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En la Plaza de la Cruz de Haro, junto al palacio que da nombre al espacio urbano que vigila desde hace años la estatua del botero, un todoterreno de la Guardia Civil hace saltar por los aires la estética barroca del edificio ubicado en uno de los cruces de caminos más singulares del casco urbano jarrero. La patrulla aparcó allí en la noche del miércoles y puntualmente otra de la Policía Local le toma el relevo el tiempo necesario para satisfacer o aliviar necesidades varias. «Control habitual», aseguran los agentes a los comerciantes que se acercan hasta ellos y les preguntan, inquietos, si existe algún motivo de preocupación. La evasiva respuesta oculta una realidad conocida por todos los vecinos de la zona. Haro es algo así como la 'zona cero' del coronavirus en La Rioja con un punto de conexión entre todos ellos: el paciente ingresado en el Hospital Santiago Apostol de Miranda de Ebro.
La patrulla de la Guardia Civil mira hacia la calle Arrabal, una vía estrecha que muere en la casi siempre bulliciosa Plaza de la Paz, uno de los epicentros del tapeo jarrero. No es casualidad. La orden de los agentes (que nadie confirma pero que todos deducen) es custodiar a los inquilinos de uno de los portales de la vía. Tanto evitar visitas como, sobre todo, salidas al exterior. Él es sobrino del ingresado en Miranda; ella es su mujer. Los dos tuvieron contacto con él y ahora están recluidos en su domicilio jarrero pasando una cuarentena de la que, de momento, desconocen su duración. Unos metros más allá, en la calle Conde de Haro, la que lleva hasta el teatro Bretón de los Herreros, el escenario es similar en otro domicilio. Dos familias en cuarentena, encerradas en la vivienda, sin poder salir a la calle y con el telefonillo del portal y el teléfono móvil como única vía de comunicación con el exterior.
Cuando se llama al timbre de Alberto, que no se llama así y que pide que se proteja su intimidad después de haber recibido mensajes en los que se les viene a acusar de las siete plagas, lo primero que hace es asomarse al balcón y después abre la puerta del portal invitando a subir a los visitantes hasta que comprende que lo más sensato, dadas las circunstancias, es hablar por el telefonillo. «Aquí estamos encerrados en casa. Estamos bien, nos encontramos perfectamente y no tenemos ningún síntoma», explica a modo de introducción antes de describir un día a día que prácticamente consiste en esperar a que las horas vayan pasando.
«Mi tío es el paciente que está ingresado en el hospital de Miranda», explica recordando que «el fin de semana estuvimos en Vitoria en un funeral. Según nos han comentado también acudió alguien que había estado en Italia y creemos que por ahí pudo producirse el contagio. De todas formas a nosotros nos han aislado, no tenemos síntomas de nada y han dicho que van a venir a hacernos la prueba».
De momento, se han quedado solos en su vivienda y han realojado a sus hijos con otros familiares para evitar propagar la enfermedad. Alberto asume la situación con resignación: «Es lo que tenemos que hacer para evitar que esto se propague, no podemos hacer otra cosa. Aunque no es agradable», señala ironizando que lo que no les va a faltar es seguridad. «Sí, hemos visto que está la Guardia Civil vigilándonos», sostiene.
Y es que en Haro, o al menos en un sector de su población, se ha extendido cierta psicosis al tiempo que se han propagado bulos que llegan a sostener que el varón ingresado en Miranda, muy conocido en la ciudad, se ha escapado del hospital y ha sido visto merodeando por la ciudad jarrera. La improvisada tertulia que un grupo de mayores establece cerca de la patrulla de la Guardia Civil pivota entorno a esa cuestión.
«A mí lo que no me parece bien es que la gente tenga que estar en cuarentena y se intente escapar de casa», lamenta María, una comerciante del entorno de la plaza de la Cruz. «¿Qué si se han intentado escapar? Por algo estará la Guardia Civil», se contesta a sí misma antes de asegurar no tener miedo al COVID-19. «Al final creo que todo lo vamos a tener que pasar y de momento estoy muy tranquila. Es más estoy segurísima de que no me voy a morir de esto», bromea.
En las inmediaciones, Sara, otra comerciante, es más tajante y cuestionada por las impresiones que percibe de su clientela asegura que en Haro «hay miedo». «Se está llevando falta este tema. El otro día una clienta que tiene casa en Ollauri me dijo que se marchaba allí para no estar en Haro. Otra me contaba que había ido a hacer una compra grande para tener provisiones. Sí, hay cierta psicósis instalada». Ella misma asume que, por lo que pueda pasar, ha aumentado, por ejemplo, la frecuencia del lavado de manos.
De vez en cuando, alguien da una voz en la calle Arrabal. Son los amigos de Alberto y de su mujer. Llaman al timbre y conversan a través del balcón. «Estamos bien», les tranquilizan.
¿Y la comida? «De vez en cuando viene alguien y nos trae unas bolsas. Nosotros les abrimos la puerta del portal, nos la dejan ahí y luego, cuando se han ido, bajamos a por ella». Una precaución básica para frenar el contagio. De momento llevan poco más de un día. Al menos les quedan otros nueve.
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