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Recuerdan aquella cita atribuida a Estrabón de que hubo un tiempo en que una ardilla podía cruzar la Península ibérica de punta a punta sin tocar el suelo? Pues bien, aunque incendios recientes como los de Asturias o Castellón parezcan empeñados en lo contrario, o ... que el cambio climático avance y con él la desertización, como aspiración quizá pueda funcionar. Me explico. España no ha dejado en los últimos cuarenta años de ganar masa forestal hasta sumar más de 28 millones de hectáreas (el 55% de la superficie nacional), lo que en el ámbito de la UE le sitúa sólo por detrás de Suecia (y de Finlandia, si hablamos de extensión arbolada). Vaya por delante que las masas forestales no son sólo los bosques. La Ley de Montes confiere esta categoría tanto a las zonas arboladas como a aquellas donde predominan los matorrales o los pastizales naturales. Ambas cumplen un cometido y son vitales para la biodiversidad.
Sólo el arbolado ha aumentado nada menos que un 60%. Indudablemente es una buena noticia, sobre todo cuando la FAO advierte de que el mundo ha perdido desde 1990 un total de 170 millones de hectáreas de bosque (la superficie de Libia). El problema es que esa tendencia al alza en España no sólo es consecuencia de las repoblaciones forestales (medio millón de hectáreas en las dos últimas décadas con especial incidencia en las cabeceras de las cuencas hidrográficas); o la forestación de tierras agrarias favorecida por las políticas comunitarias. También lo es -y en gran medida- del abandono del medio rural y de las tierras de cultivo y ganaderas, «invadidas por la vegetación y a menudo matorralizadas», explica Mercedes Guijarro, presidenta de la Sociedad Española de Ciencias Forestales.
5,7 millones
de hectáreas están sujetas a instrumentos de ordenación en España. Supone el 20,3% de la superficie forestal: mientras que el monte público ordenado se sitúa en el 43,9%, en el privado ese valor apenas representa el 11,7%.
Esta circunstancia abre un debate sobre la calidad de nuestro patrimonio forestal y su fortaleza en un momento en que los incendios vuelven a dispararse. No hay que echar la vista muy atrás: el pasado año se quemaron más de 300.000 hectáreas frente a las 60.000 de 2021. Una estadística atroz que, pese a mostrar una tendencia a la baja desde los años 90, está sujeta periódicamente a «dientes de sierra» ligados a fenómenos meteorológicos extremos, como ocurrió con el temporal 'Ofelia' en 2017 o los fuegos que no esperaron al verano para azotar la Sierra de la Culebra (Zamora). También a la acción de los pirómanos, como acreditan las 6.000 hectáreas arrasadas en el incendio de Valdés (Asturias) y otras 4.600 en el de Villanueva de Viver (Castellón), según el Sistema Europeo de Información de Incendios Forestales (EFFIS). En Cantabria desde enero han ardido allí 6.200 hectáreas.
El monte es un recurso difícil de sustituir, como demuestra el hecho de que el 61% de la masa forestal se encuentre bajo algún tipo de figura de protección. Preserva la biodiversidad, regula los recursos hídricos, es una fuente de energía renovable, actúa de barrera contra la desertificación creciente. y mejora la calidad del agua y del aire. Y esto último es así en buena medida porque actúa como un sumidero de CO2 (el carbono acumulado en los bosques españoles ha crecido un 17% en los últimos 5 años). La cobertura forestal, por otra parte, desempeña un papel clave en la conservación del suelo, en la reducción de los riesgos erosivos e hidrológicos que provocan avenidas e inundaciones.
Según el borrador de la Estrategia Forestal Española 2050, que elabora el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico (Miteco), nuestro territorio es especialmente sensible al cambio climático, marcado por sequías y olas de calor más frecuentes, intensas y duraderas. Un escenario adverso que debilita los árboles, los hace más propensos a plagas y enfermedades (como ocurre con la seca, la fitóftora o el Cerambix en las dehesas de encinas, o con la procesionaria de los pinos). También al fuego, principal elemento de degradación de los ecosistemas forestales, cuyo riesgo se agudiza con la acumulación de biomasa (se ha reducido su aprovechamiento desde 2015, situándonos cada vez más lejos de la media europea).
Una situación que Carmen Hernando, directora del Instituto de Ciencias Forestales del INIA-CSIC, vincula directamente a que el 72% de los montes sean de propiedad privada, sobre todo de particulares cuyos terrenos forestales están fragmentados o dispersos. Esta situación dificulta una gestión eficiente de los montes y acelera su abandono, con la consiguiente acumulación de combustibles. No habla sólo de matorrales y rastrojos. «Con el vaciamiento de los pueblos desaparecen usos que eran frecuentes, como la recogida de leña, de resinas, de corcho y de piñas; o el ganado extensivo que antes hacía una labor de limpia y ya no». «El problema -le secunda Guijarro- se produce cuando no hay aprovechamientos sostenibles ni alientas la economía circular, que es el mayor anclaje de las poblaciones rurales. La consecuencia es el surgimiento de masas demasiado tupidas, que aumentan el riesgo fitosanitario y de incendios».
«Talamos apenas el 40% de lo que debiéramos para ser sostenibles». Lo corroboran los rastreos del Ministerio: las cortas de madera están por debajo del crecimiento anual del conjunto de los bosques. De hecho, la tasa de extracción nacional, aunque sigue una tendencia creciente, es una de las más bajas de la UE, donde la media es del 66%. Sólo Galicia escapa a esta tendencia: la comunidad acapara el 54% de la madera talada en toda España (porcentaje que en el caso de especies frondosas supera el 72%).
«Conservación y gestión son dos conceptos que deben ir de la mano -añade Hernando-. El monte, si está bien gestionado, tiene un tiempo de corta y otro de regeneración, y que su propietario obtenga un beneficio es algo totalmente legítimo. Es cierto que hubo un tiempo en que, quizá por una sobreexplotación, se tendió a legislaciones más restrictivas. Pero es hora de reformular ese planteamiento, porque lo que no podemos es tener tantos montes abandonados a su suerte». Hernando va más allá e incluye en ese modelo de gestión al fuego «como herramienta para reducir rastrojos y demás combustibles, y siempre con los preceptivos permisos de quema. No es un todo vale: cuando se elude ese paso, se incurre en imprudencias».
Todos están de acuerdo en que hay un problema, pero no en cómo atajarlo. Miguel Ángel Hernández, de Ecologistas en Acción, opina que la salud de las masas forestales no pasa por impulsar las cortas de madera, sino por la renaturalización de los espacios abandonados con especies autóctonas, «el mejor modo de disponer de unos bosques adaptados a las condiciones del cambio climático y por consiguiente resistentes al mismo».
300.000 hectáreas
fueron arrasadas el año pasado por el fuego frente a las 60.000 de 2021. La estadística, donde hay una tendencia descendente desde los años 90 tanto en número de siniestros como en poder destructivo, está sujeta sin embargo a dientes de sierra.
A su juicio, «el problema radica en que gran parte de esos espacios son artificiales, es decir, procedentes de repoblaciones de carácter industrial. No son bosques, son plantaciones como lo puede ser el maíz». Cuatro especies aportan el 88% del volumen maderable aprovechado en España, con el eucalipto y el pino radiata a la cabeza. «Y es sobre estos árboles sobre los que más inciden los grandes incendios. ¿Por qué? Porque son especies que arden con más facilidad, menos resistentes a la acción del fuego que las autóctonas, que son sobre todo de especies frondosas, se queman mucho peor y tardan menos en recuperarse». Y aporta un dato: sólo el 8,8% de los grandes incendios se producen en masas forestales autóctonas.
Sí hay coincidencia en que el principal desafío de nuestro país en materia forestal es conseguir masas que se acomoden mejor al cambio climático. Porque un territorio más verde no está más a salvo (la mitad de los fuegos se producen en Galicia y la cornisa cantábrica). «Cuando hay un incendio no todo arde, hay especies mejor preparadas que otras», ilustra Carmen Hernando. El alcornoque, por ejemplo. Su corteza gruesa protege del fuego su interior, que sufre menos estrés térmico. O el pino canario, que ya ha rebrotado en los terrenos arrasados por la erupción de La Palma. «Vulnerables son todas esas zonas que hasta ahora no habían sufrido aumento de temperaturas o caídas de precipitaciones y los empiezan a tener». Espacios naturales que no están preparados para ese cambio y que deberán adaptarse si queremos que sobrevivan al signo de los tiempos.
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