[En el capítulo anterior...] ... Contra toda esa apatía, sin embargo, se alzaron voces inteligentes defendiendo nuevos métodos educativos de carácter liberal para formar generaciones de ciudadanos españoles cultos y responsables. La clave, según estos intelectuales, era que nunca habría mejoras económicas en España sin una mejora previa de la educación. Dicho en corto, que de nada vale una urna si el que mete el voto en ella es analfabeto, y que con mulas de varas, ovejas pasivas o cerdos satisfechos en lugar de ciudadanos, no hay quien saque un país adelante. Todos esos esfuerzos realizados por intelectuales honrados, que fueron diversos y complejos, iban a prolongarse durante la regencia de María Cristina, el reinado de Alfonso XIII y la Segunda República hasta la tragedia de 1936-39. Y buena parte de esos mismos intelectuales acabaría pagándolo, a la larga, con el exilio, con la prisión o con la vida. La vieja y turbia España, pródiga en rencores, nunca olvida sus ajustes de cuentas. Pero no adelantemos tragedias, pues hasta ésas quedaban otras, y no pocas, por materializarse todavía.
Una historia de España (LX)
Y así llegamos, señoras y señores, al año del desastre. A 1898, cuando la España que desde el año 1500 había tenido al mundo agarrado por las pelotas, después de un siglo y pico creciendo y casi tres encogiendo como ropa de mala calidad muy lavada, quedó reducida a casi lo que es ahora. Le dieron -nos dieron- la puntilla las guerras de Cuba y Filipinas. En el interior, con Alfonso XII niño y su madre reina regente, las nubes negras se iban acumulando despacio, porque a los obreros y campesinos españoles, individualistas como la madre que los parió, no les iba mucho la organización socialista -o pronto, la comunista- y preferían hacerse anarquistas, con lo que cada cual se lo montaba aparte. Eso iba de dulce a los poderes establecidos, que seguían toreando al personal por los dos pitones. Pero lo de Cuba y Filipinas acabaría removiendo el paisaje. En Cuba, de nuevo insurrecta, donde miles de españoles mantenían con la metrópoli lazos comerciales y familiares, la represión estaba siendo bestial, muy bien resumida por el general Weyler, que era bajito y con muy mala leche: «¿Que he fusilado a muchos prisioneros? Es verdad, pero no como prisioneros de guerra sino como incendiarios y asesinos». Eso avivaba la hoguera y tenía mal arreglo, en primer lugar porque los Estados Unidos, que ya estaban en forma, querían zamparse el Caribe español. Y en segundo, porque las voces sensatas que pedían un estatus razonable para Cuba se veían ahogadas por la estupidez, la corrupción, la intransigencia, los intereses comerciales de la alta burguesía -catalana en parte- con negocios cubanos, y por el patrioterismo barato de una prensa vendida e irresponsable. El resultado es conocido de sobra: una guerra cruel que no se podía ganar (los hijos de los ricos podían librarse pagando para que un desgraciado fuera por ellos), la intervención de Estados Unidos, y nuestra escuadra, al mando del almirante Cervera, bloqueada en Santiago de Cuba. De Madrid llegó la orden disparatada de salir y pelear a toda costa por el honor de España -una España que aquel domingo se fue a los toros-; y los marinos españoles, aun sabiendo que los iban a descuartizar, cumplieron las órdenes como un siglo antes en Trafalgar, y fueron saliendo uno tras otro, pobres infelices en barcos de madera, para ser aniquilados por los acorazados yanquis, a los que no podían oponer fuerza suficiente -el Cristóbal Colón ni siquiera tenía montada la artillería-, pero sí la bendición que envió por telégrafo el arzobispo de Madrid-Alcalá: «Que Santiago, San Telmo y San Raimundo vayan delante y os hagan invulnerables a las balas del enemigo». A eso se unieron, claro, los políticos y la prensa. «Las escuadras son para combatir», ladraba Romero Robledo en las Cortes, mientras a los partidarios de negociar, como el ministro Moret, les montaban escraches en la puerta de sus casas. Pocas veces en la historia de España hubo tanto valor por una parte y tanta infamia por la otra. Después de aquello, abandonada por las grandes potencias porque no pintábamos un carajo, España cedió Cuba, Puerto Rico -donde los puertorriqueños habían combatido junto a los españoles- y las Filipinas, y al año siguiente se vio obligada a vender a Alemania los archipiélagos de Carolina y Palaos, en el Pacífico. En Filipinas, por cierto («Una colonia gobernada por frailes y militares», la describe el historiador Ramón Villares), había pasado más o menos lo de Cuba: una insurrección combatida con violencia y crueldad, la intervención norteamericana, la escuadra del Pacífico destruida por los americanos en la bahía de Cavite, y unos combates terrestres donde, como en la manigua cubana, los pobres soldaditos españoles, sin medios militares, enfermos, mal alimentados y a miles de kilómetros de su patria, lucharon con el valor habitual de los buenos y fieles soldados hasta que ya no pudieron más -mi abuelo me contaba el espectáculo de los barcos que traían de Ultramar a aquellos espectros escuálidos, heridos y enfermos-. Y algunos, incluso, pelearon más allá de lo humano. Porque en Baler, un pueblecito filipino aislado al que no llegó noticia de la paz, un grupo de ellos, los últimos de Filipinas, aislados y sin noticias, siguieron luchando un año más, creyendo que la guerra continuaba, y costó mucho convencerlos de que todo había acabado. Y como españolísimo colofón de esta historia, diremos que a uno de aquellos héroes, el último o penúltimo que quedaba vivo, un grupo de milicianos o falangistas, da igual quiénes, lo sacaron de su casa en 1936 y lo fusilaron mientras el pobre anciano les mostraba sus viejas e inútiles medallas.
[Continuará].
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