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El 24 de abril de 2024 Pedro Sánchez entró en el Congreso de los Diputados con la cara demudada. Esa madrugada había conocido algo que ... aún no estaba en las portadas de los periódicos de papel pero que no tardaría en saltar a las webs. El titular del Juzgado de Instrucción número 41 de Madrid, Juan Carlos Peinado, había decidido atender una denuncia del controvertido pseudosindicato de ultraderecha Manos Limpias contra su esposa, Begoña Gómez, a raíz de informaciones de medios como El Confidencial, Vozpopuli, Libertad Digital y The Objective sobre sus relaciones con varias empresas privadas que acabaron recibiendo fondos y contratos públicos del Ejecutivo.
No fue el PP, como habría cabido esperar, el que sacó el tema a colación en la sesión de control sino él mismo, a una pregunta de ERC, que como Junts o Podemos llevaban años cuestionando la imparcialidad de los jueces españoles y hablando de 'lawfare'. «En un día como hoy, a pesar de las noticias que he conocido, sigo creyendo en la justicia de mi país», dijo; una declaración que no ha resistido excesivamente bien el paso del tiempo. Muy pocas horas después, haría pública una carta que dejó helado a su partido y sumió en el desconcierto a buena parte del país.
Ha pasado ya un año desde que, sin hablar siquiera con las personas con mayor responsabilidad en el Gobierno y en el PSOE y con la única participación obediente de su entonces jefe de gabinete, el hoy ministro para la Transformación Digital, Óscar López, Sánchez colgó en sus redes sociales una misiva en la que se proclamaba víctima de un ataque de la derecha y la ultraderecha y anunciaba un retiro de cinco días para meditar sobre su continuidad al frente del Ejecutivo. El vértigo se apoderó de muchos socialistas: habían entregado todo el poder a un líder que, ante un momento crítico, había optado por encerrarse para tomar en solitario una decisión con profundas implicaciones institucionales y orgánicas.
Ni siquiera una vez resueltas sus dudas –según detalló días más tarde, el sábado 27 por la noche–, Sánchez descolgó el teléfono para aliviar la tensión y llamar a quien habría tenido que asumir, al menos, en un primer momento y de manera interina, sus responsabilidades, la vicepresidenta María Jesús Montero. Como hizo con los demás, la mantuvo en vilo hasta el mismo lunes por la mañana, antes de comparecer en la escalinata del Palacio de La Moncloa para anunciar su buena nueva.
La respuesta interna a aquella muestra de cesarismo y vulnerabilidad –en la que algunos de sus adversarios siguen viendo una pura estrategia victimista a las puertas de la campaña de las elecciones al Parlamento de Cataluña del 12 de mayo– queda para los anales de historia del partido. El PSOE convirtió el comité federal previsto ese sábado para aprobar las listas de las europeas del 9 de junio en un acto de exaltación de su líder: «¡Pedro, quédate!», imploró Montero. «No puedes entregar al PP lo que persigue, la cabeza del secretario general del PSOE, y con ello la justicia de este país», añadió el ministro de Transportes, Óscar Puente.
Las imagenes de la vicepresidenta y otros dirigentes de la formación abrazando emocionados a los militantes congregados a las puertas de Ferraz, mientras canciones como el «Pedro, Pedro, Pedro, Pedro , Pe'» de Rafaela Carrá o el «Quédate» de Quevedo sonaban en los altavoces situados en la calle, continúan resultando impactantes. A toro pasado, algunos de los actores de aquellos días han reconocido en privado que todo el asunto les provocó cierta incomodidad. En público, sin embargo, nadie ha deslizado hasta hoy el más mínimo reproche.
Cuando Sánchez emergió de su retiro para anunciar no solo que se quedaba, sino que seguiría gobernando esta legislatura «y lo que quieran los españoles», aseguró que sus cinco días de reflexión no supondrían un punto seguido sino un «punto y aparte»; que trabajaría «sin descanso» por la «regeneración pendiente» de la democracia española. Las consecuencias de esa declaración y del 'shock' interno que provocó su amago de irse se han hecho sentir en tres ámbitos con distinta intensidad: en el orgánico, en el institucional y en el político.
Tras un breve periodo en el que pareció que, soterradamente, se fraguaba en el PSOE una mínima red de líderes no adscritos dispuestos a tomar posiciones en caso de una nueva recaída, el presidente del Gobierno ha colocado o asentado al frente de un buen número de federaciones, sin apenas oposición, a sus ministros más destacados –Óscar López en Madrid; Pilar Alegría, en Aragón; Diana Morant, en la Comunidad Valenciana; Angel_Victor Torres, en Canarias, y Montero, en Andalucía– y se ha desprendido de los que consideraba lastres –Juan Lobato, Luis Tudanca, Juan Espadas, Javier Lambán...–. Es un movimiento pensado para hacer la formación «más competitiva» y dotarla de referentes, pero también para amarrar aún más un partido que tiene ya como único verso suelto a un Emiliano García-Page autoerigido en guardián de las viejas esencias.
En este tiempo, y pese a haber logrado por fin desbloquear la renovación del Consejo General del Poder Judicial y poner fin a más diez años de mayoría conservadora, las tensiones entre el Ejecutivo y los jueces se ha recrudecido al calor de las decisiones de Peinado, que mantiene abierta la causa contra Begoña Gómez y que este mismo miércoles interrogó en La Moncloa al ministro de Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes, Félix Bolaños. Pero también de las del magistrado Ángel Hurtado que investiga al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, por la filtración de un correo del abogado del novio de Isabel Díaz Ayuso, Alberto González Amador, o por la negativa del Supremo a aplicar a Carles Puigdemont la amnistía por el delito de malversación.
La «regeneración democrática» prometida se ha quedado, sin embargo, en poco más que un lema con pocas consecuencias prácticas. También en eso la falta de una mayoría parlamentaria sólida pasa factura. De 31 medidas anunciadas en septiembre han visto la luz cuatro que no requerían pasar por el Congreso.
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