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Qué bien he dormido y qué contenta me he levantado hoy. Porque, cuando tienes tiempo, el móvil realmente no es tan necesario. Como es sábado, no me he tenido que poner el despertador y las noticias y mis redes sociales las he mirado tranquilamante en el ordenador mientras me tomaba mi primer desayuno (sí, soy como los 'hobbits', tengo la manía de desayunar dos o tres veces, qué pasa). Además, he sido previsora -ay, he aprendido a gestionar el caos en un tiempo récord- y hasta mis actividades de ocio familiares y quedadas con amigos las he agendado de antemano, a golpe de fijo y email. Cosa rara, porque siempre voy a salto de mata. Y así me va, la verdad, que me doy cuenta de que ando por la vida como pollo sin cabeza. Así que ha nacido una versión de mí misma más reposada, más reflexiva, más serena... hasta que en pleno paseo mañanero me dispongo a encargar comida a domicilio, una costumbre de mi casa que ponemos en práctica todos los fines de semana. Es una buena ocasión para que mis dos peques prueben comidas distintas y destripen sushis, pongan caras de asco, pasen media hora retirando la verdura de los tallarines chinos, manchen de salsa vindaloo hasta el techo del comedor o digan que los postres asiáticos de arroz glutinoso parecen «pestículos de perro» (eso la pequeña, la mayor sabe decir testículo perfectamente). Así que me dispongo a tirar de la app de comida a domicilio para encargar la comidita para la hora deseada y pagarla. Como siempre.
Hola, soy Solange Vázquez. Hace casi 24 años que trabajo en EL CORREO. He pasado por un montón de secciones (Reportajes, Internacional, Local, Política, Televisión) y ahora trabajo en Vivir
Pues bien, echo la mano al bolso para rebuscar... ¡el móvil! Noooo, esto es un paso atrás, Solange, que ya llevabámos varias jornadas sin hacer ese gesto de yonqui desesperada, que al principio era tan recurrente. Se ve que mi cerebro ha asociado comida a domicilio y móvil y me ha jugado esa mala pasada. Miro al marido y a las niñas, delante del hospital, adonde hemos ido para hacer una PCR a la peque –sí, la que tuvimos que recoger del cole el lunes en que empecé a no llevar móvil y que ha dado negativo en todas las pruebas–. Y suelto la frase: «¡Uy, que no puedo encargar la comida!». La reacción de las enanas no se hace esperar. La mayor, que es muy seria y muy responsable, hace un gesto de 'qué desastre, siempre igual' (si alguien necesita una pesona que le organice la vida de forma implacable, le presento a mi primogénita). Y la chiquitina, que acaba de intentar escapar del palito de la PCR corriendo como Usain Bolt por el pasillo del centro sanitario, reaviva su llanto con energías renovadas. Uff. Pues menos mal que no había dejado cabos sueltos para el fin de semana. Así que se desata un pequeño drama familiar. Menos mal que el padre, visiblemente divertido por la escenita, sale al quite con su móvil, que no tiene instalada la app, pero en unos minutillos llama al restaurante y lo hace todo (y bien) a la vieja usanza.
¿Esto es trampa? A ver, que a mí me dijeron 'Una semana sin móvil', no 'Una semana sin móvil y con marido desconectado'. He intentado pedirles pocos favores a él y a la demás gente que me rodea, pero en situaciones de emergencia sí que he rogado que manden algún whatsapp de mi parte. Sí, en plan 'solo un whatsapp chiquitín, por caridad'. Han mostrado bastante paciencia. Que les he dado pena, vamos. Lo que ocurre es que pierdes la privacidad, claro. Porque todo pasa por el filtro de otro. Y, como a mí no me gusta que me toquen mi móvil, tampoco he querido abusar de nadie.
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Solange Vázquez
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Hay que entender que el teléfono de cada uno es sagrado, como lo puede ser un diario. Por eso yo lo tengo blindado a cal y canto: huella, contraseña, de todo. ¿Soy muy exagerada? Qué va. Lo explico: no es la primera vez que mis peques me cogen el teléfono y me sacan una foto en casa –un 'robado'– con mallas y culo en pompa, recogiendo juguetes del suelo, y la envían a mis últimos contactos de whatsapp (concejales, responsables de ONGs, psicólogos, neurocientíficos...). Sí, eso me pasó durante el confinamiento. Aquel día tuve que dar muchas explicaciones y aclarar que esa postura tan poco favorecedora no tenía una segunda lectura. Así que nunca hay que dejar el móvil al alcance de los niños. Ni de los adultos. Es mi opinión.
En fin, que pasa el día despacio. Quedo con las amigas, logramos que nos traigan la comida a casa, volvemos a reírnos con la tontería de los «pestículos», leemos, juego con las niñas... ¡un montón! ¡Cuánto da de sí un día entero sin móvil! Normalmente, juego a las damas con ellas y me comen todas las fichas porque compagino la partida con el uso del teléfono –hablo con mi madre, mando whatsapps, miro noticias, Facebook, compro algo– y con el Monopoly no atino ni a repartir bien los billetes (por la misma razón). Creo que a veces piensan que me falta un hervor porque cometo errores muy tontos. Pero esta tarde me doy cuenta de que están encantadas de que toda mi atención sea para ellas. Y me siento, de repente, muy culpable por todo el tiempo 'suyo' (ese de calidad que dicen los expertos) que les ha quitado el puñetero teléfono. Bueno, yo. Sí, tengo sentimiento de culpa, algo impropio de mí. Así que decido ahondar en él. Se me ocurre fustigarme un poco (me lo merezco) y terminar mi semana sin móvil con algunos testimonios de las peques... Va a resultar duro. Pero eso será mañana.
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