Hace unos meses alguien trajo una tetera a la redacción. La puso en una mesa, junto a los compañeros de la sección de Última Hora, y la enchufó a la corriente. Es un aparatito de plástico, de un desmayado color verde. De vez en cuando ... se oye cómo hierve el agua. De pronto, sobre las mesas, entre las montoneras de papeles, libretas, teléfonos y ordenadores, han aflorado las cajitas de infusiones. Unos prefieren el té verde, otros la manzanilla y hay gente decididamente exótica que frecuenta los frutos rojos o hasta el rooibos. El aire de la redacción es limpio, libre de humos, con ventanas oscilobatientes; a veces, por la mañana, incluso hace un poquito de frío. En la máquina de las bebidas solo hay cafés, aguas minerales, cocacolas y fantas. Mucha gente toma descafeinados.
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Los periodistas de hace cuarenta años no hubieran dado crédito. Tal vez pensaran que todos sus sucesores están enfermos del hígado o que padecen graves taras físicas y mentales que los incapacitan para el oficio. ¡Pero qué exclusiva puede uno escribir mientras se bebe una tacita de rooibos con la etiqueta colgando! En los años setenta, las infusiones eran amarillentos brebajes de hospital, de naturaleza exclusivamente sanatoria, y el periodista de verdad, el periodista de raza, debía darse al cigarrillo, al puro y al vino como vicios menores, y a partir de ahí lo que hiciera falta. Hasta hace no mucho tiempo, la redacción mantenía una temperatura constante (40 grados en verano; 40 grados en invierno) y se sumergía en una neblina perpetua, casi londinense, formada por espesas capas de humo blanco y azulado; una neblina que jamás desaparecía del todo, por mucho que a alguien, en un momento de desesperación personal o de asfixia avanzada, se le ocurriera abrir de par en par una ventana para respirar un poco de aire. Las colillas ardientes se apiñaban en los ceniceros y uno, aunque no fumara, acababa la jornada como si hubiera estado asando chuletillas en la bodega.
No sabemos, sin embargo, cómo era la redacción fundacional de Diario LA RIOJA, ubicada en el entresuelo del edificio viejo de Correos. Las pocas imágenes que hay de aquella época apenas nos muestran la patricia estampa del fundador, hombre de gran severidad y bigotones de guerrillero mexicano, al que uno imagina sentado en el casino provincial, pontificando sobre la última crisis del gobierno de Sagasta mientras se fuma un habano formidable y balancea con detenimiento y delectación una copa de coñac. Aunque quizá, como de costumbre, engañen las imágenes. Bajo la figura señorial de los periodistas antiguos, con sus levitas negras, sus impolutas camisas blancas y sus sombreros de hongo, se escondían en ocasiones tipos un poco turbulentos, de horarios desordenados, que acaban dedicándose a un oficio con más influencia que prestigio y de dudosa viabilidad. A finales del siglo XIX, las cabeceras surgían y desaparecían como estrellas fugaces en un firmamento abarrotado. Según el historiador José Miguel Delgado Idarreta, entre 1876 y 1900 se publicaron la friolera de 53 periódicos en la provincia de Logroño, 28 de ellos en la capital. Muchos eran meros órganos de partido que se limitaban a reproducir consignas oficiales. Sin embargo, comenzó entonces a asentarse un nuevo tipo de periodismo, ajeno a banderías, que pretendía informar a los ciudadanos de las cosas que sucedían en su ciudad sin tratar de adoctrinarlos. Facundo Martínez Zaporta, el hombre de los bigotones, antiguo oficial de Telégrafos, tuvo esa revolucionaria idea e incluso la declaró abiertamente en un 'Prospecto' que difundió antes de sacar el primer número de LA RIOJA.Pretendía don Facundo recoger «con entera imparcialidad de juicio y libre de todo apasionamiento» las cuestiones «de palpitante interés» que suceden en Logroño y en los pueblos de su provincia.
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Era el 14 de enero de 1889. Un día después salió el primer número del nuevo periódico. Con enorme cortesía, LA RIOJA comenzaba su andadura enviando «un cariñoso saludo a la prensa en general», muy especialmente a sus «colegas locales» 'El Demócrata', 'La Voz de La Rioja' y 'El Postillón'. Aunque el ejemplar está algo dañado, parece leerse que sus redactores se proponían seguir «la escabrosa senda del periodismo».Los artículos solían salir sin firma. Solo de vez en cuando, sin motivo aparente, aparecía algún corresponsal, en España o en el extranjero, con su apellido o con un pseudónimo. En el primer número, solo figuraba con su nombre un tal A. Seissy, que hacía partícipes a los riojanos de una noticia de alcance universal: «Según un despacho de Roma, parece que el rey Humberto, conmovido por la situación de la hacienda, ha resuelto asegurar con sus medios personales el infantazgo de su hijo, el príncipe de Nápoles». Pobre rey Humberto, qué conmociones sufría.
En aquel tiempo comenzaba a discutirse sobre el oficio del 'repórter' o buscador de noticias, que ya entonces parecía un destino laboral poco deseable: «El periodista es la manifestación más digna de lástima de cuantas figuran en el largo catálogo que forma la gente de letras (...) se han dado en llamar despreciativamente 'los chicos de la prensa'», exclamaba en 1891 el 'Manual del perfecto periodista', obra de los hermanos Ossorio y Gallardo. Hablan del redactor común, no del columnista, sujeto odiado por sus compañeros: «El articulista de fondo parece que no vive en la tierra que habitan los demás mortales –dicen los Ossorio–. Cóndor humano, se eleva a impulsos de su vanidad y ve todas las cosas despreciables y a todos los hombres pigmeos».
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El repórter, sin embargo, va por la vida rastreando noticias como impulsado por un inexplicable motorcito interior porque ni la fama le alcanza ni el dinero le compensa. «El periodista no puede tener por aspiración otra cosa que la satisfacción íntima del deber cumplido y la alegría de su conciencia. El lucro es una finalidad secundaria», pontificó en 1903 el tratadista Modesto Sánchez Ortiz, y se quedó tan pancho. No era el periodismo, como se ve, la profesión que una madre deseara para su hijo.
Según José Miguel Rodríguez Rodríguez, doctor en Comunicación y profesor de la Universidad San Jorge, a este oficio tan ingrato –un peculiar sacerdocio sin evangelio ni virtudes teologales– entraban sobre todo jóvenes con vagas aspiraciones literarias. «Varios lo logran, pero son legión quienes por falta de talento o por la vida bohemia se quedan en el camino», advierte. De hecho, los hermanos Ossorio concluían que los literatos no siempre son buenos periodistas:«Se necesitan chicos que tengan la habilidad y la resignación necesarias para diariamente realizar, con el tiempo y los sucesos, el milagro de los panes y los peces».
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A ellos les parecía ir a toda pastilla, agobiados por los relojes –de bolsillo–, y eso que todavía vivían en un confortable mundo de papel y coches de caballos, sin ordenadores ni internet. Había mucho de artesanía en esa primitiva redacción, pero los segundos corrían menos y si no se llegaba el martes ya habría tiempo de dar bien la noticia el miércoles. El día de Navidad de 1913, se produjo un robo en la iglesia de la Santa Cruz, en Nájera. Varios ladrones se llevaron un valioso tríptico flamenco, obra de Ambrosius Benson. El corresponsal de la comarca en LA RIOJA, Ojeda, anotaba el suceso tres días más tarde, el domingo 28 de diciembre: «Por haber estado ayer en la capital, no pude dar noticia del suceso que está siendo plato del día, aun cuando en estos asuntos somos de opinión que no deben lanzarse las noticias al momento, sino después de recoger amplios detalles, para no dar versiones equivocadas, que pueden perjudicar tal vez al más inocente». Al pobre Ojeda habría que verlo ahora, alimentando la web a paladas mientras la portada cambia a cada instante y las noticias se suceden unas a otras, como en una febril carrera de relevos.
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Los 'repórters' de entonces trabajaban la calle sin descanso, recogían noticias (o maledicencias) y pisaban callos. El 29 de diciembre de 1891, al deán de la catedral de Calahorra le sentó muy mal que un periodista descubriera una reunión secreta que había mantenido unos días atrás en el Seminario. Un partidario (quién sabe si el propio deán) envío una carta cargando contra el mensajero: «Mi querido director –decía– le aseguro que V. tiene entre sus colaboradores a uno, que se titula D. Rumores, capaz de sacar de sus casillas al más flemático». Había en los cronistas de entonces un tratamiento muy cercano al lector, como de amigo que va a los sitios y luego le cuenta lo que ha visto (o no ha visto). Cesáreo Sáez Balmaseda, al dar cuenta en el periódico de la constitución de la Asociación de la Prensa de La Rioja, el 3 de febrero de 1913, reconoce con enorme naturalidad que él no estuvo: «Fue una fiesta indudablemente simpática a la que yo hubiera ido de buen grado si recientes duelos de mi familia no me alejaran de todo lugar de recreo y divertimento».
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A los protoperiodistas de aquel entonces les costaría reconocer la redacción actual. Asustados y tal vez un poco cohibidos, preguntarían dónde está el chibalete, ese mueble en el que se guardaban los moldes de las letras, y cómo es posible que el periódico siga saliendo sin una imprenta a la vista. ¿Está en alguna parte? No hay manchas de tinta ni suelos de maderas crujientes ni apenas aparatos. No repararían en la ausencia de máquinas de escribir porque el venerable ingeniero Camillo Olivetti no fundó su empresa hasta 1908, cuando el diario LA RIOJA llevaba ya casi viente años en la calle. Probablemente se hubieran asombrado algo más hace treinta o cuarenta años, cuando la rotativa, con sus rugidos de animal antediluviano, hacía temblar el edificio. Ahora, sin embargo, se quedarían estupefactos viendo una simple sucesión de pantallitas de tamaños variables que, por algún inexplicable sortilegio, parecen contener el periódico entero.
Luego echarían un vistazo a sus sucesores en la redacción y ahí sí soltarían algún taco. Hay mujeres,bastantes mujeres, ¡una directora incluso! Las pioneras del periodismo riojano –María Luisa Aguirrebeña, María Teresa Martínez– no llegaron hasta los años 30 y 40, así que podemos comprender la sorpresa de esos plumillas del siglo XIXal ver cómo su oficio ha dejado de ser un coto exclusivamente masculino, de tipos con bigote que van al casino y fuman puros habanos. Puede que acabaran comprendiéndolo, aunque tal vez les costaría más admitir la generalizada falta de elegancia y de pudor: ¡Ningún periodista lleva sombrero, todos visten desmañandamente y en verano se ha llegado a ver a gente con pantalones cortos, como si fueran niños de la Inclusa! Solo si unos y otros empiezan a hablar podrían llegar a la conclusión de que el oficio, en realidad, no ha cambiado tanto. Ese 'Prospecto' de 1889 sigue siendo vigente hoy, aunque antes se bebiera coñac y ahora haya 'repórters' que toman –válgame dios– tacitas de rooibos.
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Si a un periodista del siglo XIXle sería imposible reconocer una redacción actual, podemos suponer que lo mismo sucederá de aquí a unos años.Vivimos una época vertiginosa, quizá demasiado, y aunque abundan los gurús, que brotan como champiñones sobre el compost de la incertidumbre, nadie sabe en realidad qué deparará el futuro. Tal vez llegue en tromba a las redacciones la inteligencia artificial, aunque resulta dudoso que pueda suplir la curiosidad natural y el extraño, resbaladizo e indefinible instinto periodístico.
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