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A veces se generan conexiones mágicas en las vacaciones. Esa charla, ese rato con un desconocido que acaba convirtiéndose en colega por unas horas. Cuando viajas acelerado es difícil dejar espacio a que eso ocurra. Siempre con el pensamiento un paso por delante, con el horario de llegada al próximo hostel en la cabeza, las mejores combinaciones de transporte, el recorrido de la siguiente ciudad… Vamos atropellados. En Budapest es de las pocas veces que tenemos la sensación de parar e incluso compartir nuestro tiempo con los que nos rodean sin que sean una especie de figurantes en medio de esa vorágine.
Hoy empezamos por el final. Son las nueve de la noche y paseamos en paralelo al Danubio. En menos de una hora tenemos un recorrido en barco, pero amenaza tormenta. Los relámpagos iluminan el cielo y en un pestañeo aparecen los truenos. A Pablo no se le ocurre otra cosa que ponerse el micro y pedir que le grabe con la tormenta de fondo. No pasan ni cinco minutos y cae la del pulpo. Ni paraguas, ni capucha ni nada para taparnos. Corremos entre los muelles en busca del 7, entramos corriendo y totalmente calados. Justo delante de nosotros llegan apresuradas Pili y sus amigas. Son murcianas y están de despedida de soltera. Todas en tacones, ataviadas con perlas brillantes en los ojos y la protagonista, con una enorme corona rosa. Asoman la cabeza por la taquilla y chillan: «¿En español?» Se ríen a carcajadas mientras nos sentimos súper turistas al lado de un grupo de quince personas con túnicas blancas hasta el suelo, una cuadrilla de italianos, decenas de familias... Hay de todo.
La experiencia empieza un poco torcida con las cristaleras gigantes del barco cubiertas por microgotas y chorretones de agua en los laterales. Sentados en unos bancos, delante de nosotros tenemos unos auriculares con unas almohadillas que en cualquier momento pueden desintegrarse. Son como esos antiquísimos de los 2000. Una voz soporífera que parece el traductor de Google arranca a hablar por esos incómodos altavoces. Me quedo ensimismada sin prestar atención a lo que dice el audioguía, cuando una camarera me interrumpe: «¿Quieres algo para beber?». «No, no». «Pero está incluido». «No, gracias». Pablo me quita el auricular y me dice: «¡Ana, qué está incluido en la entrada!». «Ya, pero no quiero». Acabo pidiendo un triste vaso de agua por presión en vez de una cervecita fresca. Los de atrás, españoles, se empiezan a reír.
Lo que empieza siendo un desastre mejora por momentos. En cuanto para de llover, Pablo sube a cubierta y viene a decirme que no me lo puedo perder. Las sillas están empapadas pero la temperatura es perfecta. El Parlamento totalmente iluminado nos deja boquiabiertos. Solo por eso ya merece la pena el paseo. «Si total es como verlo de abajo, ¿o no?», nos interpela un hombre. Su mujer, la hermana y sus hijos niegan con la cabeza. Resulta que viven en Bizkaia y trabajan en Bilbao. Son de Palencia y Salamanca, pero llevan más de 20 años en el País Vasco y nos cuentan que leen 'El Correo'. ¡Hasta han salido en algún reportaje! El mundo es un pañuelo. Entretanto, Pablo encuentra un móvil en uno de los asientos y al final del recorrido descubrimos que es de la mujer del matrimonio. Después de una hora de cháchara hasta nos hacemos amigos y se despiden de nosotros prometiendo que leerán estas líneas.
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Ana Gil y Pablo Ariza
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De allí nos vamos directos a Szimpla Kert, el pub en ruinas por excelencia en Budapest. Un laberinto de salas difícil de describir. Pistas de baile, escaleras y decenas de barras de bar. Grafitis por todos los lados, ordenadores colgados del techo y neones de toda la paleta cromática. Caos en cada rincón. Parece que está en ruinas, pero está perfectamente conservado y es uno de los atractivos de la ciudad. Los jóvenes bailan sin complejo y el local empieza a abarrotarse antes de medianoche. Y eso que es martes. No puedo evitar recordar mi Erasmus. ¡Bendito año, quién lo pillara! Nos quedaríamos toda la noche, pero mañana madrugamos. Una cerveza y nos marchamos. Volveremos.
A todo esto, Pablo lleva sin calzoncillos desde que salimos a media tarde de las termas del balneario Széchenyi. A pesar del caos de los vestuarios, el fuerte olor a cloro y el riesgo de romperte la crisma por caída en esos pasillos anegados de agua, merece mucho la pena por las piscinas exteriores. 27º fuera, el agua a 37º. Plan redondo.
Por la tarde hubo ataque de crisis después de que Pablo se olvidase en el hostel su cable para cargar el móvil... Más de 19 euros costó la gracia. Allí estaban los dos dependientes con una calculadora escolar verde convirtiendo los euros en florines y con un fajo de billetes para devolvernos el cambio porque no tenían euros. Se sienten mal y hasta nos ofrecen una Coca Cola. No sabemos si nos han timado. Pablo está convencido de que sí. Antes de marcharnos nos preguntan de dónde somos y se despiden con un «escusa, arrivederci». Por los nervios, decidida, cojo una bolsa que no es nuestra y casi me la llevo. Ellos se ríen. «Menudo cuadro», pensamos al salir.
Por la noche volvemos a nuestro hostel, repleto de jóvenes y con una música en recepción que podría sonar en cualquier discoteca. Tiene bar, billar, sillones de descanso de colores, espacio para trabajar y un patio gigante rodeado por cuatro plantas de habitaciones. Qué sitio más guay, pensamos. Pero otra vez nos vamos con la sensación de no haber tenido tiempo para vivir el ambiente que se crea entre esas paredes. Apunten, a&o Hostel Budapest City.
Hostel: 53 euros
Desayuno, comida y cena: 65,87 euros
Transporte: 48,05 euros
Pub ruin, termas y paseo en barco:122 euros
Total: 288,92 euros
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Alfonso Torices (texto) | Madrid y Clara Privé (gráficos) | Santander
Sergio Martínez | Logroño
Sara I. Belled, Clara Privé y Lourdes Pérez
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