Yolanda Díaz, la zalamería implacable
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La vicepresidenta ha de gestionar las ambiciones de su programa y el complejo puzle de Sumar con Podemos enfrente tras haber apartado del Consejo de Ministros a Montero y BelarraLe sale así, es cuestión de piel. Pero no solo. La efusividad de Yolanda Díaz, toda ella «biquiños» y «graciñas» con esa zalamera cadencia gallega en la que aquellos que la quieren escuchan la verdad de lo genuino y quienes la detestan solo perciben hiperglucemia ... retórica, nace de una inclinación natural de la que no se libran ni aliados -los achuchones al presidente Sánchez forman parte ya del paisaje político de esta España en abrasión- ni rivales. Esa cercanía simpática por la que «te agarra y no te suelta», según la describió, con retranca, un oponente de la derecha. Porque la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo afianzada en el Gobierno de Sánchez para una legislatura que se asoma al averno te agarra, no te suelta… y cabe que termine ahogándote. Que se lo digan a Ione Belarra -"Ella es gallega, yo soy navarra», resumió un día su incompatibilidad de caracteres la secretaria general de Podemos con la que no se habla desde julio- y a Irene Montero, cuyo 'solo sí es sí' ha acabado mutando en un 'va ser que no' a continuar en el Ejecutivo. Díaz, la 'ambición rubia' que sin asomo de la tópica agresividad masculina se ha demostrado tan implacable como cualquier hombre en el ejercicio del poder desde que la política es política.
Pablo Iglesias vio en ella las virtudes del liderazgo, como también lo hizo con Pedro Sánchez. Hay que reconocerle en eso el ojo clínico al fundador de Podemos, que, sin embargo, ha errado estrepitosamente en lo que pretendía de sus relaciones con ambos: ha sido Sánchez quien ha propinado el sorpaso, con trazas de ser definitivo, a las aspiraciones de su exvicepresidente de orillar al PSOE como partido viejuno; y Díaz ha distado de comportarse como la heredera manejable y dócil ungida por él como su sucesora. Nacida hace 53 años en el ambiente fabril y combativo de Fene (La Coruña), la primera niña en nacer en aquel ecosistema de esperanzas obreras, la hija de Xuxo -histórico referente de Comisiones Obreras desde la resistencia antifranquista-, la abogada laboralista curtida en los juzgados y el municipalismo, la hacedora de reformas en Trabajo con los sindicatos y la patronal hasta que el amor de pactos con Antonio Garamendi se rompió por ambas partes de tanto usarlo, la vicepresidenta ha obligado a Iglesias, su mentor, a tragarse el mismo aceite de ricino que ya cató un tiburón de la política gallega como Xosé Manuel Beiras.
«Una cosa es que lo que dice pueda sonar naif y otra, que ella lo sea», avisaba en abril, para la redacción de otro perfil con motivo de la rutilante presentación en el Magariños de su candidatura a la presidencia del Gobierno, alguien que ha tenido que negociar con ella y que le reconoce, huyendo del halago meloso, su «mucha inteligencia política». Con un solo carné -el del Partido Comunista, lo que no le evitó la bronca a Ramón Tamames cuando éste defendió la extravagante moción de censura de Vox contra Sánchez-, cuentan las malas lenguas que dejó en la estacada a Beiras después de forjar junto a Iglesias el exitoso experimento en las urnas gallegas de la Esquerda Unida que se hermanó con Anova, la escisión del BNG capitaneada por el veterano dirigente soberanista. Eran los tiempos felices, de expectativas airosas, en las que Yolanda y Pablo sumaban. Pero la miel se ha transformado en tanta hiel como para romper el enésimo círculo de amistades en Podemos y como para desatar una guerra en el Gobierno, proyectada en la frustrada candidatura de Nacho Álvarez a ministro y relevo de Belarra, antes incluso de que Sánchez cerrara su configuración.
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Díaz ha reunido en torno a sí, en la quincena de fuerzas de izquierda que conforman la órbita de Sumar, a todos los agraviados -y son legión- por el invasivo y desapacible modo de hacer política de Iglesias. Y, sin abandonar sus recurrentes apelaciones a aparcar «el ruido», se ha conducido sin contemplaciones, excluyendo primero de las listas a Irene Montero, hurtando después cualquier portavocía en el Congreso a Podemos mientras avalaba las de otras fuerzas menores y empujándolo, finalmente, fuera del Consejo de Ministros. Todo aplicado con una combinación -los mimos y el silencio- que se han evidenciado letales. Ahora tiene ante sí la gestión de un puzle en el que los morados se aprestan a complicarle aun más al presidente su ya de por sí complicadísima legislatura y en la que tendrá que sacar adelante las aspiraciones de su programa -con la reducción de la semana laboral en el frontispicio- si no quiere quedar diluida en la acreditada supervivencia del líder del PSOE y en su propio abrazo: el del oso.
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