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Un día después de tomar posesión, Concha Andreu recibió a Diario LA RIOJA en el despacho que acababa de abandonar su antecesor, decorado aún al estilo José Ignacio Ceniceros: austeridad máxima, innata a un castellano viejo. Como legado, un galán de noche que dejó su ... antiguo propietario. Cien días después, la presidenta ya ocupa su propia estancia, en el edificio adosado al Palacete: el despacho que antes alojó a la consejera Begoña Martínez, una sala funcional donde todavía anida una suerte de provisionalidad, un aire de recién llegada. Como si aún no hubiera tomado posesión del todo y tuviera que exorcizar la herencia que recibió en forma de «cajones vacíos», metáfora de una queja demasiado reiterada en alusión a la carga que supone gobernar maniatada por la inercia de casi un cuarto de siglo de hegemonía del PP. Como sabe que esos lamentos desairan a quien los profesa, Andreu se resiste a perseverar en ellos y se va corrigiendo a lo largo de la entrevista. Cuyo espinazo tiene algo de Guadiana: aparece y reaparece el pasado en cada párrafo cuando se le interroga por la sustancia de su corta andadura como presidenta, igual que brota y rebrota el porvenir hacia donde dirige su discurso, con pinta de carta a los Reyes Magos. De momento, más voluntarismo que promesas concretas.
En este despacho tan impersonal que ocupa, el detalle que habla más elocuentemente de ella apunta a un incipiente narcisismo: las seis letras a cuerpo gigante que forman su apellido y presiden una estantería. Hay fotos también. Una con Pedro Sánchez (es una imagen rara, tal vez otra metáfora: casi una tercera parte de ella la monopoliza el presidente murciano, la única región que empeora el dato riojano de PIB este año) y dos retratos del Rey, uno en solitario, otro con la Reina. Hay un surtido de cactus para combatir la perversa atmósfera que irradian los ordenadores (¿cuarta metáfora?) y unos cuantos libros. Sobre una mesilla, un ejemplar de las Glosas; en un estante, el canónico 'Fuego y cenizas', la obra donde Michael Ignatieff reflexiona sobre las entrañas de la política a partir de su propia experiencia. De su mala experiencia: el politólogo canadiense huyó un día del confort del campus y regresó amargado de su paseo por el lado oscuro de la realidad, el genuino. «Nada te va a causar más problemas en política que decir la verdad», concluyó. Como guía de viajes por las entrañas del Palacete, el libro parece una elección sorprendente. O una nueva metáfora.
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Porque Andreu no es una intelectual como Ignatieff. Es una política de acción, que deja en la entrevista una dominante sensación de impaciencia porque acaba de descubrir, como todo recién llegado, el ritmo lento al que avanzan las cosas de palacio. No pierde alguno de sus atributos más conocidos (la desenvoltura, la afabilidad, esa retranca suya) mientras sigue preguntándose en qué consiste esa cosa tan extraña, gobernar. Aún carece de respuestas concretas, detalladas, según esa misma doctrina que inspira sus contestaciones. Respuestas vagas, imprecisas, que sirven para afirmar algo y a continuación su contrario. Como si le costara pasar del Legislativo al Ejecutivo; como si estos cien días largos en el Palacete fueran tan solo un prolongado tiempo muerto que se concede a sí misma antes de tomar el bisturí y pasar de verdad a la acción. «Vivimos tiempos nuevos», suspira mientras recurre al refranero familiar, tan riojano, para resumir en una frase cómo ve La Rioja desde la Presidencia: «Como dice mi madre, tal día hará un año».
La cita es pertinente porque apela al conjunto de la entrevista: el exceso de ansiedad. En cada respuesta, Andreu reclama paciencia (empezando por ella misma) para desmontar el complicado mecano que heredó del PP, como si ahí afuera, tras los ventanales por donde asoma El Espolón (y la vida), el tiempo se hubiera detenido. Como si tuviera demasiado presentes las lecturas de Ignatieff y temiera consumirse en las llamas del poder en apenas cuatro años, el triste y cruel destino que aguardaba a su antecesor. De Ceniceros apenas queda nada en estas estancias: sólo cenizas, ese juego de palabras. Y un atributo que le hermana con Andreu, sin sospecharlo ninguno de ellos: el realismo. La propensión a pragmatizar que caracteriza a todo gobernante. En nombre del realismo, la presidenta amortigua hoy su perfil audaz. Y en su nombre también ruega cuando despide a la prensa lo mismo que al principio: tiempo. Tiempo. Para escapar del fuego. Para releer a Ignatieff: «Las maniobras políticas de última hora no suelen evitar el naufragio de una nave que se hunde».
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