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Todos los Santos ·
La comunidad gitana honra a sus difuntos con un mimo y un cariño especialHay mucho tráfico en la calleja que conduce al cementerio de Logroño. Un automóvil se detiene justo en la entrada ante la mirada de una patrulla de la Policía Local. Una señora mayor abre la portezuela trasera, coge un apabullante ramo de crisantemos y desciende trabajosamente del vehículo. Echa pie a tierra, se recompone el traje, requiere la ayuda de una mujer más joven –quizá su hija– y se dispone a cruzar la puerta principal. El conductor, entre tanto, mete primera y avanza casi a saltitos hacia la carretera. Lo tendrá difícil para encontrar aparcamiento.
Es mediodía, festividad de Todos los Santos. Las previsiones meteorológicas anunciaban frío y lluvia, pero a estas horas el sol se cuela entre las copas de los cipreses y acaricia el rostro de los paseantes, que caminan con ademán urgente por las calles del cementerio. Tienen todas ellas nombres de santos y hay un mapa a la entrada para que los ciudadanos puedan localizar con rapidez el sitio en el que reposan sus parientes. Nadie lo mira: todo el mundo sabe adónde va y parece estar impaciente por llegar.
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– Vamos a hacerlo rápido, ¿eh, mamá? –se oye decir.
Pero hay visitantes que no tienen prisa. Traen sillas plegables y se reúnen en torno a unas tumbas impecables: limpias, brillantes, profusamente decoradas con flores de colores alegres. Contrastan con las sepulturas grises y severas, de una gravedad imponente, que apenas llevan los nombres de los difuntos tallados en la piedra. Diríase que este es un día especialmente señalado para la comunidad gitana, pero ellos no lo consideran así. «Este día es un día más. No hay una semana que no vengamos. Nuestro territorio es la familia», puntualiza Enrique Jiménez Gabarri.
En el otro extremo del cementerio, Concepción Gabarri está sentada frente a una tumba. La mira fija y serenamente, como si pudiera romper la barrera de la muerte y abrazar de nuevo a sus deudos. Para Concepción el uno de noviembre es solo una fecha más en el calendario; ella viene al cementerio casi todos los días. «En casa no aguanto, por lo menos aquí descanso un poco», dice. «Lo de las flores y demás... Es un homenaje; es como si viniéramos a visitarlos a ellos en su casa», explica su hija, Ángela Gabarri. Mientras habla, Ángela, que está de pie, apoya dulcemente la mano derecha sobre la espalda de Concepción.
En muchas sepulturas, los difuntos aparecen fotografiados en una especie de libro de mármol. Salen serios o sonrientes, casi siempre vestidos de gala, con imágenes evocadoras: cielos azules, nubecillas blancas, barcos pesqueros, gaviotas. Suelen incorporar leyendas o citas de los libros sagrados: «El que venciere será vestido de vestiduras blancas y no borraré su nombre del libro de la vida» (Apocalipsis, 3.5). Una madre, sentada frente a la sepultura de su hijo, lo llama entre gemidos. Casi al lado, una persona se agacha delante de la tumba en la que reposa una niña de diez años. Hadas y cisnes de porcelana juguetean sobre la lápida. El hombre se quita la mascarilla y besa la fotografía enmarcada. Dice:
– Hola, princesa.
A la una y media de la tarde, el cementerio hierve. Hay murmullos de oración, conversaciones cruzadas, saludos. Por la megafonía suena un 'Aleluya' indescifrable. Algunos niños entran en el recinto con cara de circunspección, como sobrecogidos, pero en seguida se impone la naturaleza infantil y el cementerio se convierte en un inopinado campo de juegos. Una chica está cambiando a su muñeca sobre una lápida. Ha dejado las ropitas extendidas sobre el mármol negro.
Cerca de la puerta principal Francisco Jiménez Jiménez y su hermano Juan conversan frente al panteón familiar. Tampoco le dan especial relevancia al día: «¡Qué más da un día que otro! Es solo una tradición y algunos la llevan con más devoción y otros con menos». El cronista les pregunta si sienten algún consuelo. Francisco se queda un rato pensativo y sentencia: «¿Consuelo? Mire, a mí se me perdió una hija de 28 años. Desde entonces, comes y andas, pero estás muerto».
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