Eduardo Gómez, el logroñés que perdió un brazo y ganó a la memoria
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Retrato de un erudito ·
Eduardo Gómez deja una estela de respeto y cariño en sus múltiples facetas como cronista de gastronomía o pelota, siempre a pie de calleUna noche de los años 80, Lorenzo Cañas recibió una llamada imprevista. Era su amigo Liberto Campillo, el director de sala del mítico Zalacaín de Madrid, el primer restaurante español en lograr tres estrellas Michelin. Le preguntaba en confianza por un cliente que atendía en ese momento y no dejaba de interrrogarle por los detalles de cada plato, apuntando todo en una libretita sin perder ripio. «Le falta un brazo y dice que es de Logroño, ¿le conoces?, me dijo», rememora Cañas con una sonrisa, ilustrando con la anédocta uno de los rasgos distintivos de su amigo recién fallecido. «Tenía avidez por conocer y no se conformaba con que le contaran las cosas, tenía que comprobarlas por sí mismo; y siempre con humilidad, una virtud que no siempre abunda», reflexiona el cocinero, con quien compartía compromiso con la Cofradía del Pez y militancia por el Logroño por cuyas calles coincidían.
La ciudad, su ciudad. Otra de sus grandes pasiones. Tomás Santos va más allá. «Él era Logroño en sentido puro», sostiene el exalcalde que impuso a Eduardo Gómez la insignia de San Bernabé en 2008. Un acto que transcendió el reconocimiento a una trayectoria, ya que su relación venía de lejos con el fútbol y la familia de ambos como nexo. «Junto a mi padre Luis Santos 'El orejas' y Pedro Rábanos, Eduardo fue uno de los fundadores del Berceo y siempre llevó el club en el corazón», confirma Santos.
Muchos años después, ya como primer edil, no dejó de coincidir con él, aunque en esa fase más en su vertiente de «supervisor» de la ciudad y conocedor de cada novedad que acaecía. «No se le escapa ni una», garantiza Santos. «Siempre estaba al pie de la calle, anotándolo todo, como una enciclopedia andante». Y como botón de muestra, una anécdota que concluyó con una rectificación en el callejero. «Un día llegó al Ayuntamiento advirtiendo de que la placa de Muro de Cervantes figuraba incorrectamente como calle, aunque nadie había caído en la cuenta hasta entonces», recuerda. «Por supuesto, se cambió».
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Miguel Martínez Nafarrate
Logroño y el Berceo se alineaban en el alma de Eduardo al lado de la pelota. Miguel Martínez Nafarrate aprendió durante dos décadas del magisterio del que nadie deja de calificar como un maestro. «En todos los frontones le profesaban un respeto máximo y sus crónicas iban a misa porque, además de saber, era más realista que nostálgico», afirma el periodista de Diario LA RIOJA con quien compartió cientos de horas en la redacción y los ambigús, pero también en la carretera, de festival en festival siguiendo a los pelotaris riojanos. En uno de esos viajes, volviendo de Eibar, el coche en el que viajaban se salió de la calzada y quedó atorado en una zanja. Dos señoras que conducían un todoterreno les rescataron arrastrando el vehículo con una cadena hasta que pudo volver al asfalto. Un favor que Eduardo no olvidó. «Anotó la matrícula, y de ahí tiró hasta dar con la dirección de las mujeres para escribirles una carta de agradecimiento», revela Nafarrate entre elogios al histórico cronista que empezó a colaborar con Diario LA RIOJA cuando la redacción aún se ubicaba en la plaza Martínez Zaporta. Entre tipómetros, rotativas y tinta fresca, redactores recién llegados entonces y jubilados ahora hace ya años como Ignacio Esarte quedaban obnubilados por su figura y su retranca. «Al preguntarle cómo había perdido el brazo, me dijo que un día fue a tocar el violín y se olvidó de coger el instrumento mientras pasaba por el brazo el arco que tenía que hacerlo sonar», comenta. Cada poco y según quién le interrogara, la historia mutaba. Eduardo servía cada versión con un humor único, solo a la altura de su prodigiosa memoria.
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Sergio Martínez | Logroño
Abel Verano, Lidia Carvajal y Lidia Carvajal
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