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Animales de compañía

La más hermosa locura

Juan Manuel de Prada

Domingo, 20 de Febrero 2022

Tiempo de lectura: 4 min

En apenas tres días, si Dios me los concede y me asiste en la defensa de mi tesis, completaré mi doctorado en Filología. Ha sido una aventura de una intensidad intelectual y personal que nunca pude imaginar. Hace tres años, mientras preparaba una edición de los poemas y textos periodísticos de la escritora catalana Ana María Martínez Sagi (1907-2000), que ella misma me había encomendado antes de morir (con la promesa de que no los sacaría a la luz hasta que hubiesen pasado dos décadas desde su muerte), me asaltó el gusanillo de descifrar su tumultuosa y misteriosa vida. Allá en mi juventud había dedicado a Ana María Martínez Sagi un libro exaltado que titulé Las esquinas del aire, una suerte de biografía novelesca, basada sobre todo en el testimonio que me transmitió, en las postrimerías de su vida. De este modo, aquella mujer de plurales talentos (poeta, reportera, deportista, pionera del feminismo…) y ajetreada existencia pudo ser conocida. Pero, preparando la edición de su obra inédita, descubrí que el relato de las circunstancias biográficas de Ana María Martínez Sagi que había expuesto en Las esquinas del aire incluía algunas lagunas e inexactitudes. Y me asaltó entonces la necesidad de zambullirme en las aguas turbias del pasado, para rescatar la verdad literaria y humana de aquel personaje fascinante.

Y así coroné esta aventura que a punto estuvo de hacerme enloquecer. Pero ¿no es acaso la lealtad a una vocación la más hermosa locura?

Sin darme apenas cuenta, me había dejado poseer por esa vibración irrefrenable que nos arroja a las empresas más quiméricas. Abandoné mis proyectos literarios más cómodos o prometedores y acepté un reto que, aunque desde luego iba a tener una formulación literaria, me obligaba a adoptar los métodos de la investigación histórica y filológica. Viajé por medio mundo, en las circunstancias más rocambolescas, antes y después de que se declarara la plaga del coronavirus, y hurgué en decenas de archivos europeos y americanos, en pos del rastro borroso de aquella mujer que disfrutó efímeramente de la embriaguez de la fama, allá en los años treinta, para sumirse luego en las brumas del exilio, antes de regresar a su tierra natal, acatando un destino final de desgarrador anonimato. Los descubrimientos que hice durante aquellos viajes fueron mucho más jugosos y apasionantes (también, en ocasiones, perturbadores) de lo que jamás hubiese sospechado; y así pude completar el mapa de una vida sobresaltada de acontecimientos peregrinos, al hilo de los episodios históricos más tenebrosos y dolientes. Ana María Martínez Sagi había embellecido su biografía en el relato que hizo al joven que yo fui, veinte años atrás, en parte para dulcificar las circunstancias más sufrientes de su vida, en parte para ocultar algunos episodios escabrosos de los que tal vez no se hallase del todo orgullosa. Ella misma había reivindicado que la ‘verdad de la vida’ la constituye una amalgama de fantasía y memoria; y, a través de su poesía, había abordado un proceso transfigurador de tales hechos, completando una obra autobiográfica, sin duda, pero de una autobiografía ‘soñada’ que se alza sobre las cenizas del pasado, para proclamar la capacidad de la literatura para sublimar la realidad.

Todo aquel caudal de hallazgos inconcebibles tenía que plasmarlo en una tesis doctoral, así que me matriculé en el doctorado de Filología de la Universidad Complutense, donde cumplí todos los requisitos académicos que se me exigían, algunos en verdad un tanto aflictivos. Pero en el cumplimiento de todos aquellos requisitos hallé una disciplina honrosa. Así, mientras asistía a clases y ejecutaba todos los trabajos preceptivos, mientras exhumaba cientos de documentos ignotos y recolectaba decenas de testimonios en los parajes más insospechados del atlas, probé mi resistencia hasta extremos lindantes con el delirio, en la escritura de un libro de arena de casi dos mil páginas que –ahora ya lo sé– es la prueba más abnegada de mi tránsito por este planeta azul. Hice sufrir mucho con mi dedicación absorbente a quienes más amo; y encontré la ayuda de muchos samaritanos que me recogieron en el camino, cuando más hundido estaba. Y así, sostenido por su aliento, coroné esta aventura que a punto estuvo de hacerme enloquecer. Pero ¿no es acaso la lealtad a una vocación la más hermosa locura?

En apenas tres días culminaré la empresa que me permitió vivir los días más jubilosos (de un júbilo del tamaño del universo) y amargos (de una amargura del tamaño de la noche). Ahora ya sólo deseo que el fervor que me animó durante todo este tiempo lo pueda transmitir a quienes vienen detrás de mí. Pues, con más de medio siglo a cuestas, quiero enseñar y aprender de los jóvenes, quiero encontrarme con ellos en las aulas y entregarles lo que recibí, si encuentro sitio donde acojan a un doctor tardío.


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