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Si tiene una hija, sobrino o chaval en su entorno de entre 18 y veintitantos años, pregúntele por Flixbus. Seguro que le suena. Es un clásico en el interrail, Erasmus y cualquier viaje a precio de saldo. Eso sí, es como una ruleta rusa y la posibilidad de sufrir un retraso o que te deje tirado siempre está ahí. Cuando todavía apuramos las horas en Budapest para disfrutar de la panorámica de la ciudad desde el mirador del Bastión de los Pescadores, confirmamos lo que nos temíamos: una hora y pico de retraso en nuestro viaje en autobús hasta la capital eslovaca. El billete nos salió por 12 euros por cabeza, tampoco podíamos esperar demasiado… Así que aprovechamos el sol fitero que ya pega a las diez de la mañana para desayunar y recorrer Buda, al otro lado del río. El día anterior fue imposible visitar esa parte y, tras un rifirrafe a orillas del Danubio, Pablo ganó y tocó madrugón, muy a mi pesar.
Hoy toca dormir en el Botel Gracia, un barco convertido en hotel atracado sobre el Danubio. Está en pleno centro y, como base de operaciones, nos sale más rentable que muchos alojamientos. Lo que no esperábamos era toparnos con un cartel de «masajes tailandeses vip, solo de chicas buenas» nada más llegar. Flipamos. Unas cutres letras plateadas y colocadas a modo de pegatina nos reciben en el barco tras una larga pasarela. En recepción nos vuelven a repetir lo de los masajes, aunque solo miran a Pablo. Momento incómodo. Bajamos unas escaleras y recorremos un pasillo muy bajo con moqueta hasta dar con nuestra habitación, una especie de camarote remodelado. No se parece mucho a las bonitas fotos de Booking. Menos si pagas la habitación más barata. El baño es minúsculo, hay que agacharse para entrar y tiene una luz muy tenue con una de las bombillas fundida. Cualquier lámpara de mesa alumbra más. El plato de ducha tiene un color verde mohoso y está muy agrietado por el paso del tiempo. Las cortinas chirrían al cerrar, los muebles están descascarillados, la escobilla del baño rota y hay brochazos de pintura del marco de la puerta en la pared. El exterior del barco también está oxidado y la barandilla azulona cada vez está más cerca del blanco. Ese camarote revela poco mantenimiento y despierta una sensación de escenario de película de terror. De las malas. Pero algo bueno habrá, ¿no? Sí, las vistas son preciosas. A Pablo, optimista por naturaleza, todo le parecía bien, pero yo iba y sacaba un fallito a cada cosa que veía.
Son las cuatro de la tarde y comer a estas horas en Eslovaquia está complicado. Aquí, una confesión: la cadena de comida de la M amarilla nos ha salvado un par de veces. Algo rápido y a por la primera parada: la iglesia de color azul pastel. Tenemos suerte y hay misa, así que la vemos por dentro. ¡Hasta los bancos son azules! Súper curiosa. Pablo saca sus artilugios y nos ponemos a grabar. «Estamos en....». Una voz le interrumpe desde el fondo. «Pero, ¿por qué es azul?». Son un chico y dos chicas que no pasan de los 20 y que están haciendo el interrail. Tienen una ruta muy parecida a la nuestra. Eso sí, están tres o cuatro días en cada sitio y alucinan con nuestras tardes atropelladas: «Vamos, como con los autobuses turísticos, bajar, ver y marchar», dice el chico. Pues más o menos. Nos cuentan que el descuento de Pedro Sánchez para el verano se queda en agua de borrajas porque salió muy tarde. Al despedirnos una de ellas dice: «¡Agur! ¿Sois vascos?». «¡No, de Pamplona! ¡Yo soy de Navarra!», grito. Y nos pegamos charlando otro ratazo.
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Bratislava es una ciudad chiquitita, así que esa tarde nos volvemos a encontrar a los pamplonicas en el castillo, donde vemos un atardecer precioso con concierto incluido. La capital eslovaca no es un destino tan elegido, pero vale la pena. Es bonita, muy acogedora y todo está concentrado, así que nos da tiempo a visitarla con calma. No pueden faltar las fotos con sus típicas estatuas callejeras. Los difusores de vapor de agua contra el calor en sus calles sientan de maravilla y antes de que caiga la noche vamos a cenar a una taberna. Mucha harina, patata, bacon y un queso de oveja riquísimo. Acabamos llenísimos. Comida para el invierno, no tanto para los casi treinta grados de ese momento.
Tomarse una cerveza junto a una chapa metálica de Jack Daniel's y rodeado de banderas comunistas se antoja raro. Pues en Bratislava es posible. Entre una tienda de cosmética y un restaurante italiano, se sitúa el pub de la KGB, la antigua policía secreta de la Unión Soviética. «¿Sabéis lo que hay dentro? Tenéis que verlo y os tomáis una cerveza con Stalin», nos dice riendo mientras hace aspavientos un paisano a la entrada. En el suelo, una imagen iluminada por un foco con un cartel de propaganda soviética de la Segunda Guerra Mundial con una mujer que manda callar con el dedo en sus labios. Bajamos a un sótano y nos miramos perplejos. Una especie de búnker con ladrillos en las paredes y repleto de decoración soviética: el techo lleno de enormes banderas comunistas, retratos y estatuas de Stalin y otros líderes soviéticos que cubren paredes enteras.
Porque suena Michael Jackson, si no, podríamos estar tranquilamente en la Eslovaquia comunista de la década de los 50 o 60. En España ver algo así sería impensable. Hay muchos eslovacos disfrutando de la cerveza –muy barata, por cierto– impasibles a toda la parafernalia que hay montada a su alrededor. De hecho, nos miran con cierto recelo cuando sacamos fotos y recorremos el bar mirando y grabando cada detalle. También hay una bandera de Ucrania y alguna de Estados Unidos. No pasan inadvertidos los carteles que ridiculizan a Trump al puro estilo 'Rambo' con una cinta en el pelo y ametralladora en mano y como un boxeador en el ring con guantes incluidos. Desde luego, el final del día en Bratislava no se nos olvidará nunca.
Hotel + tasa turística: 83,4 euros
Desayuno, comida y cena: 51,4 euros
Transporte: 27,6 euros
Supermercado:1,34 euros
Total: 163,94 euros
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