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El autobús de la Continental paraba en el cruce de Lumbreras. Depositaba al viajero, periodista en prácticas, en una casamata que todavía hoy sigue vigilando el discurrir de la N-111 y luego se desentendía de sus siguientes pasos, que le conducían hacia ... el pueblo de Pajares, un lugar fantasma. Sus vecinos habían sido ya para entonces (finales de los 80) expulsados de sus casas pero quedaba pendiente vaciar su cementerio. Un aviso en la prensa local, firmado por la CHE, había puesto al redactor jefe sobre la pista: «Ahí hay un reportaje», la frase mítica. Y el reportero novato tomó sus bártulos (zapatilla, libreta y grabadora) y, carente de sistema de locomoción a motor, caminó bajo un feliz sol de primavera durante la hora larga que separaba la parada del autobús hasta el camposanto a punto de ser desahuciado. Un día memorable.
En el cementerio, por supuesto, no había nadie. Entre las lápidas y los nichos anidaba aquel mediodía el tipo de paz propia de estos enclaves rurales, en su caso más justificada: los inquilinos habituales habían enmudecido, claro, pero es que además carecía de visitantes, porque quienes pudieran acercarse a ocuparse de cómo transitaban por el más allá sus seres queridos vivían en la vecina población de San Andrés, arracimada sobre un farallón, al pie de la carretera. Acercarse al cementerio suponía una caminata incómoda. Y enojosa.
Los lugareños habían sido expulsados del paraíso (su tierra natal, su cuna) poco antes y se entendía que quienes habían optado por quedarse en el valle, allí en San Andrés sobre un oteo, se encontraban todavía noqueados por tanto dolor y preferían evitar malos recuerdos. Otros vecinos vivían en la ciudad, aún más lejos por lo tanto, y cuanto ocurriera en el cementerio se supone que les traía un poco sin cuidado. De ahí aquel anuncio de la CHE que reclamaba de ellos una diligencia final, el trámite postrero. La lenta marcha de la burocracia que no hace prisioneros. Quien estuviera interesado en trasladar los restos de sus antepasados, debía comunicarlo cuanto antes. En una semanas, Pajares pasaría a la historia. Sería anegado por las aguas del embalse que hoy siguen saludando mustias al viajero en este mortecino año hidrológico.
Tampoco había nadie correteando por el pueblo que se disponía a quedar sumergido. El periodista cruzó esos parajes con un punto temeroso: en realidad, Pajares ejercía como un cementerio doble. El tradicional, que se erigía en una esquina del término municipal donde triunfaba esa paz de los camposantos tan escalofriante, y el propio pueblo en sí, que recordaba a otro tipo de cementerios: los cementerios indios que atravesaban los del Séptimo de Caballería en las películas del Oeste con la misma inquietud que afloraba a cada paso durante aquella soleada mañana. Con la preocupación de tropezar en tus andanzas con algún espíritu errante que se resistiera a abandonar Pajares y te pidiera explicaciones por tu irrupción. Un riachuelo corría con alegría juvenil hacia el caserío central cuando, a la espalda, se escuchó un ruidito. Luego otro. Más nítido, más cercano. No había ya ninguna duda. Los fantasmas persiguen al periodista.
Pero los fantasmas no eran tales. Un ser vivo, muy vivo, acompañaba el recorrido por el esqueleto de aquellas poderosas edificaciones cuya fábrica languidecía, víctima del abandono. Se presentó, gentil. Era el antiguo cartero de la zona, que no se resignaba a su paseo diario por el pueblo que una vez habitó. Parecía un personaje de Delibes. Grande pero enjuto, con una barba rala asomando por la mandíbula y una sonrisa burlona que no le abandonó mientras dejó al periodista a solas con sus cavilaciones: de repente, esa esquina de Pajares empezaba a estar muy transitada.
De una de las casas que se mantenía más o menos firme acababa de salir al exterior toda una familia. Faltaba el padre. La madre, una mujer joven prematuramente envejecida, también escapaba de alguna novela del autor de 'El hereje'. A su lado caminaban sus hijos, que la emprendieron entre sí a pedradas. La mujer reía. Se encogió de hombros como toda respuesta para explicar su presencia entre esas ruinas, lo cual confirmó que era (más o menos) pionera en la okupación de fincas ajenas. Vivían, según se deducía de su aspecto, medio asilvestrados. Pero ya sabían que se tenían que ir. Las aguas amenazaban Pajares y tenían todo preparado para salir huyendo. ¿Hacia dónde? Nuevo encogimiento de hombros. Y una sonrisa que significaba métete en tus asuntos.
El escritor leonés Julio Llamazares suele recordar su condición de ciudadano apátrida: nació en Riaño, un pueblo poco después desaparecido. Se lo tragó un embalse y desde entonces tiende a sentirse un poco de ningún sitio. Como esos personajes de Delibes que hace 30 años salieron a mi encuentro, y a quienes jamás olvido. También sus raíces se alojan en una especie de limbo. El territorio que acoge a las almas que mueren sin bautismo. El limbo de Pajares. Un cementerio dentro de otro cementerio.
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