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Aupa ahí, que por fin es viernes. ¡¡Viernes!! Nunca lo he dicho con tantas ganas. Y mira que me entusiasman los viernes. De siempre. Soy muy de viernes. De hecho, si técnicamente se pudiese, mientras leéis esto estaríais escuchando el 'Hallelujah' de Leonard Cohen a todo trapo, seguido de una salva de aplausos de varios minutos. Y saldría yo como un holograma a través de la pantalla a saludar varias veces, haciendo una reverencia, con lágrimas en los ojos y con el rostro transido de emoción, en plan Maria Callas pero con unos kilitos más. ¿Por qué me vengo tan arriba? Porque, aunque ha sido duro, estoy a punto de terminar el trabajo previsto para la semana. Ese era mi principal objetivo. ¿Y por qué más? Porque terminan los días de cole, las extraescolares y los vaivenes de los días laborales, que he tenido que afrontar sin móvil y que me han obligado a ser superpuntual.
Hola, soy Solange Vázquez. Hace casi 24 años que trabajo en EL CORREO. He pasado por un montón de secciones (Reportajes, Internacional, Local, Política, Televisión) y ahora trabajo en Vivir
En este momento, sé que algún amigo especialmente rígido con los horarios estará resoplando (casi noto el bufido), porque soy de las que siempre llegan tarde. Solo unos minutos, lo justo para que me esperen, pero no tanto como para que me reciban con una andanada de insultos. Así que, sí, cuando he quedado para tomar algo estos últimos días, he tenido que llegar a la hora, porque no podía mandar el típico whatsapp de 'voy justilla, ve cogiendo sitio y pidiéndome un cortado'. Y eso está muy bien. Tampoco he recurrido a los padres y madres de las compañeras de colegio de mis hijas para que me las recogiesen porque llegaba «un pelín tarde», algo casi siempre inevitable, porque ese pelín suele ser una llamada de trabajo que me retiene más tiempo del normal o algún recado imprescindible de última hora, como adquirir bolis de colorines, bollos de mantequilla o mi enésimo pintaúñas de oferta, que nunca están de más. Vamos, enseres de primera necesidad que justifcan (¿?) mi demora. Aunque suelo ocultar este tipo de motivos, por lo que sea, que hay gente poco comprensiva.
El caso es que desde el lunes he hecho todo yo solita, como una moza. Sin tardanzas ni despistes. Y he reflexionado (otra vez el 'Hallelujah'): a veces confiamos demasiado en la tecnología y nos volvemos perezosos y poco cumplidores porque sabemos que, con una llamadita desde el móvil cuando vamos de camino, nos disculpan si llegamos tarde. Pues eso es una grosería, se mire como se mire, y deberíamos evitarlo. Yo, la primera. Todo esto se lo he explicado hoy mientras tomábamos unas cañas a una amiga a la que llamaremos H. para proteger su anonimato (H. de Helena Rodríguez, compañera de redacción desde tiempos inmemoriales). Pues H. me ha puesto un careto... Ha soltado uno de sus juramentos creativos y me ha dicho que, a ver, para llegar a conclusiones como esa no hacía falta someterme a una semana sin móvil. Y le ha pegado un trago largo a su caña por no pegarme a mí. Sí, H. me ha tenido que esperar un montón de veces (cientos) bajo la lluvia, con un sol abrasador, en bares con gente rara, en la puerta del trabajo... No he visto venir el peligro cuando me he puesto a teorizar ante ella.
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Solange Vázquez
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Así que he cambiado de conversación y le he comentado que creía que lo peor de mi semana sin móvil ya había pasado, porque el finde es mucho menos exigente: nada de curro y pocos horarios que cumplir. También me he puesto medallitas repasando mis logros: que me concentro más, que he tenido más tiempo para leer, que duermo mejor, que al final he sacado el trabajo adelante. Ha escuchado pacientemente, aunque sospecho que, por primera vez en muchos años, la he estado aburriendo (ahora ella diría que no, que la aburro constantemente, porque sin chinchar no duerme bien de noche). Me he dado cuenta cuando ha dado un brusco giro a la conversación para hablarme de cosas verdaderamente interesantes. «¿Te has enterado de que...?», pregunta con cara de triunfo. Ya sabe que no, que sin móvil no te llegan esos suculentos cotilleos. «¿Y de lo de Menganito...? Que es muy fuerte», deja caer. Su regocijo no conoce límites, yo no me he enterado de nada. Está desatada. Disfruta del momento, sí, es su venganza. Sin móvil uno se queda sin saber muchas cosas, la mayoría auténticas tonterías, rumores, dimes y diretes. Es decir, de toda esa burbuja de micronoticias que no van a cambiar el rumbo de la política internacional pero que, qué demonios, nos hacen la vida más divertida. Y, oye, que la información, por mínima y tonta que sea, es poder (el cuarto, dicen). O eso nos enseñaban en la facultad cuando ni yo ni nadie 'normal' tenía móvil y, por tanto no podíamos ligar por las redes sociales ni decirles a nuestros los padres dónde estábamos cuando se nos había pasado la hora de llegada. Vamos, que nos jugábamos el tipo: teníamos que armarnos de valor para decir un 'te quiero' a la cara y, sobre todo, para afrontar la bronca familiar por llegar tarde y haberles tenido en vilo. Sí, eran tiempos salvajes.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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