El mundo al revés, nunca mejor dicho. Cuando la invasión de Ucrania comenzó en febrero de 2022, EE UU lideró la respuesta occidental contra Rusia mientras Europa actuó como filial de sus decisiones al tiempo que mostraba numerosas prevenciones ante el peligro de alimentar un ... conflicto bélico en el continente. Ahora, en cambio, son los gobiernos a este lado del Atlántico los que han impuesto una presión creciente sobre Washington para que superase sus temores a una tercera guerra mundial y autorizara a Kiev a utilizar el armamento estadounidense en suelo ruso.
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La táctica tuvo resultado pasada esta medianoche cuando los medios norteamericanos y la BBC anunciaron que, finalmente, el presidente Joe Biden había aceptado dar la luz verde. El ejército ucraniano podrá emplear los arsenales que le proporciona EE UU para llevar a cabo incursiones al otro lado de la frontera, eso sí, con notables restricciones. La primera de ellas es que los ataques tengan un «alcance limitado» –es decir, nada de acercarse a Moscú–, no afecten a civiles y se circunscriban únicamente contra las tropas enemigas, bases militares o lanzaderas de misiles que amenacen o agredan a Járkov, la ciudad y región dramáticamente asediadas y próximas a caer en manos invasoras.
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Juan Carlos Barrena
Ahora será el Pentágono el que marque al Estado Mayor ucraniano las directrices sobre lo que puede o no atacar. Fuentes de la Casa Blanca reiteraron esta madrugada que serán muy exigentes en esta materia y que la prohibición de utilizar armas fabricadas en Estados Unidos en misiones de «largo alcance» dentro de territorio ruso sigue vigente. En la práctica, se trata de un pronunciamiento que persigue satisfacer a unos sin encolerizar a otros reduciendo sus consecuencias sobre el terreno. También es una manera de evitar que EE UU se quede aislado de algunos de sus principales socios en la OTAN, que ya han dado permiso a Kiev para realizar ataques al otro lado de la frontera con cohetes occidentales, frenar la operación militar rusa –que ha conquistado cuarenta poblaciones de Járkov y su entorno en el último mes– e intentar que el Kremlin no dé una respuesta agresiva tendente a escalar este conflicto a un nivel global.
Sí es cierto que la medida supone el mayor giro de la estrategia estadounidense en la invasión. El principal objetivo de Ucrania es emplearlo ahora para neutralizar el fuego de artillería que llega desde más allá de la línea fronteriza y las bombas planeadoras que martirizan Járkov. Estos proyectiles pueden ser lanzados desde los aviones de combate rusos a muchos kilómetros de distancia, sin necesidad de cruzar la frontera y ponerse a tiro de las baterías o los cazas ucranianos. Hasta ahora.
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Antes de Estados Unidos, Dinamarca fue ayer el último país en sumarse a este grupo de países que han dado vía libre a Kiev. Lo componen Canadá y más de media docena de gobiernos europeos. Cuentan con el respaldo del secretario general de la OTAN y entre ellos figuran países potentes como Reino Unido y Francia, cuyo presidente, Emmanuel Macron, acaba de proponer también el traslado a Kiev de una gran coalición europea de instructores militares.
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Dinamarca y Estados Unidos son solo un ejemplo más de que las barreras van cayendo. Nunca en los dos años largos de invasión el mundo se está arriesgando tanto a asomarse al abismo de una escalada global, posiblemente en la confianza de que el Kremlin no responderá, como ha sucedido con anteriores situaciones en que los límites se han sobrepasado. Aunque hay sombras al respecto. «Los países miembro de la OTAN, especialmente Estados Unidos y otras capitales europeas, han entrado en los últimos días en una nueva ronda de aumento de las tensiones», alertó ayer el portavoz de la Presidencia, Dimitri Peskov, quien acusó a Occidente de formular «muchas afirmaciones belicistas» e incitar a Kiev a continuar «una guerra sin sentido». Llegados a este punto de tensión, a numerosos expertos les sorprende la ausencia entre los principales líderes internacionales de llamamientos a buscar una salida negociada que ahorre sangre y la amenaza de un mundo en llamas.
Al presidente estadounidense no le ha gustado el aislamiento al que le han sometido sus socios de la OTAN. Pero se sabía que incluso su secretario de Estado, Antony Blinken, le había aconsejado levantar el veto a Ucrania y que urgía dar una respuesta antes del 6 de junio, cuando los mandatarios aliados se reúnan para conmemorar el 80 aniversario del desembarco de Normandía. La Casa Blanca ha argumentado que era necesaria una «rápida revisión» de sus postulados ante la «realidad cambiante» del frente y los peligros que amenazan a Járkov.
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A Zelenski tampoco le había satisfecho la renuencia de EE UU a darle vía libre en estas últimas semanas. El miércoles lanzó un dardo envenenado a Biden y dijo que si no acude a su cumbre de paz, prevista a mediados de junio en Suiza, «su ausencia sólo será aplaudida por Putin con una gran ovación». Por su parte, Blinken, que estuvo en Kiev hace unos días, aprovechó a instar al líder ucraniano a esforzarse más contra la corrupción. Dos ejemplos de los roces entre ambas administraciones, a los que se añaden otros de carácter más 'interno'. Al parecer, según 'The Washington Post', Zelenski ha llegado a destituir a altos cargos de su Gobierno por mostrarse muy cercanos a Washington. Funcionarios de su gabinete también se dedicaron a criticar a Blinken en su reciente visita acusándole de insensibilidad por tocar la guitarra en un pub de Kiev con la guerra en curso.
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El rifirrafe más serio entre los dos países en este momento son los ataques con drones que Kiev dirigió los pasados días 23 y 26 de mayo contra dos radares de alerta nuclear temprana rusos. Se trata de sendas estaciones situadas en Armavir, en Krasnodar -próxima a la frontera y la única que sufrió algún daño-, y la de Orsk, en Orenburg, a 1.100 kilómetros y cercana a la muga con Kazajistán. Este radar se encuentra enfocado hacia China y Oriente Medio, por lo que han extrañado las explicaciones de Kiev de que la ofensiva obedeció a que las instalaciones se utilizan para rastrear los movimientos de los misiles y drones ucranianos.
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Los radares «no están implicados» en las operaciones militares rusa, han rebatido fuentes cercanas a la Casa Blanca, pero son «lugares sensibles» y el Kremlin podría catalogar su destrucción como una amenaza a su dispositivo de vigilancia nuclear. A su vez, esta circunstancia «podría socavar» el complejo equilibrio atómico con las naciones occidentales.
El Kremlin dispone de satélites programados para vigilar posibles lanzamientos balísticos desde territorio norteamericano y de la OTAN. Son capaces de detectar el calor de sus motores en caso de disparo. A este 'ojo nuclear' se unen los sistemas de alerta temprana en tierra, los radares Voronezh-DM, que pueden detectar un proyectil atómico a 6.000 kilómetros de distancia y 8.000 de altura. El problema es que si las estaciones fronterizas son inutilizadas, el ejército ruso pasaría a depender de un último radar en Moscú, lo que, a su vez, provocaría una disminución del tiempo de respuesta de 16 a 10 minutos frente al armagedón.
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