A un paso del Big Bang Las proezas del telescopio James Webb Viaje al primer instante del universo
Gracias al nuevo telescopio espacial James Webb, los investigadores se están acercando cada vez más a los primeros instantes del universo. ¿Cómo fue la infancia del cosmos? ¿Cómo surgieron las galaxias más antiguas? ¿Confirmará que una extraña estrella que brilla ahí arriba muestra todavía la luz del primer día?
Viernes, 20 de Enero 2023, 12:53h
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Las tinieblas cubrían los abismos», dice el Génesis. Y Dios dijo: «¡Hágase la luz!». Este comienzo parecía un mito religioso, pero resulta que ahora hay fotos. Hans-Walter Rix –director del Instituto Max Planck de Astronomía– lleva años esperando esas imágenes. «Ha merecido la pena», afirma. En el monitor de su despacho se ven multitud de puntos de luz: 100.000 galaxias. Las ha inmortalizado el telescopio espacial James Webb, que alcanzó su puesto de observación en enero de 2022, con casi 15 años de retraso. En julio envió las primeras imágenes al centro de control en Baltimore y el resultado no ha defraudado a nadie.
Contemplar esta imagen provoca mareos: 100.000 galaxias formadas a su vez por miles de millones de estrellas, a lo que hay que añadir todos los planetas que pueden orbitar alrededor de ellas. Más difícil aún es asimilar la inmensidad del tiempo que recoge la imagen. En el mar de luces brillan dos galaxias casi pegadas, pero su luz nos llega desde distancias distintas, 800 millones de años luz en el caso de una y 10.000 millones en el de la otra. Dado que su luz ha viajado hasta la Tierra durante periodos de tiempo diferentes, las galaxias que aparecen en la imagen muestran cómo eran hace 800 y 10.000 millones de años, respectivamente.
Por lo tanto, lo que se ve son dos instantes diferentes de un mismo proceso estelar. Es decir, el telescopio condensa en una sola imagen toda la evolución galáctica. Es como si durante un safari un turista hiciera una foto en la que aparecieran juntos dinosaurios y humanos modernos... y en la que, tras una inspección detallada, se pudieran advertir hasta los primeros microbios que hubo sobre la Tierra.
Un equipo compuesto por más de 50 personas, entre las que se encuentra Hans-Walter Rix, se ha volcado en estudiar esta imagen. Primero han seleccionado los puntos luminosos más débiles; especialmente,los rojizos. El motivo es que la luz que llega a la Tierra desde muy lejos presenta un desplazamiento hacia el rojo o el infrarrojo, lo que hace de este color el de los primeros tiempos. Así han podido identificar las 250 galaxias más antiguas jamás vistas. El récord de edad lo tiene JADES-GS-z13-0. En la foto aparece como un diminuto punto rojo, que se encendió 300 millones de años después del Big Bang.
Cosmólogos y astrofísicos se han abalanzado sobre este hallazgo y lo han hecho porque cuestiona algunas de sus teorías. La pregunta que tienen en la cabeza es: ¿cómo demonios se creó esta galaxia tan vieja? Da vértigo pensar que su luz haya hecho un viaje de millones de años, que haya atravesado inmensidades hasta llegar al espejo del James Webb, un telescopio que flota en algún lugar más allá de la órbita de la Luna. Y que esa misma luz puede desvelar ni más ni menos que los secretos de la infancia del universo.
El telescopio James Webb está facilitando a los astrónomos imágenes con una definición sin precedentes.
En esta región del universo los científicos buscan la luz de los primeros momentos del cosmos. Estas cuatro galaxias se formaron menos de 400 millones de años después del Big Bang. La edad del universo se estima en 13.800 millones de años. La imagen abarca una superficie diminuta para el ojo humano: se corresponde con el tamaño de la cabeza de un alfiler sostenido con el brazo estirado.
Además de esta anciana galaxia, otra imagen está asombrando a los científicos, aunque vista de cerca la foto tampoco parece digna de tanta mística: es una mancha luminosa rodeada por una corona de luz. Lo que la hace notable es algo que los científicos saben y nosotros no: se trata de la luz de un antiguo cuásar, uno de los objetos más sorprendentes del universo.
Los cuásares parecen estrellas, de ahí su nombre: objetos cuasi estelares. Pero son muchos miles de millones de veces más brillantes y están muchos millones de veces más lejos. En realidad, son agujeros negros, poderosísimos pozos gravitatorios en los que se concentra la masa de miles de millones de soles. Los cuásares se encuentran en el centro de las galaxias, desde donde se tragan grandes cantidades de polvo y gas y hasta estrellas enteras. Estos banquetes son uno de los fenómenos más espectaculares del universo: los cuásares emiten hasta mil veces más energía que las galaxias que los albergan.
Los científicos se vuelcan en estudiar los puntos de luz rojizos, este color muestra las estrellas más antiguas
Cuanto mayor es la edad de los cuásares, más enigmáticos son. Los investigadores han puesto sus ojos en dos de ellos. Su luz procede de un momento en el que el universo tenía solo unos 800 millones de años y los investigadores quieren descubrir qué galaxias los formaron. Hasta ahora, eso era irrealizable: la luz de los cuásares es tan brillante que eclipsa las estrellas que los rodean. Sin embargo, los científicos, con la ayuda de las imágenes del James Webb, han logrado separar el resplandor intenso de estos dos agujeros negros del brillo más tenue de las galaxias de alrededor. Y han comprobado que, a diferencia de lo que ocurre con la mayoría de las galaxias maduras, los dos cuásares no se encuentran justo en su centro, sino que las estrellas flotan desordenadamente en torno a los agujeros negros.
«Es posible que lo que estemos viendo realmente sea estas galaxias creándose», dice uno de los investigadores. En las turbulentas fases iniciales del universo, las galaxias se movían violentamente unas alrededor de las otras, colisionando entre ellas. Algunas eran catapultadas al espacio exterior, mientras que otras eran arrastradas al interior de los remolinos gravitatorios. Es probable que trascurrieran más de 1000 millones de años antes de que llegara la calma y los agujeros negros fueran ocupando progresivamente el centro de las galaxias.
A los teóricos todavía les cuesta explicar cómo pudieron formarse esos cuásares en una fase tan inicial del universo. Y les cuesta porque las leyes de la física ponen límites a su crecimiento. ¿Cómo unos agujeros negros tan descomunales se formaron en un momento tan temprano? Los primeros cuásares plantean la misma pregunta que las primeras galaxias: ¿de dónde vienen? La primera conclusión: estos ancianos parecen indicar que las cosas sucedieron mucho más rápido de lo que se creía. Es como si un motor secreto hubiese impulsado el desarrollo del universo.
La vida del universo, en unos minutos
En 1977, dos años antes de recibir el Premio Nobel, el físico estadounidense Steven Weinberg escribió un libro con un título de lo más ambicioso: Los tres primeros minutos del universo. Aunque los físicos han afinado detalles, a grandes rasgos, el guion que planteó el americano sigue vigente: hace 13.800 millones de años se produjo el Big Bang. Las causas del estallido siguen siendo un enigma, pero lo que sucedió a continuación sí se conoce.
–En la primera milmillonésima de segundo, el universo estaba inconcebiblemente caliente, lleno de cuarks revoloteando unos alrededor de los otros.
–Al cabo de una millonésima de segundo, la temperatura seguía alcanzando los diez billones de grados, pero ya era lo suficientemente baja como para que los cuarks pudieran unirse y dar lugar a protones y neutrones.
–Diez segundos más tarde, la temperatura había bajado, pero todavía era de 1000 millones de grados.
En ese momento empezaron a formarse los primeros núcleos atómicos.
Los teóricos han calculado que, al final de los tres minutos, la materia del universo estaba constituida en un 75 por ciento de hidrógeno y en un 25 por ciento de helio, con trazas en proporciones homeopáticas de litio y berilio. Esta es justo la composición que los astrónomos encuentran en el universo actual, una espectacular confirmación de la teoría del Big Bang.
Pasados esos tres primeros minutos, la cosa estuvo tranquila durante una temporada, sin más acontecimientos dignos de mención que el progresivo enfriamiento del universo. El siguiente cambio reseñable tuvo lugar al cabo de 380.000 años. Para entonces, la temperatura era lo bastante baja como para que los protones y electrones se unieran en átomos simples. El plasma se convirtió en gas, momento a partir del cual la luz pudo expandirse sin trabas por todos los rincones. La luz que escapó del horno gigantesco del Big Bang sigue llenando hoy el universo.
En 1964, Arno Penzias y Robert Wilson registraron algo extraño en el rango de las microondas, un ruido de fondo que llenaba el cielo por igual. Al principio no supieron interpretar la señal que habían captado, pero los físicos teóricos no tardaron en comprobar que habían descubierto el eco más antiguo del Big Bang.
Sin embargo, el mundo al que esta radiación cósmica de fondo remite es totalmente diferente del que vemos hoy. En aquellos lejanos tiempos, el universo era un erial vacío. Estaba formado por gas, una sopa monótona de hidrógeno y helio. Todo era bastante uniforme, más allá de diminutas variaciones de densidad.
El escenario se fue volviendo paulatinamente más oscuro. Al principio, el resplandor dejado por el Big Bang bañaba el universo con un mágico tono azulado que, conforme bajaba la temperatura, se iba transformando en blanco. Pero luego llegó el ocaso. El universo se fue sumiendo en un rojo oscuro, hasta que al final retornaron las tinieblas. Era como si el fuego de la creación se hubiera extinguido irremediablemente...
Hasta que llegó el James Webb, es como si los científicos tuvieran un álbum de fotos con la ecografía de un bebé y, después, la de su primera comunión. ¿Qué pasó entre medias?
Pero no. En un momento dado, de ese páramo oscuro surgió una explosión de novedades. Enormes estrellas refulgieron como salidas de la nada, se concentraron en cúmulos y luego en galaxias. Y todas las sustancias de las que está hecha la Tierra, la vida y, en última instancia, la especie humana vieron la luz. ¿De dónde sacó un gas tan anodino semejante capacidad creadora? ¿Qué pasó durante el 'alba cósmica', la fase final de la era oscura?
Tuvo que ser una época asombrosa, de cambios continuos. Lamentablemente, los astrónomos tuvieron vedado durante un tiempo el acceso a esta fase tan emocionante. Gracias a la radiación cósmica de fondo, podían estudiar cómo era el mundo de antes, y el telescopio espacial Hubble les enseñó cómo era el mundo de después. Pero el espectáculo creador entre ambos momentos siguió estando fuera de su alcance.
Hasta que llegó el James Webb, fue como si la comunidad científica tuviera en sus manos un álbum de fotos con la ecografía de un feto en la primera página y que luego saltara directamente a las fotos del primer día en el colegio. En medio, un vacío. No había manera de ver la guardería del universo. Los científicos confían ahora en que el James Webb les permita llenar el hueco con las fotos de la primera infancia.
Cómo crear estrellas en el ordenador
Una de las personas que más saben sobre la formación de estrellas es Volker Bromm. Este físico de la Universidad de Texas lleva años generando estrellas en la pantalla de su ordenador. Ahora, gracias al James Webb, confía en ver cómo se forman de verdad. «Es como cuando se alza el telón del teatro. Llega la hora de la verdad», afirma. Bromm forma estrellas en su ordenador a partir de un puñado de parámetros. Empieza con una mezcla de gas de hidrógeno y helio, como había tras el Big Bang. «Luego introducimos en el programa las leyes de la física y dejamos que el ordenador haga su trabajo», dice. Y, pasado un tiempo, en el ordenador ocurre el milagro: el gas se convierte en estrellas. Lo único que hace falta es el efecto tractor de la gravedad… y mucho mucho tiempo.
Porque en las simulaciones de Bromm no pasa nada durante el equivalente a millones de años. Luego empiezan a verse cómo los grumos de gas se van apelotonando. «La gravedad es muy lenta», confirma. Pasados unos 150 millones de años virtuales, se alcanza el punto clave: los átomos de hidrógeno están lo suficientemente juntos como para transformarse en helio. El fuego de la fusión nuclear prende y se extiende a toda velocidad. Una estrella se enciende y empieza a brillar.
Eso sí, las simulaciones de Bromm confirman que el gas primordial no crea estrellas con facilidad. Todo lo contrario. El problema es la temperatura. Cuando el gas se concentra, se calienta, y el calor contrarresta la gravedad. En las galaxias modernas, como la Vía Láctea, la formación de las estrellas resulta mucho más fácil. El polvo estelar que flota por todas partes ayuda a disipar el calor. Este polvo está compuesto por elementos pesados, formados a lo largo de sucesivos ciclos vitales estelares. En las fases más tempranas del universo, estos elementos todavía no existían. Así que sin el polvo como acelerante, para que se alcanzara el punto de ignición hacía falta que se concentraran masas enormes de gas. En resumen: las estrellas de la primera generación eran verdaderos gigantes. «Eran 100 veces más pesadas que el Sol, 20 veces más calientes y un millón de veces más brillantes», explica Bromm. Y sobre todo: ardían mucho más rápido y con mayor virulencia. Tanto que agotaban todo su combustible en unos pocos millones de años, momento en el que colapsaban.
Los científicos buscan las estrellas de la primera generación, esas que nos cuenten cómo se creó todo. ¿Puede ser la misteriosa Earendel una de ellas?
Su vida terminaba con una explosión descomunal, en lo que se conoce como 'hipernova'. Se confía en que el estallido de luz causado era tan brillante que el James Webb podrá recogerlo desde una distancia de 13.600 millones de años.
Las observaciones del James Webb alimentan la idea de que hay algo que no cuadra en la teoría de las primeras estrellas. Que hay algo que falta en la receta del gas primordial. ¿Por qué hay cuásares donde no debería haberlos? ¿Por qué las galaxias maduran más rápido de lo que la teoría permite?
Los científicos se esfuerzan en conciliar sus fórmulas con los nuevos hallazgos. Pero lo importante ahora es seguir acumulando datos: por un lado, hay que terminar de investigar las espectaculares tomas del James Webb y, al mismo tiempo, la cascada de nuevas imágenes no se detiene. Tampoco el telescopio ha alcanzado aún su profundidad máxima de visión.
Además, quedan otras formas de asomarse a los tiempos del 'alba cósmica': los científicos pueden buscar sus restos cerca de la Tierra. 'Arqueología celeste' es el nombre que le dan a su empresa.
Al igual que los arqueólogos tradicionales buscan bajo el suelo culturas perdidas, los arqueólogos celestes rastrean el firmamento a la caza de testigos de tiempos pasados. En términos cosmológicos, la mayoría de las estrellas de la Vía Láctea son jóvenes. El Sol, por ejemplo, nació hace unos 4600 millones de años, y muchas estrellas son más jóvenes aún. Sin embargo, hay sueltos unos cuantos matusalenes que resisten en rincones apartados de la galaxia.
Las galaxias enanas, varias de las cuales orbitan alrededor de la Vía Láctea, alojan un número especialmente elevado de estos ancianos estelares. El motivo es que allí las cosas suceden con mucha lentitud. Por eso, muchos científicos hablan de un 'espacio de provincias': en el universo pasa como en la Tierra, mientras lo viejo desaparece rápidamente en el ajetreo de las grandes metrópolis, en las provincias las tradiciones siguen vivas.
Veamos. La mejor manera de medir la edad de una estrella es analizar su contenido en metales pesados. Y estos se delatan por sus líneas espectrales; especialmente, el hierro. A partir del estudio cuidadoso de los espectros lumínicos, los arqueólogos celestes han podido identificar estrellas con solo una cienmilésima o, en el caso más extremo hasta la fecha, una diezmillonésima parte del contenido de hierro del Sol. Los científicos creen que estas plusmarquistas podrían ser estrellas de la segunda generación; es decir, descendientes directas de los primeros gigantes que ardieron en el gas primigenio.
Los arqueólogos celestes siempre han querido estudiar una de estas estrellas. Pero sus esperanzas de encontrarse cara a cara con una de ellas eran muy escasas… hasta que a comienzos del año pasado Earendel se alzó en los cielos. Este término del inglés antiguo significa algo así como 'estrella de la mañana'.
La descubrió un joven de la Universidad Johns Hopkins de Baltimore, Brian Welch, mientras analizaba una imagen tomada por el telescopio espacial Hubble. Descubrió una fuente de luz muy pequeña, tan pequeña que solo podía tratarse de una única estrella o como mucho de un sistema doble. Welch acababa de localizar una estrella individual a 12.900 millones de años luz, una distancia mucho mayor que las conocidas hasta ese momento. Inspirado por uno de los personajes de El señor de los anillos, la bautizó como Earendel.
El joven astrofísico apenas podía creerse su suerte. Earendel no es una estrella corriente. El análisis de su luz dio como resultado que su superficie está tres veces más caliente que la del Sol, y su masa es al menos 50 veces mayor. En otras palabras: Earendel es una rockstar del firmamento, que vive rápido y muere pronto… exactamente igual que las estrellas que se encendieron en el gas del Big Bang.
¿Significa eso que Welch se ha topado con una estrella de la legendaria primera generación? ¿Que en ese remoto rincón de provincias cósmico el gas primigenio sobrevivió hasta que finalmente dio origen a una primera estrella?
Solo el James Webb puede responder todas estas preguntas. Tan pronto como descubrió a Earendel, el joven Brian Welch solicitó tiempo de observación del nuevo telescopio espacial. Y consiguió que se le concediera una ventana temporal para este mismo año. En el caso de que la luz de este misterioso astro no presente ningún rastro de hierro, la esperanza seguirá viva. Quizá Earendel, la estrella de la mañana, arroje sobre nosotros una luz como la del primer día del Génesis.
© Der Spiegel
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