que luego le cogió miedo: «Era muy violenta, muy mala y me escribía mensajes diciendo que era un gusano». Aseguró que ella fue la que le pidió que entregara los papeles a los periodistas y que él obedeció: «Es muy doloroso para mí. Me avergonzaba de lo que había hecho con Francesca y cuando estaba entregando los documentos pensaba en el escándalo... Si esto se llegase a saber. Dios mío». Francesa lo negó todo. Dijo que jamás se había acostado con él y que solo le daba «pena». Con cierto talento para la metáfora, la calabresa iba contestando en Facebook a las denuncias de Vallejo Balda: «Él entregó los archivos de nuestra comisión a los periodistas como se entrega un hijo al patíbulo», dijo.
El promotor de justicia del Vaticano –el equivalente al Ministerio Fiscal– solicitó una pena de tres años y un mes de cárcel para el sacerdote riojano por revelar información reservada de la Santa Sede. El fiscal Gian Piero Milano consideraba a Vallejo Balda como «el personaje y motor principal» de un plan destinado a divulgar material confidencial. El juicio, que comenzó en noviembre de 2015 y fue pródigo en detalles morbosos, acabó con la condena a Vallejo Balda a 18 meses de prisión por revelación de secretos. Tras un tiempo recluido en una residencia de la Santa Sede, el Papa le concedió la libertad como un «acto de clemencia» a condición de que abandonara el Vaticano y regresara a España.
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