Viernes, 26 de Enero 2024, 10:08h
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Habla un lector del pan que pasaba de estraperlo una niña en la posguerra, para saciar el hambre de su familia numerosa. Habla la carta de la semana del pan de antaño, que era uno y no una lista interminable de opciones, como es ahora; que tenía su templo, el horno del lugar, no como ahora, que la que más pan vende es una cadena de gasolineras. El pan, y el cambio en su percepción, es una metáfora de nuestra modernidad desconcertada. Señalado por dietistas como enemigo mortal, congelado y descongelado, envuelto en plásticos porque apenas se lo saca de él se endurece a la velocidad de la luz, desprovisto del olor y del aura sagrada de otro tiempo, se ha convertido en algo tan funcional y desechable como se nos dice que pronto seremos nosotros mismos, reemplazados por la inteligencia artificial. ¿Progreso?
LAS CARTAS DE LOS LECTORES
Me temo lo peor
Una carta del nº 1890 habla de cómo puede la humanidad relajar su inteligencia natural ante la irrupción de la artificial. Puede que la IA esté desarrollando muchas cosas, pero el mensaje que se lanza es que ya no merecemos la pena. La IA crea imágenes, hace que personas muertas hablen o compongan música... pero ¿dónde está la parte humana? Más me asombran aun la edición de bebés a la carta, el control del ADN, la implementación de chips en el cerebro... Todo artificial. Y sí, estos experimentos, dicen sus defensores, se realizan para mejorar nuestra vida, mas bien sabemos que muchos avances se han trastocado por las malvadas manos de seres perniciosos (como la energía atómica). Pero cuando ya nazcan bebés a la carta, no haya enfermedades, seamos seres artificiales perfectos... ¿habrá espacio para el amor, la compasión, o seremos entes fríos guiados solo por un instinto artificial? Visto lo visto, me temo lo peor: siempre habrá alguien suficientemente estúpido que envilecerá la IA para su propio fin y nos hará comulgar con ello sin remedio. Ya va siendo hora de recordar ese discurso de El gran dictador, de Charles Chaplin: «Hemos progresado muy deprisa, pero nos hemos encarcelado nosotros [...]. Pensamos demasiado y sentimos muy poco».
José Docio de Lera. Correo electrónico
Josefa
Josefa fue una niña de la posguerra. Contaba que, con 5 años, le hicieron un gran abrigo en cuyo interior sus hermanos escondían un pan que pasaban de estraperlo cuando sus parientes del pueblo de Piña de Campos les traían, a las puertas de Palencia, algo con que matar el hambre de una numerosa familia y ella pasaba el control sin que la registraran. Fue una joven feliz que disfrutó de su vocación de enseñante con las niñas de la rancia Sección Femenina, formando ballets y grupos de baile a mayor gloria del Movimiento y aportó su granito de arena en el desarrollo de aquellas jóvenes mentes. Se enamoró, se casó y se dedicó a sus cuatro hijos y a ayudar al negocio familiar. Cuando llegó la crisis, con sus hijos crecidos, se reinventó y, con puro tesón y sin ayuda, montó un pequeño negocio con el que la familia siguió adelante, mientras su salud y la edad lo permitieron. Ya jubilada y viuda, se volcó otra vez en los demás; en su pequeño universo, su parroquia, Cáritas, los mayores y los niños, a los que volvió a enseñar a bailar y representar los Autos de los Reyes Magos en Navidad. Cuando la enfermedad la alcanzó, sostenida siempre por su hijo pequeño, luchó, como vivió, con coraje, sin una queja, hasta que le llegó el descanso. Nos dejó estas últimas palabras: «He tenido una vida feliz, no sufráis por mí; recordadme; quereos y manteneos unidos, nunca os enfadéis». Nos dejó una mujer sencilla y trabajadora que hizo del mundo un lugar mejor. Donde esté, me leerá, sonreirá y pensará: «Este chico, qué ocurrencias tiene»
Carlos José Esguevillas González. Palencia
Andanzas agradecidas
Había cruzado la entrada al hospital Txagorritxu para dirigirme a la parada de autobús, con mis pensamientos todavía en el pequeño habitáculo de ecografía donde me dijeron que tenía un seroma en el pecho derecho. Que no era extraño y que ocurre a veces después de operar. Se forma un embolsamiento de líquido que con el tiempo se absorbe por sí mismo. Podía haber sido algo peor. En la parada estaba esperando gente. Oía la tos penetrante de un niño. Le veía la cara febril y empezaba a remover mi mochila en búsqueda de unos caramelos de la Brasileña. Nada. Se lo dije a la madre del niño y que lo sentía. Entretanto, se había juntado una pequeña multitud de personas preparándose para subir al autobús. Me llamó la atención una mujer con un violín cruzado en la espalda. Era menuda y tenía el pelo canoso recogido en una coleta. Me fije en su perfil. Irá a clase, pensaba. No me funcionó la tarjeta Bat y el chófer tenía que indicarme cómo validar el viaje. Ya se habían colocado todos los pasajeros en sus asientos y me tocaba atravesar el pasillo hasta casi el final. Encontré un asiento libre justo en frente de la violinista. El bus arrancó y con la inercia me quise agarrar a la barra del asiento cuando vi que la cubría la melena de la viajera que iba en el asiento contiguo. Al perder el equilibrio por no agarrarme a los pelos de su dueña, me entró la risa. Risa que compartió la violinista. No sé qué dije, pero me habrá delatado mi acento porque la mujer entabló una conversación preguntándome si era la madre de Paula:«Estará hecha una mujer después de tantos años». Le dije que Paula había fallecido. Sintiéndolo, dijo que todavía guardaba un caballito de madera que le regaló. Era una ovejita, dije. Le había dado clases de violín a Paula y la recordaba con mucho cariño. Le contaba de mis cosas y ella de las suyas. Enfermedades, muertes, hijos con discapacidad intelectual, despidos y amor a la enseñanza. Llegado el autobús a la parada donde ella se bajó, y ya de pie, se anotó mi teléfono. Habíamos enlazado nuestras vidas en un viaje de autobús urbano.
Christine Ruiz de Gordoa. Vitoria
El mundo
Una guerra no puede tapar otra guerra. No se puede bombardear un hospital. Un niño no puede ir enfermo al colegio porque no tiene quien le cuide. Un adulto tampoco puede ir a trabajar con fiebre por miedo. A los mayores no se les puede expulsar del mundo la tecnología. Las personas no se pueden morir de hambre o no tener un techo bajo el que dormir. El estrés y la ansiedad no tienen derecho a campar libremente por nuestra vida. El final de la vida no puede consistir en acumular días mirando al infinito. El niño y el anciano han de ser escuchados porque tienen la inocencia y la veteranía para cambiar el mundo. Tenemos derecho a ser frágiles, a llorar, a quejarnos de dolor, a estar mal, a pedir ayuda. Tenemos derecho a equivocarnos, a que el pasado se quede atrás y no nos persiga. Tenemos derecho a cambiar de opinión, de bando, de amigos y de religión. La vida nos cambia y nos hace distintos. Tenemos que cambiar el mundo. Estas premisas no pertenecen a un mundo utópico, son para un mundo de mínimos.
David Tuero Rodríguez. Gijón
LA CARTA DE LA SEMANA
EL PAN NUESTRO DE CADA VIDA
De buena mañana la visita al horno era obligada. «Dice mi madre que me dé cuatro barras de a cuarto, que luego se las paga», y entregaba la bolsa de tela a la hornera. Mi viaje de regreso era de lucha interna para no morder aquellas puntas que asomaban, aromáticas. Ya en casa, Juanita cogía un par de barras, les quitaba una punta, las abría a lo largo y las rellenaba con tortilla de alcachofas y un par de longanizas. Un bocadillo para mi padre y otro para mí. Mi madre era capaz de convertir aquel sencillo pan en el 'cofre de la Isla del tesoro'. Nunca me hizo falta saber si era de masa madre, harina refinada o multicereales… Desterrada hace años la bolsa de tela, hemos desubicado el origen mítico del pan y, pese a su actual complejidad, le hemos rebajado la dignidad al venderlo en cualquier sitio, a cualquier precio. El pan nuestro de cada día se merece la veneración de antaño, que me hacía abrazar la bolsa y me daba el impulso necesario para ir a la escuela con su genuino olor. Sin ese «pan nuestro de cada vida», las personas mayores no seríamos las mismas.
Víctor Calvo Luna. Valencia
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