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El virus entró oficialmente en La Rioja hace ahora un año. El dos de marzo de 2020 se confirmaron los dos primeros casos de coronavirus en la región: un sanitario logroñés que trabajaba en el hospital Txagorritxu de Vitoria; y un vecino de Haro, de 52 años, que días antes había acudido a un funeral en la capital alavesa y que estaba ingresado con neumonía en el hospital Santiago Apóstol de Miranda. Ahora sabemos que el virus entró por ahí como pudo haber entrado por cualquier otro sito. Era cuestión de tiempo que aquel bichito exótico que un mal día apareció en la ciudad china de Wuhan acabara paseándose a sus anchas por la ribera del Ebro.
Ni siquiera entonces fue una sorpresa: el virus estaba causando ya estragos en la Lombardía italiana y sin embargo los viajes a Milán o Bérgamo -ida y vuelta- seguían siendo tan felices y despreocupados como siempre, sin controles en los aeropuertos ni restricciones ni distancias interpersonales. Se trataba, según decían las autoridades, de evitar el alarmismo. El director del Centro Coordinador de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio, Fernando Simón, convertido en un apacible oráculo de voz rasgada, se afanaba con éxito en enviar noticias tranquilizadoras. «España no va a tener, como mucho, más allá de algún caso diagnosticado», vaticinó Simón el 31 de enero de 2020. «Seguimos en fase de contención; España puede contener al virus», profetizó el entonces ministro de Sanidad, Salvador Illa, el 6 de marzo de 2020. Eran aquellas las épocas en las que no había equipos de protección ni pruebas diagnósticas, las aglomeraciones se declaraban inocuas y las mascarillas incluso resultaban «contraproducentes».
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Pero todas aquellas cataplasmas de tranquilidad se resquebrajaron en apenas unos días. La marea llegó antes a La Rioja que a otras comunidades autónomas. El día 7 los vecinos de Haro asistieron con estupor al inquietante espectáculo de los GAR desplegados por su ciudad, con los agentes equipados con trajes de guerra bacteriológica, para entregar órdenes de aislamiento a los infectados. Ya entonces había cinco pacientes ingresados en el hospital San Pedro, uno de ellos en la UCI. Tres días después, se notificaban las dos primeras muertes por COVID en la región y el Gobierno autonómico acordaba el cierre de todos los colegios. La Rioja comenzó poco a poco a llenarse de féretros, sobre todo en las residencias. Los ancianos morían solos, ahogados, desprotegidos. Trescientas personas que vivían en geriátricos han fallecido en la comunidad autónoma por coronavirus, la gran mayoría durante la primera ola de la pandemia.
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El día 14 de marzo ya no había lugar para las letanías tranquilizadoras de Fernando Simón: España declaraba el estado de alarma y se preparaba para un escenario de pesadilla. La primera ola estaba a punto de engullirnos y el Ejecutivo de Pedro Sánchez ordenaba el confinamiento de toda la población «salvo por cuestiones imprescindibles».
Ese mismo día, en la página 28 del periódico, un titular llamaba la atención: «El Gobierno prepara al país para más de 10.000 infectados y cientos de muertos».
Un año después, España suma más de 3,2 millones de infectados y una cifra de muertos oficiales (positivos confirmados) que roza los 70.000. Solo en La Rioja se han registrado 27.463 contagiados y 725 muertos.
Setecientos veinticinco.
Algo más de dos de cada mil riojanos han muerto por coronavirus en los últimos doce meses.
Es como si en un año hubiera desaparecido, sin dejar rastro, todo el pueblo de Briones.
El gráfico que ilustra estas páginas muestra con crudeza el comportamiento de la pandemia. Se trata de la incidencia acumulada en casos por cien mil. Esas cifras que parecen tan abstractas se traducen matemáticamente en hospitalizaciones, ingresos en la UCI y fallecimientos. Solo los confinamientos estrictos parecen cortar de un tajo la expansión del virus, mientras que los momentos de relajación anteceden siempre a una explosión virulenta de la enfermedad. Salvo en verano, casi no ha habido valles ni mesetas: todo ha sido un alocado subir y bajar. Quizá el caso más significativo se produjo en Navidad. La Administración optó por mostrarse flexible y permisiva, con el resultado que se puede apreciar a simple vista: la curva ascendente se convirtió de pronto en un muro imposible de escalar. Un año después, y salvo que las vacunas lo remedien, la ecuación entre salud y economía sigue sin solución. La hostelería logroñesa y la arnedana, por ejemplo, han estado cerradas más de 110 días.
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Abel Verano, Lidia Carvajal y Lidia Carvajal
Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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