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Cinelandias Ben-Hur: la pasión redentora del perdón y el Charlton Heston más carnal

Película llena de ímpetu, de desgarro dramático, de patetismo y alardes técnicos que habla de venganza, odio y pasión. Y con un Charlton Heston apoteósico.

Miércoles, 05 de Abril 2023, 10:15h

Tiempo de lectura: 4 min

Pese a dirigir películas tan sobresalientes como Los mejores años de nuestra vida (1946) o Vacaciones en Roma (1953), y pese a ser el director más considerado durante décadas (o tal vez por ello mismo) por Hollywood, William Wyler (1902-1981) siempre ha arrastrado el sambenito de artesano sometido a directrices comerciales, sin pizca de genio artístico. Pero la mayor muestra del genio de Wyler, negada por una legión de cinéfilos estreñidos, se cifra, precisamente, en haber cultivado con la modestia del artesano casi todos los géneros, procurándonos una filmografía que logra al mismo tiempo satisfacer las demandas del público más popular y completar obras plenamente satisfactorias desde el punto de vista artístico.

Este mismo propósito era, por cierto, el que guiaba el trabajo de Ford, Capra o Hawks, para quienes el sometimiento al régimen de estudios no fue aniquilador de su personalidad, sino molde al que supieron adaptarla. Quizá el marchamo personal no sea tan marcado en la obra de Wyler como en la de los maestros citados; pero, con frecuencia, también la invisibilidad puede ser instrumento retórico del más acendrado de los estilos. Sobre todo cuando se emplea como antídoto contra los peligros de la ampulosidad; y Wyler, a quien tocó bregar con proyectos envenenados y mastodónticos, supo casi siempre salir bien parado de la refriega.

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El sex appeal de Heston. La presencia afligida de Heston tiene una carnalidad que hiere y sobrecoge, casi tanto como la vengativa misión que consume a su personaje.

Cuando Wyler rueda Ben-Hur (1959) lleva más de treinta años  dirigiendo películas. El oficio adquirido y la pomposa aridez de la materia prima que se le encomienda (la novela del general Lew Wallace, que ya había sido soberbiamente filmada sin sonido por Fred Niblo, con Ramón Novarro como protagonista) podrían haber deparado una de esas películas decrépitas y cansinas, grandilocuentes e hinchadas, en las que tantos maestros enterraron los rescoldos de su talento. Pero Ben-Hur es una película llena de ímpetu, de desgarro dramático, de patetismo de ley, cuyo asunto, peliagudo y casi inabarcable, permitía augurar resultados más bien fallidos: se trataba de narrar con imágenes suntuosas la metanoia que el cristianismo introdujo en el espíritu del hombre occidental, sustituyendo el apetito de venganza por la pasión redentora del perdón.

La película contiene la más emocionante aparición de Jesucristo que jamás se haya probado en una película

Como suele ocurrir con casi todas las grandes obras de arte, algunas de las secuencias de Ben-Hur refutan el mensaje que la historia trata de transmitir; pues tan importante en la evolución psicológica del protagonista interpretado por un Charlton Heston apoteósico es su conversión final (un poco enfática, si se quiere) como el itinerario de tormentoso rencor que terminará desencadenándola, a modo de catarsis. Suele decirse que las secuencias más estrictamente religiosas de Ben-Hur adolecen de ñoñería o envaramiento. No negaremos que las que sirven de prólogo y colofón a la película puedan participar de estas calamidades; en cambio, no se recuerda que la obra de Wyler contiene en su seno la más emocionante aparición de Jesucristo que jamás se haya probado en una película: nos referimos, por supuesto, a esa escena en que un sediento y claudicante Ben-Hur, camino de las galeras, es socorrido por un hombre a quien sólo vemos de espaldas; incluso despojada de los envolventes acordes de Miklos Rósza, la planificación de Wyler resulta de una convicción apabullante.

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Insinuaciones y ambigüedades. Se insinúa un clima de amores prohibidos, que combinado con el fuego del odio, añade a la película un clima desconcertante y ambiguo. Aquí, Ben-Hur con su amigo y luego enemigo Mesala.

Ben-Hur, por lo demás, es una película estrictamente viril en la que los personajes femeninos deambulan como espectros errabundos. Ben-Hur no mantiene su historia de amor con la borrosa Esther (Haya Harareet), sino con su amigo Mesala (Stephen Boyd), el general romano que luego se convertirá en su archienemigo. La agonía de Mesala tras la carrera de cuadrigas tiene un aroma de un sadismo arrebatado, y hasta sus ribetes de amor griego, si se quiere; unos ribetes que también acompañan la mirada complacida con la que el cónsul Arrio, interpretado soberbiamente por Jack Hawkins, contempla al musculoso galeote Heston, amarrado al remo. Este clima insinuado de amores prohibidos, en combinación con el fuego del odio, añade a la película un clima desconcertante y ambiguo que sus más obtusos detractores nunca han querido reconocer.

Y es que Ben-Hur, en contra lo que pretenden algunos, no es tan sólo una trepidante carrera de cuadrigas, ni un incesante despliegue de fastuosidad y alardes técnicos. Es también (y sobre todo) un tratado sobre el odio como derivado vitriólico del amor capaz de abrasar una vida entera; y también de redimirla, al liberarla de su veneno. No hace falta añadir (pero lo hacemos) que Charlton Heston había nacido para componer este personaje: su presencia afligida y macho tiene una carnalidad que hiere y sobrecoge, casi tanto como la vengativa misión que consume a su personaje.

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