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«En la calle, la niebla se agarraba a las paredes y la humedad helada de la escarcha hacía ya invisible cualquier rastro reciente de pisadas. Un inmenso silencio llenaba todo el pueblo, introducía su larga lengua sucia hurgando en la penumbra de las casas ... la herrumbre del olvido».
('La lluvia amarilla', Julio Llamazares).
La tierra sepulta a los muertos y en Mansilla el agua 'enterró' un pueblo entero. Era Domingo de Ramos, el primer día de abril de 1960. 'Hoy se cierran las compuertas del pantano de Mansilla', titulaba este diario. Los últimos vecinos abandonaban sus casas con el agua en los tobillos y con la Guardia Civil mosquetón en mano.
Mansilla frisaba los 500 vecinos en 1959. Un año después, no llegaban a 150. Las aguas del Najerilla, el Gatón y el Cambrones, que tanta vida dieron al pueblo, terminaron por hundirlo. La emigración a la gran ciudad fue en este caso obligada: sólo los más mayores se trasladaron al nuevo pueblo, levantado a 300 metros del viejo. Las promesas de los políticos, una vez más, fueron incumplidas y casi no es exagerado decir que abandonaron a los mansillanos a su suerte: 60.000 pesetas les dieron por una casa de seis cuartos y una huerta y 300.000 debían pagar por tener una casa nueva en un pueblo que no reconocían.
Casi sesenta años después no sólo hay una España vacía, también hay una España muerta, enterrada por el cemento de las presas de los embalses. Tomando prestado el título de Llamazares, hay distintas formas de mirar el pasado.
Unos se fueron lejos, pero los difuntos no dejaron su tierra. Así nos lo recuerda una lápida levantada en el nuevo cementerio donde se llevaron los restos del viejo, que ya habían sufrido dos traslados anteriores por ampliaciones del camposanto. 'Aquí yacen los restos de todos los difuntos del pueblo viejo de Mansilla, cubierto bajo las aguas del pantano. RIP. 1958', reza la inscripción del marmóreo fosal.
Aunque los mansillanos estuvieron todavía dos años en sus antiguas viviendas, los fallecidos a partir de entonces se enterraron en el nuevo cementerio, situado en la carretera LR-113, en dirección hacia Burgos. No era la primera vez que los restos se movían de lugar. El aumento de la población ya obligó a un anterior traslado antes de construir el pueblo nuevo, un camposanto que como curiosidad tenía un espacio adosado para la inhumación de los restos de niños, cuya mortalidad era muy elevada en las primeras décadas del siglo XX.
Estos enterramientos se sumaban a los anteriores constatados junto a la iglesia parroquial de la Concepción y la ermita de Santa Catalina, el único edificio que se salvó de la inundación. Dos cipreses presiden el actual camposanto, un espacio desproporcionado para las escasas tumbas que acoge. El pasado se impone. Solo los recuerdos de los que estos días se acercan para rendir homenaje a sus seres queridos son capaces de llenar tanto vacío.
El embalse de Mansilla se construyó durante el franquismo, pero el proyecto era anterior. Más en concreto, se diseñó durante el gobierno de Primo de Rivera. Franco no creó pantanos. La mayoría de los que hoy inundan la piel de toro fueron pergeñados durante la república, cuando Indalecio Prieto ejerció de ministro de Obras Públicas, quien continuó y amplió la política de obras hidroeléctricas iniciadas en la época de la dictadura de Primo de Rivera. Ya en el Plan Nacional de Obras Hidráulicas de 1933 se recogía la necesidad de construir una presa en el río Najerilla, el río de mayor longitud y caudal de La Rioja (sin contar el Ebro). Pero incluso antes, en el año 1930, se redactó un proyecto de pantano en Ventrosa de la Sierra, a escasos siete kilómetros en línea recta aguas abajo del valle, aunque no prosperó porque las posibilidades de obtención de energía eran menores en la confluencia de los ríos Urbión y Ventrosa.
En 1934, el Ministerio de Obras Públicas aprueba el expediente de información pública del proyecto de embalse de Mansilla de la Sierra. A partir de aquí, la suerte estaba echada y la zozobra se instaló entre los vecinos durante casi tres décadas por los retrasos en la construcción del pantano y de las nuevas viviendas prometidas.
El progreso, ejem, posaba sus zarpas encima de una población cargada de historia y de historias, una bella población surcada por tres ríos, atravesada por siete puentes y con decenas de casas de piedra engalanadas con escudos.
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