Hace un año que se decretó el estado de alarma, una expresión que nos traía recuerdos de guerra y ulular de sirenas. La guerra no existió, porque no hay guerra sin enemigo, y al virus no se le puede volar la cabeza. Lo que sí ha sucedido, en estos doce meses, son muchos cadáveres, unos 71.000, ... según las últimas estadísticas oficiales. Muertos sepultados por curvas, gráficos, charlatanería política, bulos y mascarillas.
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Gesto adusto, mentón poderoso, traje entallado, manos que parecen agarrar un cáliz. Pedro Sánchez le cogió el gusto a las comparecencias televisadas. El presidente habló con tono de estadista, apeló a la «disciplina social» y dio prematuramente por vencido al SARS-CoV-2, que demostró ser un bicho que creía con firmeza en la movilidad interterritorial. Las apelaciones a la unidad pronto cayeron en saco roto, un saco con tantos descosidos como el sistema de información epidemiológica.
Y llegó el confinamiento, y con el confinamiento la solidaridad y los buenos sentimientos en el balcón, y con el balcón los aplausos al personal sanitario, que oscilaba entre el agradecimiento y el cabreo. Eran héroes que acuden a la batalla a cara descubierta mal pagados y peor pertrechados, sin un miserable tapabocas que escondiera su rabia por los compañeros caídos, su agotamiento, su estrés... Estaban bien las palmadas siempre que no se conviertan en pamplinas. El cansancio trajo algo bueno: se dejó de escuchar la tabarra del 'Resistiré'.
El miedo a un encierro prolongado dejó las baldas de los supermercados como el desierto de Gobi, sobre todo en lo que atañe a productos de limpieza y papel higiénico. Los guantes de lavar los platos eran cotizadas piezas de Christie's. Que lance la primera piedra quien no sufriera en sus carnes la amenaza de la diarrea. La pandemia puso en la primera línea de riesgo a reponedores, cajeros y tenderos, trabajadores esenciales que vieron una clientela que de repente tiraba de tarjeta de crédito y repudiaba los billetes y la calderilla manoseados. La logística funcionó y el miedo al desabastecimiento se reveló infundado.
Las comparecencias informativas de Fernando Simón abrieron la veda a críticas furibundas, aunque también franquearon la puerta a declaraciones de amor inquebrantable. Otra vez las dos Españas. Se estamparon camisetas con la cara de Simón y todo el mundo se hizo experto en estrategias para «doblegar la curva». Pese a sus errores en las predicciones, el epidemiólogo, perito en encaramarse a las cumbres montañosas y bajar indemne, aparenta ser ignífugo. Otros en su lugar habrían acabado abrasados, especialmente cuando dijo que «España como mucho tendrá uno o dos casos» de contagiados. En honor a la verdad también Salvador Illa, exministro de Sanidad, aseguró que España estaba preparada para hacer frente al virus y ahí está, hecho un mirlo blanco del negro panorama político de Cataluña.
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Felipe VI pronunció una alocución televisada para transmitir ánimo, confianza y coraje a los españoles. Como ya es habitual, PSOE, PP, Cs y Vox elogiaron el discurso del Rey, mientras que Podemos y los partidos nacionalistas lo reprobaron. El momento era delicado. Tres días antes el jefe del Estado había renunciado a la herencia de Juan Carlos I y retirado la asignación a su padre.
La pista de patinaje del Palacio de Hielo de Madrid ofreció una imagen surrealista a la vez que espantosa. Se convirtió en la mayor morgue del mundo. Con las funerarias rebosantes de féretros, se necesitaba con urgencia un depósito de cadáveres que evitara la corrupción de los cuerpos. Nadie, ni siquiera los testigos del 11M, vio en esos días de marzo semejante desfile de ataúdes. Madrid, capital del duelo. Gracias al frío ambiental, la pista era optima para alojar temporalmente a los muertos de la covid. En diez días acogió más de un millar de cajas mortuorias.
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He aquí una colmena de muertos. Difuntos ordenados en estratos dolientes. Los romanos llamaban columbarios a los nichos destinados a albergar las urnas cinerarias en los sepulcros. Columbario significa «palomar», ave que representa la paz, pero que tristemente en esta ocasión encarna la paz de los cementerios. Antígona no descansó hasta dar sepultura a su hermano, era una simple cuestión de dignidad y de coherencia con el respeto que se debe a los dioses. Los familiares de los fallecidos por esta peste del siglo XXI no les pudieron rendir tributo como hubieran querido, ni llorarlos ni abrazarlos ni besarlos. Prima la higiene, la desinfección, el terror a las miasmas. Los hombres encerrados en esos monos blancos no están salidos de Chernóbil; son del Cabañal (Valencia, España).
Las madres, y a veces los padres, ejercieron de improvisadas profesoras durante el enclaustramiento. Las que podían teletrabajar con una mano tecleaban pegadas a la pantalla del ordenador y con la otra mecían el carrito del bebé. Fue asfixiante. Y por fin, en abril, llegó la ansiada libertad, y los niños menores de 14 años volvieron a oler la calle.
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Los aplausos en los balcones fueron suplantados por las caceroladas. Como el entrechocar de cucharas con sartenes armaba poca bulla , los vecinos del barrio de Salamanca de Madrid abandonaron sus casas, los más linajudos por la antigua puerta de carruajes, y se manifestaron en plácidos paseos por calles señoriales. Unos más de andar por casa, otros con prendas de Loewe, y todos con un mismo destino: desafiar el estado de alarma. Enarbolaban banderas de España con donosura y zurraron alguna que otra señal de tráfico. Querían libertad, así que los hijos y nietos de Laritas, Fonsitos y Pías se plantaron ante la autoridad para pedir lo mismo que hacían los «rogelios» en tiempos de sus abuelos, «rogelios» transmutados ahora en socialcomunistas. Pero había que montar algo ruidoso de verdad. El cénit vino gracias a Vox. El partido de Abascal satisfizo las aspiraciones de los «cayetanos» y convocó un porrón de manis en forma de caravana de coches. De lo que se trataba era de pisar el acelerador a fondo, emitir unos cuantos gases (de los del calentamiento global) y tocar mucho el claxon, a ser posible de un cuatro por cuatro.
Felipe VI presidió un austero y conmovedor homenaje, de apenas 45 minutos, como tributo a todas las víctimas del coronavirus. Al acto acudieron todos los representantes de los distintos poderes del Estado, presidentes autonómicos al completo y representantes de los partidos (a excepción de Vox, ERC, Bildu y CUP). En la sobria ceremonia civil participaron Hernando Fernández Calleja, hermano del recordado periodista José María Calleja, fallecido por el coronavirus, y Aroa López, enfermera del hospital Vall d'Hebron de Barcelona.
Araceli Rosario Hidalgo, de 96 años y residente en el geriátrico Los Olmos, en Guadalajara, fue la primera española en recibir una dosis contra la covid... si antes no se le adelantó nadie. La inyección, retransmitida como un partido de Champions, nos congratuló a todos. Hay hambre de vacunas. Contraviniendo los sabios consejos de Victoria Abril y Miguel Bosé, Araceli se avino a recibir la inmunización. No solo eso: animó al personal a que «no se lo piense». Araceli nos da mucha envidia sana.
Y entre tanta pandemia, no podían faltar unas horas de relax. Como aves precursoras de la primavera, llegaron a Cataluña las urnas electorales. Las fotos de la «hora zombi», aquellas en que los miembros de las mesas contaban los votos enfundados en EPI, se convirtieron en 'trending topic' en muchos grupos de Whatsapp. En cuanto a los resultados, ya está contado. Todo quedó como siempre.
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