
De la deportación de indios al KKK
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De la deportación de indios al KKK
Miércoles, 19 de Marzo 2025, 16:43h
Tiempo de lectura: 12 min
Donald Trump no es Mussolini ni Hitler ni Orbán. Dos de ellos eran soldados que combatieron en el frente, el tercero fue un activista que luchó contra un régimen comunista. Trump eludió el servicio militar, es un estafador y, lo que es más importante, no lee. A diferencia de otros en su órbita, no tiene ideas, sino impulsos, caprichos y resentimientos. Es, sin duda, cruel y malintencionado, pero a diferencia de los demás, no tiene una visión real de gobierno».
Así marca distancias Eliot A. Cohen, un analista político de reconocido prestigio, entre lo que está sucediendo en la actualidad en Estados Unidos y el nazismo y el fascismo europeos, comparación a la que tanto se recurre y que él considera «terriblemente equivocada». Cohen, doctorado en ciencias políticas por la Universidad de Harvard, es profesor de estudios estratégicos e historia militar en la Universidad Johns Hopkins, y fue consejero de Estado con Condoleezza Rice, durante la presidencia de George W. Bush.
Cohen no cree que la historia se repita ni sirva para mostrarnos a dónde vamos, sino para ayudarnos «a ver cómo hemos llegado aquí y la naturaleza y la magnitud de los desafíos políticos a los que nos enfrentamos».
Por eso cree que es importante matizar. «La ideología MAGA (Make America Great Again) es en sí misma difícil de definir –explica–. De hecho, refleja tendencias dispares y divergentes, incluidas las divisiones entre los tecno-futuristas de Silicon Valley y los creacionistas, los libertarios y los antiabortistas, los aislacionistas y aquellos que quieren enfrentarse a China. En algunos aspectos es realmente horrible, pero a diferencia de los movimientos etnonacionalistas de la derecha, el movimiento MAGA se ha vuelto más diverso racialmente y no es antisemita».
Estados Unidos, explica Cohen en The Atlantic, tampoco es comparable a otros países en los que la democracia pereció. «El país tiene casi 250 años de autogobierno legítimo en su haber, a diferencia de, por ejemplo, la Alemania de Weimar». Y, añade: «Su inmensidad geográfica, la diversidad de su población y la naturaleza federal de su gobierno lo hacen incomparable a la estructura de los países en los que las democracias fracasaron».
Por eso, defiende el analista, «Trump y el trumpismo son fenómenos completamente estadounidenses, y deben entenderse de esa manera. Las analogías históricas nos hacen mirar por la ventana, cuando lo que realmente necesitamos hacer es mirarnos al espejo». Para explicarlo, Cohen hace referencia a algunos momentos históricos de Estados Unidos muy reveladores, que ahora resulta oportuno recordar.
El 13 de septiembre de 1926, 30 mil miembros del Ku Klux Klan desfilaban por la avenida Pennsylvania, de Washington, D.C., con el Congreso de los Estados Unidos de fondo. Ataviados con sus túnicas y su parafernalia pretendían hacer una exhibición de poder, amparados por el entonces presidente, el republicano Calvin Coolidge. El Klan estaba en su llamada 'segunda etapa' y en pleno apogeo. Fue creado en 1865 por seis jóvenes de Tennessee que habían combatido con el sur confederado durante la guerra civil. Nostálgicos de la esclavitud y el supremacismo blanco, formaron una especie de 'club social' para intimidar a los afroamericanos con sus diatribas.
La violencia llegó un año después, cuando uno de sus colegas en Alabama, para mostrar su rechazo a la creación de una escuela para negros, secuestró y mató a un estudiante. Y esa violencia fue en aumento en los años siguientes cuando el Klan decidió intervenir en las elecciones de los estados del sur amenazando al electorado. Sus actividades causaron la muerte de unas tres mil personas, directamente o en los disturbios que desencadenaban.
Aquella brutal campaña llevó al Congreso a aprobar en 1871 una Ley del Ku Klux Klan que permitía al presidente republicano Ulysses S. Grant declarar la ley marcial en zonas conflictivas y movilizar tropas para frenarlos. El Klan acabaría siendo desmantelado, aunque no desapareció del todo: en 1873 llevaron a cabo la Masacre de Colfax, en Louisiana, en la que asesinaron a más de un centenar de afroamericanos.
Fue una película la que resucitó al Ku Klux Klan: El nacimiento de una nación, estrenada en 1915, con un gran éxito. La película –que ensalza el racismo y considera héroes a los caballeros del Klan de la Reconstrucción frente a los afroamericanos, que son los 'malos de la peli'– era un ejercicio propagandístico, pero con un dominio de la técnica y el dinamismo cinematográfico sin precedentes, mérito de su director, D. W. Griffith, para muchos el padre del cine moderno. Añadió Griffith los efectos del vestuario con túnicas blancas y capirotes, cruces y antorchas inspiradas en los cruzados y la Inquisición española, que a partir de entonces sería el 'estilismo' adoptado por el Klan en la vida real.
El KKK se reorganizó ese mismo año dirigido por el pastor metodista William J. Simmons, que se justificaba en el aumento de la inmigración (con la I Guerra Mundial muchos europeos se refugiaron en Estados Unidos) y en el auge del sindicalismo, porque la máquina de explotar el miedo de unos para aterrorizar a otros no se limitaba a los negros, sino que se extendió progresivamente a los comunistas, los homosexuales y los judíos.
En los años 20, el Ku Klux Klan llegó a tener cuatro millones de miembros y conseguía millonarios recursos entre cuotas y donaciones de grandes empresarios como Henry Ford.
El declive del Klan se produjo cuando uno de sus líderes en Indiana, David Stephenson, violó, torturó y causó al muerte de una mujer blanca. La joven de 20 años sobrevivió a la agresión un mes, tiempo suficiente para dar testimonio de la brutalidad sufrida, y Stephenson fue sentenciado a cadena perpetua. El crimen, junto con los casos de corrupción del Klan que Stephenson contó para intentar mitigar su pena, hicieron impopular a la organización. La Segunda Guerra Mundial acentuó ese retroceso, por el apoyo del nazismo al Klan.
Volvió a despuntar en los años 60, cuando ascendía el movimiento por los derechos civiles. Entonces el Klan lo constituían pequeños grupos dispersos que cometían asesinatos selectivos de líderes afroamericanos. Pero también empezaron a atacar a activistas blancos, lo que atrajo mayor atención. El caso que acabó por hundir su popularidad es el que se cuenta en la película Arde Mississippi, el asesinato en 1964 de dos activistas blancos y uno negro. El estado de Mississippi se negó a juzgar por asesinato a los miembros del KKK responsables; solo fueron procesados por violación de los derechos civiles. Ninguno pasó más de seis años en prisión, y el principal acusado, líder del Klan en la zona, quedó libre.
En la actualidad se calcula que hay entre 3000 y 8000 miembros del KKK en Estados Unidos. Pero abundan las organizaciones supremacistas: Patriot Front, NSC 131, Frente Nacionalista y los más conocidos, por protagonizar el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021: los Proud Boys.
El séptimo presidente de los Estados Unidos, Andrew Jackson, fundador del Partido Demócrata, ganó las elecciones en 1829 con una campaña 'antielitista' y ha pasado a la historia por desvincular el derecho al voto del requisito de tener una propiedad. Es decir, logró que «todos los hombres blancos», independientemente de su situación económica, pudiesen votar. Era un defensor de los derechos del «hombre común» frente a la élite política y económica. Pero, claro, para Jackson, los indígenas nativoamericanos no llegaban a la categoría del 'hombre común'.
Ese presidente también ha pasado a la historia por autorizar una de las mayores ignominias sucedidas en Estados Unidos: el desplazamiento forzoso de miles de indios americanos al amparo de la Ley de Remoción de Indígenas de 1830. La ley obligaba a las tribus de cheroquis, choctaws, creeks, chickasaws y seminolas a abandonar sus tierras en el sureste del país (Alabama, Arkansas, Louisiana y Mississippi) y reubicarse en lo que se llamó el Territorio Indio (la actual Oklahoma). Aunque el Tribunal Supremo llegó a fallar en contra de la ley, tras una larga batalla legal de los cherokees, Jackson impuso su criterio y durante varios años las tribus fueron expulsadas de sus tierras ancentrales para que estas fuesen ocupadas por colonos blancos. Y no era poco terreno: los creek poseían una quinta parte de Alabama; los choctaw y chickasaw, la mitad de Mississippi.
Entre 60 y 80 mil personas fueron forzadas, en distintas oleadas, a recorrer a pie hasta 1600 kilómetros, en penosas marchas que se prolongaban durante meses. Y lo hacían en condiciones tan duras y precarias, con temperaturas bajo cero, con nieve y lluvias, sin ropa ni refugio, que murieron al menos 6000 indígenas (algunos historiadores lo cifran en el triple). El recuento de aquellas deportaciones, hoy llamado el Sendero de Lágrimas, habla de ancianos y niños muertos de agotamiento y de hambre, de enfermedades implacables como la disentería y el cólera y de los innumerables abusos físicos y ejecuciones llevados a cabo por las milicias encargadas de escoltar a los indígenas para asegurarse de que abandonaban los terrenos que los blancos querían ocupar.
El historiador Claudio Saunt detalla en su libro Unworthy Republic algunas escenas de aquellas terribles deportaciones. Soldados y ocupantes violaban a madres e hijas, expulsaban a las familias de sus hogares con palos y látigos, «y luego dormían en sus camas aún calientes», escribe Saunt. Muchas familias se metieron en los bosques y pantanos, y murieron de hambre. Aterrorizadas por lo que pasaría si los vigilantes blancos los escucharan, «las madres fugitivas asfixiaron a sus bebés que lloraban y luego se ahogaron con sus propios sollozos». Después de que las familias indígenas fueran expulsadas, con ayuda de especuladores del sur y banqueros del norte, sus granjas se transformaron en campos de trabajo esclavo.
Otros campos ensombrecen la historia de Estados Unidos y sirven para mostrar lo frágiles que pueden ser los principios democráticos. Son los campos de concentración que el gobierno de Estados Unidos estableció para las personas de ascendencia japonesa, en su mayoría ciudadanos estadounidenses, tras el ataque a Pearl Harbor en 1941 que implicaría a los EE.UU. en la Segunda Guerra Mundial.
El presidente demócrata Franklin D. Roosevelt, uno de los más importantes y populares de la historia del país, firmó la Orden Ejecutiva 9066, que permitió el desplazamiento forzado de más de 120.000 personas hacia campos ubicados en zonas aisladas del país. Con apenas antelación, miles de orientales se vieron obligados a cerrar negocios, abandonar sus granjas y hogares, y trasladarse a campos de internamiento, donde fueron despojados de sus bienes y obligados a vivir en condiciones precarias, con viviendas improvisadas, condiciones sanitarias deficientes y, en algunos casos, violencia y torturas.
En uno de los campos, Manzanar, en California, en el que recluyeron a más de 10.000 personas, se registraron 146 muertes durante su funcionamiento. Los campos se cerraron al finalizar la Guerra, pero hasta 1988 el gobierno de EE.UU. no reconoció la injusticia ni compensó a los afectados. El gobierno justificó la medida por razones de seguridad nacional, aunque nunca se probó que los internados representaran ninguna amenaza.
Tampoco resultaron ser ninguna amenaza real los miles de afectados por el macartismo de los años 50, una feroz campaña anticomunista liderada por el senador Joseph McCarthy, que tanto sufrió el cine y que tan precisamente han registrado en varias películas posteriores. Surgió en el contexto de la Guerra Fría, cuando el miedo al comunismo se intensificó tras la Revolución China y la Guerra de Corea.
McCarthy afirmó que había infiltrados comunistas en el gobierno, en Hollywood y en el ejército, y desató una caza de brujas. Se crearon listas negras, sin más fundamento que las simpatías políticas de lo que para el senador eran presuntos espías a sueldo de los rusos. Miles de personas se quedaron sin trabajo, muchos fueron encarcelados o exiliados, aunque nunca se probaron sus vínculos con la Unión Soviética.
No fue aquella, sin embargo, la primera campaña nacional de paranoia y represión política en EE.UU. En 1919 tuvieron lugar las Redadas de Palmer, una serie de arrestos y deportaciones masivas, dirigidas contra anarquistas y comunistas. Fueron impulsadas por el fiscal general A. Mitchell Palmer dentro de lo que se llamó 'El Primer Temor Rojo', el miedo a una posible revolución comunista en Norteamérica tras la Revolución Rusa de 1917.
Palmer ordenó operaciones en más de 30 ciudades para arrestar a 'radicales' sospechosos. Se detuvo a más de 10.000 personas, sin pruebas ni órdenes judiciales, que fueron interrogadas y algunas torturadas. Cientos de ellas fueron deportadas en clara violación de sus derechos civiles. La paranoia empezó a desinflarse porque Palmer predijo un levantamiento comunista el 1 de mayo de 1920... y nunca ocurrió. Pero, como dejó claro el macartismo unos años después, aquellos impulsos 'conspiranóicos' para desencadenar persecuciones injustificadas siempre quedaron latentes. Y, periódicamente, resurgen.
Por eso dice el analista estadounidense Eliot A. Cohen: «Debemos aceptar que somos el país que nació con la maldición de la esclavitud, pero también nació con los principios que finalmente la socavaron y que inspiraron el sacrificio de los héroes que acabaron con ella».