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La Real Academia de la Historia (RAH) ocupa un palacete neoclásico en el centro de Madrid, no lejos del paseo del Prado. El edificio –solemne, austero y de líneas muy puras– nació como un despacho de libros sagrados dependiente de la comunidad escuarialense de monjes jerónimos. De ahí le viene su extraño nombre, Casa del Nuevo Rezado, que sin embargo cuadra perfectamente con el contenido más preciado de su biblioteca: los 69 códices del monasterio de San Millán de la Cogolla que acabaron ahí en 1872, después de una azarosa historia que se inició cincuenta años antes. En 1821, cuando la desamortización dejó sin protección monasterios y conventos, el jefe político de Burgos ordenó su traslado en carromatos a la capital castellana. En el año 1851, ya se había pedido desde Madrid «la remisión de códices pertenecientes a los monasterios de San Millán de la Cogolla y San Pedro de Cardeña (Burgos)», mandato que solo se cumplió veintiún años más tarde.
Nadie sabía entonces el valor exacto de aquellos manuscritos, más allá de intuir su formidable antigüedad y de admirar las bellas ilustraciones que algunos de ellos incorporaban. Fue en 1911 cuando el académico Manuel Gómez Moreno reparó en las glosas –anotaciones al margen– que aparecían en el códice número 60 y las remitió a Ramón Menéndez Pidal, que las estudió a fondo. En aquellas modestas líneas encontraron los lingüistas los trazos más primitivos del protorromance hispánico, un nuevo idioma nacido de las cenizas del latín.
Aunque la valoración científica de Las Glosas ha oscilado con el tiempo y su datación sigue siendo controvertida, la Real Academia de la Historia custodia el códice 60 como el mayor de sus tesoros. «No podemos dejarlas salir de aquí, son nuestras Meninas», explicó la directora de la RAH, Carmen Iglesias, cuando el Gobierno de José Ignacio Ceniceros se interesó por su repatriación.
Con la desamortización, en 1821 más de sesenta códices de San Millán iniciaron un viaje que, con parada en Burgos, les acabó llevando a la Real Academia de la Historia. Años más tarde, Menéndez Pidal y otros eruditos descubrieron la enorme importancia que tenían las glosas del códice 60.
Entre aquellos códices había varias copias manuscritas, bellamente iluminadas, de los comentarios al Apocalipsis del Beato de Liébana. Uno de los Beatos emilianenses más hermosos se guarda en el Monsterio de El Escorial.
El arca relicario que guardaba los restos de San Millán estaba decorada con alhajas y relieves de marfil. Tras el saqueo napoleónico se perdieron todas las joyas y se arrancaron varias placas ebúrneas. Hoy se encuentran en San Petersburgo, Nueva York, Washington, Boston y Florencia.
Otro hermoso trabajo de marfil que estaba en el monasterio riojano. De la cruz, fechada en torno al año mil, sobreviven tres de sus cuatro brazos: dos están en el Museo del Louvre y otro más en el Museo Arqueológico Nacional.
El fabuloso cuadro del pintor neerlandés Hans Memling fue vendido a finales del siglo XIX por el cura de Santa María la Real a un anticuario por 3.000 pesetas. Hoy es una de las piezas más relevantes del Real Museo de Bellas Artes de Amberes.
Varios ladrones entraron en la iglesia de la Santa Cruz, en Nájera, en 1913, cortaron la luz y robaron el tríptico de Ambrosius Benson. Noventa años más tarde, cuando el delito ya había prescrito, fue subastado en Sotheby's. Lo compró un coleccionista anónimo por 1,4 millones de euros.
En el año 1971, unos ladrones llegaron a la aldea de Torremuña, abrieron la iglesia y desgajaron tres tablas del retablo hispano-flamenco del siglo XV. Nadie sabe dónde están. Para evitar más destrozos, el resto del retablo fue trasladado días después al Museo de La Rioja.
El oratorio de San Felipe Neri, en Ezcaray, fue desmantelado en 1925. La familia propietaria vendió su retablo a un anticuario de Barcelona. Luego, a través de un marchante de arte de Nueva York, fue adquirido por Raymond Gould, un coleccionista privado de Pasadena (California) que acabó donándolo a la archidiócesis angelina.
La monumental farmacia monástica, construida en el siglo XVIII, permaneció en Nájera tras la desmortización, a cargo del mismo monje boticario. Sus sucesores la vendieron a los laboratorios Cusí, en El Masnou, en cuyo Museo de Farmacia se encuentra.
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El pasado martes, el presidente de La Rioja, Gonzalo Capellán, volvió a la carga. El nuevo Ejecutivo no pretende la entrega permanente de Las Glosas, sino algo mucho más modesto: su cesión temporal para montar una gran exposición en San Millán de la Cogolla. Según indican fuentes gubernamentales, el encuentro con Carmen Iglesias discurrió de manera cordial y solo fue «una primera toma de contacto» para allanar el camino al regreso, siquiera provisional, del códice 60 al recóndito lugar en el que nació. Iglesias –catedrática de Ideas y Formas Políticas, patrona de la Fundación San Millán y discípula del gran humanista riojano Luis Díez del Corral– no es un hueso fácil de roer. Las Glosas están escondidas en la biblioteca de la RAH, no se muestran al público y muy raras veces se exhiben. En 2001 protagonizaron la exposición 'Tesoros de la Historia' que la Academia organizó, con sus fondos, en el Palacio Real de Madrid.
Puede que Las Glosas acaben algún día visitando los muros herrerianos de Yuso, pero será mucho más difícil que algún día el arca relicario de San Millán luzca como se creó, con las placas de marfil que narran las escenas más importantes de la vida del santo ermitaño.
Dieciséis de ellas quedan aún en el monasterio, pero algunas se han perdido y otras siete iniciaron en el siglo XIX un extraño viaje por el mundo hacia los sitios más inesperados. Las tropas napoleónicas entraron a saco en la península y los soldados más avispados requisaron las alhajas del arca y comprendieron que aquellas placas también podían valer su dinero... o no. Alguna llegó a cambiarse por «unas libras de chocolate». La escena de la muerte del santo está rota en dos pedazos: uno se encuentra en el Fine Arts Museum de Boston y el otro en el Museo Nazionale del Bargello, en Florencia. La cabeza del pobre Millán reposa a 6.300 kilómetros de su cuerpo, con un océano y varias cordilleras de por medio.
El Museo del Hermitage, en San Petersburgo, puede presumir de tener cuatro placas del arca. Según indica José Gabriel Moya Valgañón, las compró el banquero ruso Alexander von Stieglite, que en 1878 las cedió al Museo de la Escuela de Arte que él mismo había fundado. Tras el triunfo de la Revolución, las piezas de marfil acabaron enriqueciendo la colección de arte medieval del Hermitage. El bellísimo pantocrator, que hoy luce en el Dumbarton Oaks Museum de Washington, pasó antes por diversas colecciones europeas hasta que uno de sus últimos propietarios, Otto Kahn, resolvió cedérsela temporalmente al Metropolitan de Nueva York en 1928. Finalmente, los responsables del Dumbarton la compraron en 1948 al marchante Joseph Brummer.
La placa que hoy sí está en el Metropolitan, de una gran belleza y dinamismo, en la que se muestra a un intrépido Millán ascendiendo por los montes Distercios, ha sido la adquisición más reciente de todas. Los responsables del MET la compraron en 1987 al galerista suizo Cyril Humphris por un montante no especificado. Inicialmente la pieza figuraba como «procedente de Castilla y León», aunque en 2016, tras una petición de este periódico, el Metropolitan corrigió el error y la fechó en La Rioja.
El expolio de los marfiles se completa con los que decoraban el arca de San Felices, más modestos aunque de gran calidad en su ejecución. Algunas placas están hoy en el Museo Arqueológico Nacional. También desapareció de San Millán una cruz ebúrnea, fechada en torno al año mil. Dos de sus brazos –el superior y el inferior– han acabado en el Louvre, otro en Madrid y del cuarto no se tienen noticias.
La calidad y el interés histórico de las obras sustraídas en San Millán justifican su protagonismo, pero ladrones y compradores ventajistas han saqueado la comunidad autónoma de arriba abajo durante años. Vírgenes, santos, copones, sagrarios, columnillas... La despoblación ha ido dejando cientos de objetos apetitosos a la intemperie. Hay ejemplos sangrantes. En 1971, varios ladrones forzaron la puerta de la iglesia parroquial de Torremuña, una aldea camerana de difícil acceso, y arrancaron tres tablas de su monumental retablo del siglo XV. Según relata Sergio Larrauri en la revista 'Belezos', probablemente las bajaron en burro por una senda hasta Vadillos, a diez kilómetros, último lugar al que entonces llegaba la carretera. Aquel robo –seguramente por encargo– alertó a las autoridades, que decidieron rescatar el resto del retablo y trasladarlo, no sin esfuerzo, al Museo de La Rioja. Nadie sabe hoy dónde están esas tres tablas de estilo hispano-flamenco robadas en Torremuña, aunque, por la dificultad de que salgan al mercado, podemos imaginarlas en alguna colección particular.
Nájera compite con San Millán como enclave más castigado por el expolio. Al menos, tres piezas muy notables han desaparecido de la antigua capital del reino. Cada una tiene una historia diferente y juntas forman un buen catálogo de la destrucción del patrimonio riojano por los métodos más diversos. Las tablas del pintor flamenco Memling ('Dios padre con ángeles cantores y músicos') estuvieron en el monasterio de Santa María la Real hasta finales del siglo XIX. Según relató Constantino Garrán en varios artículos publicados en este periódico en 1906, un anticuario madrileño, Rafael García, que llevaba tiempo interesado en adquirir el tríptico, convenció finalmente al párroco, Cirilo Palacios de la Prada, que en 1885 accedió a entregárselo a cambio de 3.000 pesetas. Al padre Cirilo aquella suma le pareció una cantidad fabulosa, con la que pudo, entre otras cosas, arreglar el órgano y la sillería del coro. Por su parte, el cuadro, tras un confuso ir y venir de anticuarios e intermediarios, acabó en el Real Museo de Bellas Artes de Amberes, que decidió comprarlo por 240.000 francos (al cambio de hoy superaría los 1,4 millones de euros). Después de una costosa restauración que se prolongó por dieciséis años, el Memling de Nájera es una de las piezas más relevantes de la institución cultural belga.
Si lo de Santa María la Real fue una mala venta, propiciada por la necesidad y la ignorancia, lo de la Santa Cruz fue un robo puro y duro. En aquella iglesia najerina lucía un tríptico del pintor flamenco Ambrosius Benson, una obra maestra de la primera mitad del siglo XVI. En diciembre de 1913, según relataba el corresponsal de este periódico, los ladrones –probablemente cuatro– cortaron la luz, recogieron el cuadro, «que pesa doce arrobas», y lo sacaron de la iglesia «por la parte menos frecuentada». Luego se lo llevaron en automóvil o lo ocultaron en alguna casa del pueblo. La policía interrogó a varios sospechosos, vecinos de la localidad, sin resultados. El tríptico de la Lamentación se esfumó hasta que, casi noventa años después, salió a subasta en la sala Sotheby's, de Londres. Aunque primero se intentó recuperar por la vías legales, la prescripción del delito impidió cualquier reclamación. El Ministerio de Cultura llegó entonces a pujar 1,1 millones de euros por el cuadro, pero un comprador particular acabó llevándoselo a casa por 1,46 millones. No se sabe qué hizo con él ni dónde está.
La tercera pieza najerina que hoy yace a cientos de kilómetros de distancia es la monumental botica del monasterio de Santa María la Real, de estilo barroco y elaborada en el siglo XVIII. «Un extraordinario conjunto de nueve cuerpos, dispuesto en hemiciclo», tal y como enfatiza el Consejo General de Colegios Farmacéuticos. Tras la desamortización, la botica siguió en manos del mismo monje, reconvertido en farmacéutico civil. Sus sucesores la vendieron en 1921 a los Laboratorios Cusí, que la trasladaron módulo por módulo a El Masnou (Barcelona), cuyo Museo de Farmacia preside desde entonces.
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