César Coca
Sábado, 31 de diciembre 2022, 10:59
La tradición de Baviera sostiene que el primer bautizado con el agua nueva de Pascua de Resurrección está destinado a hacer algo importante. Al menos por una vez, se ha cumplido. El recién nacido que pasó por la pila bautismal de la iglesia de Marktl ... am Inn el Domingo de Resurrección –17 de abril de 1927–, con apenas unas horas de vida, llegó a Papa. Y no uno cualquiera: además de su enorme cultura y su brillantez intelectual, ese niño estaba destinado a ser el primer Sumo Pontífice en más de 700 años que tomara la decisión histórica de no morir en el puesto. Algo tenía el agua que derramaron sobre la cabeza de Joseph Ratzinger.
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Quien iba a ser Benedicto XVI nació en el seno de una familia de profunda fe cristiana. El padre, que también se llamaba Joseph, era un policía rural que conoció a su esposa mediante un anuncio en un periódico católico. La madre, Maria, era una sencilla ama de casa que solo tuvo tres hijos, muy pocos para una familia de la época, porque contrajo matrimonio a una edad avanzada.
El futuro Papa fue un magnífico estudiante que no suscitaba recelos entre sus compañeros porque compartía apuntes y ayudaba a los alumnos menos hábiles. Su adolescencia estuvo marcada por la guerra, y en agosto de 1943, cuando la derrota de Alemania empezaba a ser una hipótesis razonable, le llamaron a filas y tuvo que prestar servicio como ayudante en una fábrica de motores de avión de BMW y en una batería antiaérea. El 30 de abril de 1945, horas después del suicidio de Hitler, desertó.
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Todavía habría de pasar unas semanas en un campo de prisioneros aliado antes de regresar a su casa y a sus estudios. Desde ese momento, trabajó para ser un teólogo brillante y un hombre de Iglesia: fue ordenado sacerdote en 1951 y se doctoró dos años después con una tesis sobre San Agustín. Durante un cuarto de siglo impartió clases en las universidades de Bonn, Tubinga y Münster. Participó en el Concilio Vaticano II y se convirtió, junto a Hans Küng, en el teólogo favorito de Juan XXIII. En ese momento, era un intelectual progresista que aportaba aires nuevos a la Iglesia y pretendía proyectarla hacia la modernidad.
Sin embargo, en los setenta cambió el tono y se transformó en una de las voces más poderosas del pensamiento conservador, aunque tras la caída del comunismo tampoco ahorró críticas al capitalismo. En 1977 fue nombrado arzobispo de Múnich. Ese mismo año conoció al cardenal Karol Wojtyla, quien, sentado ya en la silla de san Pedro, lo colocó al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el órgano de la Iglesia encargado de vigilar la ortodoxia del mensaje.
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Durante años, convertido en el auténtico 'número dos' del Vaticano, persiguió la disidencia doctrinal con rigor germánico. Frente a la imagen del 'atleta de Dios' que se atribuía a un Wojtyla aún fuerte e hiperactivo, sus enemigos lo bautizaron como el 'rottweiler de Dios' por su censura a los teólogos heterodoxos. Una persecución tan intensa que muchos de ellos –como Hans Küng– abandonaron la docencia en Teología. En total, los amonestados alcanzaron la suma de 140. En 1991 sufrió una hemorragia cerebral que superó, pero su salud no volvió a ser la misma.
Años después, antes de ser elegido Sumo Pontífice, confesaría que tras acabar los trabajos del Catecismo pensó varias veces en retirarse a escribir y a tocar al piano obras de Mozart,su compositor favorito. Pero, explicó luego, no se atrevió a plantear su renuncia a un Papa enfermo que quería seguir al frente de la Iglesia hasta el fin. En la vigilia del Viernes Santo de 2005, con Juan Pablo II ya agonizante, Ratzinger pronunció una homilía estremecedora, con un diagnóstico muy sombrío del estado de la cristiandad, socavada por una fe débil de la que culpó, en parte, a los sacerdotes. Nadie que tuviera aspiraciones a ser Papa habría pronunciado una homilía así, aseguran los vaticanistas. Puede ser cierto porque más de una vez, incluso en público, el cardenal alemán había dicho que estaba convencido de no haber nacido para ello.
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Un elector que asistió al cónclave de abril de ese año ha explicado que, cuando los votos apuntaban ya con claridad que sería el sucesor de Wojtyla, dos lágrimas resbalaron por sus mejillas y su gesto era de máxima preocupación.
Apenas una hora después de la 'fumata' blanca se asomaba al balcón de San Pedro con gesto tímido. Bajo el manto papal asomaba un grueso suéter de lana. Todo un símbolo de que tras un Pontífice que comunicaba con sus palabras, sus gestos y su imagen, llegaba otro muchos menos preocupado por las formas y más por la doctrina. Durante sus ocho años escasos de pontificado, Benedicto XVI hizo frente a casos de abusos a menores, corrupción y espionaje. No llevó el ritmo frenético de viajes que mantuvo su predecesor mientras la salud se lo permitió pero sí se conectó a las redes sociales. Su cuenta en Twitter tenía el día de su abdicación más de un millón y medio de seguidores pese a que desde el día que la estrenó, dos meses después, apenas había escrito una treintena de 'tuits'.
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Publicó obras de gran calado doctrinal y sin embargo vio, seguramente con decepción, cómo lo más leído de todo ello fue su apunte sobre la presencia –más bien, la ausencia– de animales en el portal de Belén. Y descubrió que la maquinaria vaticana funciona movida por sus propios impulsos y no es fácil de conducir hacia un rumbo nuevo. «En una sociedad donde no hay algo por lo que valga la pena morir, tampoco hay nada por lo que valga la pena vivir», dejó escrito en este tiempo de relativismo moral. Quizá en esas palabras estuviera la clave de su histórica renuncia.
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