Crimen de Cuzcurrita de Río Tirón
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Crimen de Cuzcurrita de Río Tirón
«Si no nos dan aún el cuerpo sé que es por nuestro bien»En la madrugada del dos de mayo, el reloj de Guillermo Castillo se paró de golpe. De muchos golpes. Tantos que acabaron con la vida de un hostelero afable y querido, que durante medio siglo había colocado a Cuzcurrita del Río Tirón en el ... mapa de los amantes de la mesa tradicional, enjundiosa y alegre.
Esa noche, uno o varios asesinos segaron la vida de Guillermo, quebraron la de sus hijos y su familia y rompieron la tranquilidad de un pueblo idílico.
Cuatro semanas después, mucho ha cambiado. Han mudado gobiernos y ayuntamientos, se han convocado unas elecciones generales, se han desarrollado las vides que él tan celosamente cuidaba... Pero el dolor de los deudos de Guillermo se mantiene como uno de los sillares de arenisca que dan personalidad a al pueblo: el tiempo logra erosionarlos levemente, pero no hacerlos desaparecer.
Yolanda Castillo, su hija y portavoz de la familia, lleva casi un mes «viviendo sin vivir», según sus palabras. «Dejé a mi padre una noche con la idea de ir al día siguiente a Logroño y... mira». Mirar significa ver los precintos de la Guardia Civil en la puerta del domicilio de Guillermo y en el cristal roto de su coche. Mirar es comprobar que sigue habiendo flores frescas en el improvisado altar de su entrada, además de un gran crespón negro. Y también sentir que la vida sigue, con un pueblo desperezándose tras la romería de Tironcillo.
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Pero falta Guillermo, como explicaba una de sus vecinas: «Nos hemos acordado mucho de él, siempre está presente». Y también su cadáver, que permanece en el Instituto Anatómico Forense de Logroño sin poder ser enterrado. «Si no nos dan el cuerpo sé que es por nuestro bien. Ahora no me importa tanto poder enterrarlo sino saber quién lo hizo, quién mató a nuestro padre», explica Yolanda.
Casi un mes dándole vueltas a la cabeza, analizando cualquier recuerdo, gesto o acto que pudiera resultar un indicio para saber qué «monstruo o monstruos» («llamarles animales sería una falta de respeto», sentencia la hija) pudieron acabar con la vida de su padre. Quién entró esa noche en casa de Guillermo («era una buena persona, generosa, seguro que abrió con una sonrisa en la boca», imagina) es la pregunta que sigue sin encontrar respuesta.
El caso se encuentra en secreto de sumario y Yolanda repite una y otra vez que carece de cualquier información. «No me han dicho nada de nada, no ha habido 'picoteos'... Nos están tratando con mucha educación, con mucho respeto y cariño, pero sin soltar prenda. Y eso, aunque parezca raro, me da confianza. Confío ciegamente en la Guardia Civil, sé que se están dejando la piel en el caso, y también confío en el equipo de Medicina Legal. Sé que hay muchas, muchísimas personas trabajando detrás», analiza.
Se han tomado muestras de ADN de los familiares y de las personas que tenían acceso a la casa de Guillermo para afinar las pesquisas. Se han mandado las pruebas a Madrid y la investigación se mantiene muda, pero firme.
Y rota pero también firme continúan Yolanda y los suyos. «He aprendido a sacar lo mejor de lo peor. Ahora me parece hasta positivo que el cadáver esté en el Instituto de Medicina Legal. Lo podían haber escondido o enterrado en otra parte. Si su cuerpo sirve para encontrar al asesino, todo esto valdrá la pena. Después podremos enterrarle y podrá descansar», sentencia Yolanda, que dice mantenerse en pie por la «fuerza» que le da su padre. «La paz interior, a mi hermano y a mí, nos la daría una detención, pero sé que se está haciendo un buen trabajo», recalca.
La vida sigue fuera. Solo se ha desprecintado la Bodega Guillermo, el restaurante del que era alma y anfitrión, aunque su reapertura deberá esperar a que se resuelva el caso. «Fue su vida y también es la mía. Allí crecí, en la mesa junto a la cocina hacía los deberes, mi madre cosía...», recuerda.
«Mi padre era feliz recibiendo. Le ofrecieron irse a México, a Madrid... 'Pero, ¿qué cojones hago yo allí?', respondía. A él le hacía feliz que la gente viniese a comer a su pueblo, a su casa, que se tomase un vino en los bares, conociese Cuzcurrita y luego, a la bodega», prosigue. Y ella quiere mantener su legado, pero será después. «Por el momento, no entra en mi cabeza reabrir. Hay otras cosas más importantes», abunda.
Ahora toca encontrar al «monstruo o monstruos» y aprender a sobrevivir con las heridas. «Cada mañana voy a su puerta, rezo, lloro y le pido fuerzas. Me viene bien», se sincera Yolanda, que solo esperar «poder mirar a los ojos» del asesino y saber qué ocurrió esa noche.
Quién cruzó el umbral del domicilio de Guillermo amparado en su sonrisa y por qué le mató a golpes. Si era un conocido o alguien ajeno («no creo que sea una casualidad, que una banda o un delincuente haya elegido a mi padre al azar», analiza). Quién arrastró el cuerpo para revolver cajones y luego poder cerrar la puerta.
Y saber si un atraco, un vil robo, puede causar tanto dolor en una familia y en un pueblo porque ella, de momento, navega en un mar de incógnitas.
Desde ese ya lejano dos de mayo, cuando solo pudo vislumbrar brevemente pero intensamente el horror, hasta ahora Yolanda y los suyos solo buscan una respuesta. El pueblo sigue en 'shock' y hasta Paco, el chihuahua del fallecido, no ha superado el trauma de esa noche fatal: «No hace más que ladrar, tiene miedo».
En unos días, Yolanda cumpliría años. «Serían las bodas de oro con mi padre. Éramos un equipo, en lo profesional y en lo personal. Estábamos todo el día juntos y le echo mucho de menos», concluye.
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