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Excelentísima, ilustrísima, reverendísima, munificentísima y eminentísima señora Carmen Iglesias, directora de la Real Academia de la Historia, sillón e mayúscula de la Real Academia Española, olvidadiza patrona de la Fundación San Millán, remota discípula del gran sabio logroñés Luis Díez del Corral, condesa de Gisbert, ... especialista en Montesquieu y en el Siglo de las Luces, autora del libro 'No siempre lo peor es cierto', señora Iglesias, en fin, confiésenos antes de que enredemos aún más la madeja: ¿Las tienen ustedes todavía? La última vez que las Glosas fueron vistas las Torres Gemelas aún estaban en pie, y fíjese si han caído chuzos de punta desde entonces. ¿Les ha pasado algo?
Esto cada vez se parece más a un secuestro y los carabinieri expertos en la 'Ndrangheta nos advierten de que la negociación debería empezar por que ustedes nos den una prueba de vida. Doña Carmen, necesitamos, qué sé yo, una fotografía suya con el manuscrito y el periódico del día, una asamblea de todos los académicos haciéndonos la cuchufleta con los 70 códices emilianenses abiertos de par en par, un vídeo con el bibliotecario calzando una mesa con el número 60, algo así.
No quiero pecar de suspicaz, pero es que ustedes no explican sus argumentos y cometen la descortesía, extraña en gente de tan esmerada educación, de responder a nuestra modesta petición con un descarnado y seco «no», sin siquiera descender –oh, fríos habitantes del Parnaso– a la discusión razonada, a la fijación de condiciones, a la exposición matizada de sus escrúpulos.
Si tenemos en cuenta que hasta la Dama de Elche, emblema máximo del Museo Arqueológico Nacional, fue empaquetada en el año 2006 y trasladada durante unos meses a su ciudad de origen, ¿qué problema hay para que la Real Academia de la Historia ceda temporalmente no solo las Glosas, sino todos los códices emilianenses? Los reparos de seguridad podrían tener algún sentido hace cuarenta años, pero ahora, con la inversión adecuada, ni el traslado ni la estancia en San Millán suponen riesgos apreciables para unos libros frágiles y antiquísimos, pero no tan complicados de transportar.
Solo encuentro una explicación racional a esta negativa tan ofuscada y solemne. No me extrañaría que en este mismo momento, oculto en un cuartito acorazado al que se llega después de atravesar un confuso laberinto lleno de volúmenes antiguos, un académico ciego esté untando con veneno las hojas del aterrador códice 60. En su mirada huera y fanática brilla el propósito de causar la muerte fulminante del hereje que ose contemplar el libro prohibido, la glosa maldita que nadie jamás debería leer: «Con o aiutorio de nuestro dueno dueno Christo, dueno Salbatore...»
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