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Dos momentos, cinco años, un hilo que enlaza el pasado más tenebroso con la asunción de las reglas de la democracia. Primera escena. El 3 de mayo de 2018, este miércoles hará un lustro, dos voces casi de ultratumba daban lectura a la grabación de ... la autotitulada «Declaración final de ETA al pueblo vasco». Apenas una treintena de líneas selladas con el siniestro anagrama del hacha y la serpiente con las que la última organización terrorista aún en pie en Europa apagaba la luz y bajaba la persiana para siempre -en su argot, el desmantelamiento total del «conjunto de sus estructuras»- después de 853 asesinatos y un rastro de devastación imborrable en la memoria colectiva. Tan brutal en su violencia como cuidadosa en relatarla, la cúpula etarra eligió a dos de sus generales -José Antonio Urrutikoetxea 'Josu Ternera' y Soledad Iparragirre 'Anboto'- para la única sepultura que la inmensa mayoría de la sociedad vasca y de la española esperaba escuchar de sus filas: la de los 59 años de crímenes, miedo y dolor en los que los terroristas desgarraron a miles de familias pero sin conquistar su objetivo de hacer claudicar al Estado constitucional.
Segunda escena. Este jueves 27 de abril, pleno del Congreso de los Diputados. La estampa ya no genera sorpresa y los contados aspavientos se quedan en subrayar la aparente contradicción que supone -para el Gobierno, pero también para los independentistas- sacar adelante la primera ley de vivienda de ámbito estatal de la democracia con el Ejecutivo apoyándose en el secesionismo vasco y catalán. No hay sobresalto, cinco años después del cierre del dramático ciclo etarra y casi cuatro con Pedro Sánchez en la Moncloa, porque EH Bildu se ha ido incorporando como un partido más al ecosistema parlamentario hasta el punto de que resulte moneda común verlo secundando al PSOE y a Unidas Podemos en iniciativas de calado como la norma refrendada el jueves.
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Lourdes Pérez
La coalición que lidera Arnaldo Otegi y cuyo integrante más potente es Sortu -la marca heredera de la izquierda abertzale tradicional- ha rentabilizado la transición entre la complicidad histórica del independentismo radical con la violencia y su reacomodo en la normalidad democrática que siempre intentó derruir gracias a su propio pragmatismo y a una conjunción de factores que han desembocado en un hecho insólito: que un Gobierno se sustente para sobrevivir en fuerzas políticas que no reconocen al Estado español como su patria y del que aspiran a desgajarse. Este 28-M, las urnas municipales y autonómicas ofrecerán una primera radiografía de hasta dónde pueden estar desgastando a Sánchez y a los socialistas las alianzas de alto riesgo con el secesionismo; singularmente, con aquellos que dieron cobertura al terror que obligó a escoltar durante años a los cargos y militantes del PSOE y del PP en Euskadi.
En paralelo, está por ver si el posibilismo blanqueador tiene algún coste interno para los de Otegi, que han de lidiar hoy -paradojas de la historia- con los presos etarras más recalcitrantes y un sector juvenil díscolo que abraza el comunismo. Pero, por de pronto, la izquierda abertzale no ha hecho más que repuntar elección tras elección desafiando la hegemonía institucional del PNV, con candidatos renovados sin la mácula de la connivencia con ETA y con un programa -derechos sociales, feminismo y ecologismo- que atrae a nuevas generaciones de vascos que no han conocido los tiempos lúgubres. Y Otegi, que admitió ante sus bases en una charla aireada por error que «si para que salgan los 200 presos hay que votar los Presupuestos (de Sánchez), los votaremos», cuenta con el paraguas y la baza del final de la dispersión penitenciaria que el Gobierno ha culminado esta legislatura.
El entierro definitivo de la violencia hace un lustro estuvo preludiado por la liturgia del desarme, exigida para terminar de dotar de credibilidad al cese de los atentados que había marcado el hito del 20 de octubre de 2011. Una dilución que ETA, en estado terminal por la persecución policial y judicial, el rechazo social ya mayoritario y el golpe de timón 'in extremis' de Otegi y los suyos para no quedar de facto en la clandestinidad política, prolongó durante siete años en un intento de maquillar su derrota y enredar el relato. La paz en el País Vasco que hoy la disfruta acabó siendo exactamente eso, el silencio de las armas. Pero la huella de medio siglo de terrorismo, entreverado de otras violencias, no se difumina como arena arrastrada por el mar.
Florencio Domínguez, director del Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo con sede en Vitoria constata el padecimiento pendiente de resarcir -entre otras deudas, hay 300 crímenes de la banda aún por resolver-, la destructiva capacidad que conserva lo que queda de la historia de ETA para «envilecer las relaciones entre los demócratas» y la ausencia por parte de la izquierda abertzale de «la autocrítica que debe a la sociedad». «Dejó de justificar el terrorismo, pero ahora está en una fase de diluir responsabilidades apuntando a que todos hemos sido culpables», describe Domínguez, profundo conocedor de la organización y quien alerta de que no deslegitimar el uso de la violencia ahora deja «una puerta abierta» a que se repita en el futuro. Sin un pacto de Estado como tal que aunara voluntades en el ciclo post-ETA salvaguardando la verdad del daño causado y haciendo política cada vez con más normalidad sin necesidad de condenar el terror, la izquierda abertzale pasa página liberada, por ahora, de tener que apostatar de un pasado injustificable.
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