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Daniela tiene 18 años y arrastra una adolescencia nada fácil. Con 16 el juez de Menores acordó su ingreso en régimen cerrado en el centro Virgen de Valvanera. La noche anterior se había peleado con su madre, hubo algo más que palabras y acabó denunciándola. «Todo explotó». Aquel episodio fue el detonante, pero la mala relación con su progenitora y con la vida en general venía de atrás. Con 12 o 13 años, no lo recuerda con exactitud, «todo empezó a irse de madre». «Hacía siempre lo que me daba la gana, me decían no hagas eso y lo hacía, no te juntes con esa gente y me juntaba con esa gente y peor aún». No era capaz de controlar la ira: «Lo rompía todo y pegaba a todo el mundo». En su camino se cruzaron las drogas y una relación demasiado tóxica. «Empecé a hacer cosas que no eran de mi edad». Daniela tenía la vida hecha jirones, estaba perdida.
La primera noche en el centro la pasó en su habitación llorando sin parar. Los días siguientes no quería comer, «no por nada, sino porque era un entorno nuevo, no sabía nada, no conocía a nadie. Estaba superasustada y pensaba: ¿Qué hago aquí?». Con el tiempo empezó a entrar en la dinámica del centro, en las normas, en la disciplina que comienza cada día con el aseo personal. Todo está reglado y medido. Entre tanto, se sucedían las conversaciones con Lidia Ibáñez, la psicóloga, también con la psiquiatra «con todo el mundo, con los coordinadores...». «Muchas noches las educadoras se quedaban hablando conmigo, consolándome y aconsejándome aún sabiendo que era su cambio de turno», cuenta.
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Al mes, Lidia le dijo si quería hablar con su madre. La respuesta fue un no rotundo. Tuvieron que pasar tres meses más hasta que llegó ese primer contacto. Le propuso escribirle una carta y accedió. «Le dije que entendía por qué lo había hecho, que se lo agradecía, que estoy mucho mejor, que me están ayudando mucho, que la quería mucho, porque al final esas cosas también hay que decirlas, hay que calmar a tu madre. Le dije: te perdono, que no pasa nada, que entiendo por qué lo hiciste».
A aquella primera carta le sucedieron varias y el siguiente paso fue una llamada. Había que recomponer una relación maltrecha. No recuerda muy bien las primeras palabras, «supongo que un hola, ¿cómo estás?». Luego accedió a que incluyeran a su madre entre las personas autorizadas para llamar. No todo fue un camino de rosas. Muchas veces colgaba alterada, «tenía que venir gente a calmarme, otra veces me metía a la cama rayada».
Después de mucho trabajo y esfuerzo de todos los profesionales que trabajan en el centro, se produjo el primer encuentro entre madre e hija. Se levantaron, se dieron un abrazo y se rompieron a llorar. «Fue todo muy emotivo», recuerda Lidia que está junto a Daniela durante esta entrevista y lo estuvo también en aquel instante.
Hasta llegar allí fue todo muy pausado y progresivo, con normas y más normas y una disciplina que nunca había tenido. Antes se levantaba y «no quería hacer nada más que fumar». En el centro empezó con 'competencias clave' y a día de hoy, después de haber pasado ocho meses en el centro y un año de libertad vigilada, trabaja y estudia la ESO, «saqué dos 8 y se lo dije a todo el mundo». Con mucho esfuerzo ha logrado dar la vuelta a su vida como a un guante, lejos de las drogas. «Lo que hay que saber es que sólo cambias si tú quieres cambiar», dice.
La relación con su madre «no es que sea idílica, seguimos teniendo peleas, pero lo importante es saber cómo gestionarlas. Es mejor tomarse cinco minutos y luego decir lo que quieras, pero con cabeza». Si no hubiera entrado en el centro «no sé dónde estaría ahora, seguiría con las mismas compañías, con las drogas... aquí te ayudan a cambiar, a tener un futuro, a progresar».
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