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Una nueva y agresiva campaña publicitaria, un cronograma que consolide cuanto antes a Joe Biden como candidato demócrata para evitar rebeliones internas, conferencias simultáneas hasta con quinientos donantes para que mantengan su fe en el presidente. Incluso Jill Biden en la portada del próximo 'Vogue' ... de agosto afirmando que «seguiremos luchando». Todo es combustible necesario para que el presidente de Estados Unidos permanezca en la carrera hacia su reelección.
Días después del desastroso debate televisado frente al republicano Donald Trump, en el que Biden tartamudeó, se mostró falto de reacciones e incluso tuvo momentos erráticos, el Partido Demócrata lucha contra sus propios fantasmas. Antes de iniciar la campaña tuvo tiempo y oportunidades de nombrar otro candidato, pero desechó la idea por la propia insistencia del presidente en presentarse y por la norma no escrita de cortesía política que obliga a facilitarle la posibilidad de un segundo mandato. Predominaba además la idea de que constituía el contrapeso perfecto a Trump. La democracia contra el golpismo. La gestión frente al caos. Pero ahora muchos dudan sobre si han elegido al cabeza de cartel idóneo.
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El veterano mandatario, de 81 años, ha encontrado un aliado inesperado entre los miembros más jóvenes del Congreso y su equipo está enviando el mensaje de que él todavía es la mejor baza. Que cambiarle a estas alturas por alguien menos conocido sembraría un malestar y un desconcierto que hundiría cualquier posibilidad de triunfo. Los asesores han hecho circular una encuesta, según la cual el cara a cara no ha influido en las intenciones de voto.
Sin embargo, nada de eso convence a un sector demócrata que teme que la campaña electoral se convierta en un plebiscito sobre la capacidad de mando de Biden. Y que la desilusión se lleve por delante la Casa Blanca, el Senado y la Cámara de Representantes. El legislador de Texas Lloyd Dogget puso este martes voz a otros congresistas y gobernadores «inquietos» y pidió al candidato que «tome la dolorosa decisión de dimitir». «No debe entregarnos a Trump». Por su parte, la veterana Nancy Pelosi admitió que resulta «legítimo» preguntarse por la salud de Biden, pero confió en que «seguirá siendo un gran presidente».
El respaldo de la familia, con Jill Biden al frente, y los planteamientos de su círculo íntimo de asesores han conseguido que el mandatario se reafirme en seguir adelante y que la mayoría de los altos cargos de su partido lo acepten, pese a que este fin de semana pasado en Camp David se sintió deprimido y «humillado» por el vapuleo de Trump. Los estrategas ajustan los tiempos para que su nominación se produzca en una sesión virtual hacia el 5 de agosto, antes de la convención demócrata prevista en Chicago entre el 19 y 22 de ese mes. Aunque una designación tan temprana no es necesaria, sí sofocaría movimientos internos en busca de un rival a su candidatura o la posibilidad de convocar una convención con nominación abierta donde, cómo mínimo, sería cuestionado.
David Plouffe, antiguo asesor-jefe de Barack Obama, sostiene que en la decisión de volver a elegir a Biden como aspirante pesó mucho el éxito de los demócratas en las reelecciones. Sucedió con Bill Clinton y con Obama. Falló con el debut de Hillary Cliton, justo contra Trump. «La sensación era: mantengamos el rumbo».
Los errores de previsión cometidos entonces se acumulan ahora. Ningún líder, ni siquiera Obama o Clinton, se atrevieron a cuestionar al presidente su voluntad de volver. Tampoco se confeccionó un plan B. Quienes dudaron, como James Carville, colaborador de Clinton en 1992, fueron criticados feroz y publicamente por su descortesía. Y las posibles alternativas que sonaron renunciaron para evitar las iras internas o ni siquiera fueron llamadas. Entre ellos, políticos con un estimable historial como el secretario de Estado de Transportes, Pete Buttigieg; el gobernador de California, Gavin Newsom, o la vicepresidenta, Kamala Harris.
Algunos de esos nombres resonaron seguramente en los despachos demócratas durante el debate de la semana pasada, al que seguirá otro el 5 de septiembre. Biden se lo había preparado con Ron Klain, su primer jefe de gabinete y máximo experto en este tipo de duelos. Con él y dieciocho asesores practicó las posibles preguntas y sus respuestas. El presidente tiene la costumbre de anotarlo todo en tarjetas. Y de padecer tremendos enfados cuando no le solucionan sus dudas.
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En Camp David, Klain le organizó debates simulados para controlar sus reacciones, estudiar sus reflejos, monitorizar sus gestos e incluso dominar su leve tartamudeo. Incluso ordenó que se celebraran a primera hora de la noche, la franja en la que estaba previsto el programa real, y ambientó un hangar como si se tratara del estudio de la CNN. Por eso, todos alucinaron cuando el mandatario empezó a vacilar. Hay quien dice que acusa la condena reciente a prisión de su hijo Hunter.
El principal destello en estas horas aciagas es Jill Biden. Ha rechazado los cantos de sirena que le instaban a convencer a su esposo de retirarse, ha reforzado su apoyo a la candidatura y protagonizará la edición de agosto de 'Vogue'. La primera dama sale una vez más al rescate de su esposo y asegura que no permitirá que «esos 90 minutos (del debate) definan sus cuatro años como presidente. Seguiremos luchando».
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