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Antes de llevar sotana, Jorge Mario Bergoglio trabajó como técnico químico en el laboratorio Hickethier-Bachmann de Buenos Aires. Tenía entonces menos de 20 años ... y contribuía a la economía doméstica de un hogar formado por sus padres y cuatro hermanos. El centro se dedicaba al control de la higiene y calidad de productos alimenticios. El futuro papa Francisco –que ya entonces era devoto de la Virgen y del equipo de fútbol del San Lorenzo de Almagro– era muy diestro en el uso de pipetas, matraces aforados y vasos volumétricos.
En aquella época se sentía más a gusto mientras analizaba carbohidratos, proteínas y minerales que sumergido en la lectura de 'Confesiones' de San Agustín. Era un joven de espíritu vivo y práctico, con facilidad para las ciencias, pero las circunstancias le cerraron las puertas de una carrera científica en la universidad. No carecía de facultades, pero sí de presupuesto para embarcarse en una licenciatura de cinco años. Antes de ingresar en la Compañía de Jesús, que le dio la oportunidad de estudiar Filosofía y Teología, se tuvo que conformar con una titulación en una escuela técnica industrial. Nada que le frustrara porque lo que buscaba era ganar dinero para ayudar en casa. De chaval también trabajó como portero de bar y limpiador en una fábrica.
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Durante cuatro años se ganó el sueldo a las órdenes de Esther Ballestrino, doctora en Bioquímica y Farmacia, además de militante socialista y cofundadora de la organización Madres de la Plaza de Mayo, que le inculcó «los valores de la precisión, el método y la humildad científica». Así recordaba Bergoglio mucho tiempo después a su exjefa, asesinada en tiempos de la dictadura de Videla, en conversación con los periodistas Sergio Rubin y Francesca Ambrogetti, autores de la biografía 'El jesuita'. Aquel libro se publicó en 2010, cuando muy pocos sospechaban que el cardenal argentino, un verso libre en la jerarquía eclesiástica, terminaría a la cabeza de la Iglesia católica.
En 2013 se convirtió en el primer pontífice americano y seguidor de Ignacio de Loyola que ocupaba la cátedra de San Pedro. Su predilección por la ciencias lo hermanaba con líderes tan dispares como Angela Merkel, Margaret Thatcher y Alfredo Rubalcaba. Todos ellos, más allá de las discrepancias ideológicas, conocían al dedillo la tabla periódica y no olvidaban que en términos químicos y de coaliciones políticas «unir a semejantes lleva generalmente a una disolución en favor del más fuerte». La alternativa es la emulsión, como la que se produce entre el agua y el aceite. ¿Cuál es la mejor opción cuando se trata de la gestión pública? ¿La disolución o la emulsión? Es lo que se preguntaba Francisco todos los días.
En el Vaticano lo más habitual es la emulsión porque en la Iglesia hay dos corrientes que discurren paralelas, claramente distintivas de una identidad y forma de actuar. Francisco se las arregló como pudo para navegar entre ambas, al frente de una nave que contiene en torno a 1.400 millones de personas de todo el mundo. Conservadores y progresistas no dejaron de tensar la cuerda en los últimos tiempos, con el Pontífice en medio y procurando templar gaitas. Menos revolucionario de lo que algunos deseaban y más lanzado de lo que otros preferían, Bergoglio se esforzó en dejar lo mejor de sí mismo con su segunda encíclica, divulgada en 2015.
Se trata de un texto de 184 páginas, sin ambigüedades ni abstracciones, con pragmatismo y análisis de los hechos objetivos. Lleva el título de 'Laudato Si' (Alabado seas) y se centra en la preocupación por el medio ambiente y el cambio climático. «Hay que comparar los riesgos y los beneficios que comporta cada decisión alternativa posible», advertía Francisco, con los ojos puestos en «cada una de las personas que habita este planeta». Y todavía más, aseguraba que «la tierra, nuestra casa, parece estar convirtiéndose en un inmenso depósito de porquería». Una herencia que, a su juicio, no se merecía ningún niño.
La jefa de Jorge María Bergoglio cuando trabajó de químico fue Esther Ballestrino, una mujer que de manera trágica se convirtió en uno de los iconos de la brutal represión desatada en Argentina tras el golpe de 1976. Nacida en Uruguay pero criada en Paraguay, acabo refugiándose en Argentina cuando comenzó a ser perseguida por sus ideas de izquierda en su país de acogida. Cuando sus dos yernos y una de sus hijas fueron secuestrados por la dictadura, creó el movimiento de las Madres de la Plaza de Mayo. Consiguió salvar a su hija, pero no a los hombres. Se exilió y en 1977 regresó a Argentina para continuar su lucha por la libertad. «Voy a seguir hasta que aparezcan todos», dijo. Al llegar a Buenos Aires fue secuestrada, torturada y arrojada con vida desde un avión al mar en los denominados 'vuelos de la muerte'.
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